Una pintada no durará para siempre. Por una u otra cosa, la pintura en la calle desaparece. El punto es entender la dinámica de la ciudad, que todos los días presencia un constante morir y renacer pictórico.
Quito, así como muchas otras ciudades, es un espacio hostil al que el constante bombardeo de publicidades y otras imágenes convierte en tierra de todos y de nadie. A ese escenario se ha incorporado el graffiti, que empezó como una práctica, más que nada, vandálica e ilegal, y que hoy ha derivado en un manojo surtido de expresiones gráficas que se conocen como street art o arte urbano.
Eso tampoco significa que el graffiti haya perdido su esencia o que ahora todo sea street art. Nada que ver. Lo único que ha hecho el mundo de la pintura en la pared es volverse más complejo. En los muros siguen coexistiendo murales ultra elaborados que se toman fachadas enteras y graffitis “irruptores” de toda superficie. Esa es una dinámica que sigue creciendo y parece no detenerse.
La cosa de la calle es entender cómo funciona este juego interminable, en el que los muros desaparecen todos los días, y del que parece no haber escapatoria. A continuación tres casos algo distintos entre sí, que nos dejan entender mejor estas dinámicas del arte, el vandalismo y la apropiación del espacio público.
Las políticas públicas
En Quito la escena del graffiti y el arte urbano ha ido creciendo desde hace unas dos décadas. Poco a poco, pintar paredes ha ido agarrando mayor popularidad entre jóvenes. En especial las paredes en zonas céntricas y periféricas de la ciudad.
Tan grande es su incidencia sobre el aspecto de la ciudad, que inevitablemente fue controlada por políticas públicas cuyo objetivo era poner un alto a una forma de expresión que, para quienes habitan la ciudad, resulta incontenible.
Un ejemplo claro pero controversial acerca de esa dinámica es el caso de la Galería de Arte Urbano Quito – Gauq, de la que quizás no muchos de los que lean esto se acuerden. Este fue un proyecto ejecutado por el Municipio de Quito en el 2013 y estuvo encabezado por Augusto Barrera, alcalde de la ciudad por entonces.
Fue una iniciativa con los siguientes ejes principales: crear un circuito artístico dentro de la ciudad —literalmente un recorrido—, construir memoria y generar inclusión social. El objetivo era “ver, sentir y admirar lo que tradicionalmente ha estado en espacios cerrados”. Es decir, arte de galería, arte de cierta forma elitista, muy contrario a lo que se muestra en la calle.
Esto no tardó en generar controversia. Primero, porque el proyecto claramente intentaba señalar lo que es arte y lo que no es arte público o urbano. Cualquiera de las dos. Segundo, porque iba a hacer uso de espacios que normalmente se utilizaban y eran reciclados por todos quienes ya pintaban en los muros de la ciudad.
El resultado de eso es que desapareció una expresión claramente más real y original, en el sentido artístico, y se la tapó, suplantó, con una “obra” que más bien tenía la intención de adornar el paisaje urbano. Es como poner un teléfono dañado en la casa para que se vea bien, mas no porque puedas hacer una llamada.
El graffiti y el street art, en su espíritu más libre, obedecen a un contexto. Se relacionan con la persona que se topa con ellos en la ciudad. Están conectados con una comunidad y tienen sentido propio, porque su origen es real respecto a la gente que habita ese espacio.
Pensar que se puede “colgar cuadros” en una ciudad es completamente injusto para el sentido común de lo que significa el espacio público, ese espacio que es supuestamente de todos. Quienes cuelgan esos cuadros tienen aparentemente una autoridad con la que quieren imponer sus reglas en la calle, y eso es simplemente imposible. No importa que, en un supuesto caso, sus intenciones hayan sido buenas.
Por eso el proyecto fue un fracaso. Lo que supuestamente iba a ser un evento anual nunca volvió a ocurrir. Por ahí todavía quedan algunos de los muros que se pintaron, pero hubo algunos que se destruyeron a las semanas. Quizás el spot que más controversia generó fue el que se encuentra a la salida del Tunel Guayasamín y conduce hasta la Plaza Argentina.
Esa era una pared, una buena pared, en la que se pintaban buenas piezas de street art. Pero lo que el Gauq hizo fue colocar una cosa gigante de metal y escribir una frase célebre del celebérrimo artista indigenista.
En mi opinión, el proyecto no justifica la inversión y tampoco tiene sentido. En realidad, no cumple ninguno de sus objetivos. Y no sólo en lo que toca a esa pared sino a todas.
La intolerancia irracional
Nos saltamos un montón de años y llegamos al 2019. Seguro hubo un montón de casos más en este lapso, pero llegamos a este en particular porque muestra la intolerancia injustificada de las personas. Esto, hay que entender, es otro gran factor para que las paredes se fondeen de blanco. Así, de la nada, de un día para el otro.
Este muro se encontraba en un inicio en el barrio de Bellavista. Un sector que en su mayoría está habitado por gente de clase media a media alta. La pared pertenece al cerramiento de un terreno abandonado, en el que por muchos años se pintó capa tras capa, sin mayor problema. Sin quejas de los dueños ni de la gente de alrededor.
Apitatán, un artista urbano ecuatoriano, quizás el más reconocido de todos, decidió pintar esa pared que incluso utilizó alguna vez. En este ocasión se trataba de una obra titulada “El amor no tiene género” y en la misma se representaba una pareja hétero, una de dos hombres y una lesbiana, con cada una de las seis personas pintada en un color distinto. Los colores de la comunidad lgbtiq+. Era un homenaje a una minoría reprimida con ansias de libertad, respeto y derechos.
La obra tomó algunos días en hacerse. A decir verdad, los trabajos de este tipo suelen hacerse así, en varias jornadas. Son intervenciones complejas y necesitan su tiempo para ser ejecutadas con la calidad necesaria y convertirse en piezas de street art.
La obra avanzó a buen ritmo y estuvo a poco de culminar. De hecho, faltaba sólo la última jornada cuando la pared amaneció con manchas de pintura blanca en todo lado, como si alguien hubiera regado una caneca de pintura encima. La policía no permitió que el mural fuese terminado por el artista. Todo se hizo un relajo
Esto generó controversia. Se dijo que era un atentado claro contra la comunidad lgbtiq+, contra el trabajo de un artista reconocido y contra la naturaleza de las reglas de la gráfica urbana. El fin de semana siguiente se organizó un plantón en el lugar, y se organizó lo que habría de ser un beso colectivo al frente de la pared.
Finalmente esa pared se fondeó de blanco y se hizo la gestión para reubicar el mural, que acabaría pintado frente a la Asamblea Nacional, como un acto que representaba también un llamado a la igualdad.
Este caso deja ver que la ciudad no es de nadie, que todas las paredes exteriores son de todos. Y que, no obstante, la intolerancia abunda. En el fondo no se puede reclamar mucho tampoco. Así como Apitatán pintó libremente en esa pared, también le pintaron libremente encima. Además, siendo honestos, era de esperarse que sucediera algo así al vivir en una ciudad como la que vivimos.
Al día de hoy el segundo mural está nuevamente rayado.
Perdurar es efímero
Este caso sucedió hace poco. Irving Ramó, un artista plástico que coquetea bastante con el street art, decidió hacer uso de un muro que formaba parte del estudio donde trabajaba. En este caso, la obra se ejecutó por completo. Acabó de ser pintada un viernes por la noche, y el sábado por la mañana amaneció cubierta de blanco.
Esto se debió a una serie de malentendidos entre la dueña de la propiedad, el arrendatario y el inquilino, que en este caso era Irving. El muro desapareció en cuestión de un par de horas. Como lo describe el artista, eran “fondeadores profesionales”. Aunque, en este caso, más que nada fue cuestión de un infortunio.
Este debió ser un muro que perdurara años. Se lo hizo con gestión, con tiempo, con planificación, con permisos, con todas las de ley, pero duró menos de un día. Hay que entender que el street art no está en la sala de una casa, sino a la intemperie, y cualquier cosa, literalmente cualquier cosa, puede pasar. En todo caso, eso es lo lindo del arte urbano: que es efímero, desaparece.
Volviendo a lo que sucedió con el mural, la explicación es la siguiente. La dueña de la propiedad hizo uso de su poder para hacer lo que quisiera con lo que es suyo. No hay nada de malo en eso, sólo que, en esta oportunidad, interfirió en un proyecto que estaba bien gestionado, y claramente supuso una decepción tanto esfuerzo desperdiciado.
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El nombre de la obra era “Escapando del corona”. Lo que deja ver este caso es la importancia de generar un diálogo con la gente, construir ese vínculo y socializar una pieza de street art. Entender que la gente puede actuar antes que preguntar y que, si ocurre lo contrario, lastimosamente las cosas pueden salir así.
Aquí también resulta constructiva la posición con la que el artista afronta la situación. Nadie quiere trabajar días y que destruyan su trabajo. Pero Ramó intenta no mostrarse como víctima del sistema. Más bien lanza un mensaje que invita a pensar: ser más empáticos y dejar que las cosas fluyan.
El lado positivo de todo esto es que se generó un diálogo entre los implicados que concluyó en una disculpa y el pedido para realizar un nuevo mural en aquella pared. Además, generó interés en la gente sobre las dinámicas de la calle y el street art. Se abren debates y eso es importante.
¿En dónde se puede pintar y en dónde no?, será siempre la pregunta.
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El arte urbano, el graffiti, los stickers, las instalaciones o cualquier cosa que se haga en la calle tiene su futuro dictado. Desaparecer y renacer en miles de formas distintas. La esencia es esa, estar condenado a morir y ser eterno al mismo tiempo.