¿Qué pasa cuando un documental aparece en un festival y convoca a personas que están más allá del nicho común de su audiencia? A veces pasa que la proyección de la película se convierte en una fiesta.
Los EDOC parecen tener que luchar por su supervivencia año tras año para cumplir con su premisa: mostrarle al público “otro cine”, uno que no podría ver en las pantallas que tiene cerca. Parte de la lucha tiene que ver con que la audiencia del festival todavía parece pertenecer a un nicho: cineastas, periodistas, críticos, artistas visuales, estudiantes de cine, gente que se mueve dentro de una esfera compartida. Es por eso que siempre es grato ver que las películas llegan a otras personas alejadas del circuito.
Cuando pasa esto, es notable. Para quienes amamos este “otro cine”, y acostumbramos a ir a los EDOC, es un motivo de alegría ver que se comparta con “otra gente”. Este año hubo un documental en particular que atrajo a otra gente, que expandió el nicho, y que le pegó en el subconsciente a una centena de personas, convirtiendo su proyección en una celebración hip-hopera.
Ukamau y Ké cuenta la historia de Abraham Bojórquez. Nacido en “El Alto”, un pueblo abandonado en las alturas de los Andes bolivianos, quedó huérfano de madre a los 4 años, dejado a merced de un padre alcohólico.
Sobrarían palabras para describir la historia de violencia y de pobreza que marcó su vida desde temprano. Podemos decir que a causa de ella se vio forzado a huir a Brasil, buscando empezar otra vida con la cual suplantar aquella en la que su infancia no llegó a empezar.
En 2002, regresa a Bolivia para despedir a su padre moribundo, y una serie de eventos encadenados entre sí cambian su camino para siempre. Primero, sale a beber unos tragos a un antro de mala muerte y se anima a pedirle el micrófono al DJ para tirar unas rimas en portugués. El DJ se llamaba Llajuas, y al verlo rapear se quedó enganchado de Abraham. Así comienzan a juntarse para rapear y beber. A veces lo hacían en ese orden. Muchas otras, al mismo tiempo.
A la par, El Alto se ve convulsionado a causa de una crisis social que implicó la militarización de la ciudad y un periodo de batallas campales sangrientas sucedidas en las calles. Abraham sale a tirar piedras, y en medio de las protestas abre su mente hacia la lucha de clases y la injusticia que vivía su gente a costa de las decisiones negligentes del gobierno. Su cabeza da un vuelco y el rap deja de ser solamente una forma de pasar el tiempo chupando con el Llajuas, para convertirse en un arma.
Así nace Ukamau y Ké, un proyecto de rap que entre 2003 y 2009 se convirtió en un referente artístico de lucha para El Alto, y en uno de los proyectos más combativos del género en América Latina. El nombre estaba en dos idiomas. “Ukamau” que en lengua Aymara quiere decir: “Así es”, acompañado por “Ké”, mal escrito en castellano “por joder”, para desafiar las convenciones, según dice Abraham, al empezar la película.
Abraham comienza a cantar en Aymara y se alza en nuestra región como un pionero del hip-hop andino, una voz para los pobres. Entonces, justo cuando todo marchaba a pedir de boca, cuando había encontrado espacio en los escenarios grandes de su país, cuando terminaba de producir su segundo álbum, se le acabó el camino de forma abrupta.
Abraham muere una noche después de echarse unos guaspetes con sus primos en medio de circunstancias misteriosamente violentas, y Ukamau y Ké se queda colgado en el aire y en los sueños de sus conocidos.
Ahí aparece “Sapin”, conocido fuera de las tablas como Andrés Ramírez. Un rapero ecuatoriano, fundador del grupo Dos Balas, que durante los inicios de la década pasada conoció a Abraham y compartió escenarios con él, trabando una amistad poderosa. Sapin, tal como lo presentó Alfredo Mora (el director de los EDOC) la segunda noche en que se proyectó la película, había sido desde hace tiempo uno de los tantos persistentes que conforman el nicho de espectadores del festival.
Esta experiencia parece haberlo nutrido lo suficiente como para impulsarlo a desarrollar la película de Abraham durante 5 años. Así, Sapin nos entrega la historia de este rapero subversivo desde el dolor que le causó su partida y el estar lejos para despedirlo, y lo hace con una fuerza y una emotividad que se contagian desde sus fibras a las nuestras. Su documental es un viaje emocional intenso a la memoria de un lugar golpeado y de una voz que se alzó para reivindicarlo. Un viaje que recoge los pasos del eco de Abraham y del fuego que encendió en quienes lo conocieron de cerca.
Cuando acabó la película, se prendió una fiesta fuera de lo común para el festival, inspirada en Abraham. Debe haber sido una de las poquísimas veces (sino la única) en que el Hip-Hop sonó sobre el escenario del 8 y Medio, y dentro del marco de los EDOC.
Cuando acabó la película, se prendió una fiesta fuera de lo común para el festival, inspirada en Abraham.
Mientras rodaban los créditos, tres personajes enmascarados salieron de las sombras para repartir pósters entre el público, y para tomarse el escenario inmediatamente después. Todos miraban sorprendidos mientras uno de ellos blandía una bandera con los colores de la confederación indígena frente a la pantalla. La pista comenzó a sonar en la sala y de repente los tres se quitaron la máscara para revelar que eran Parce y Sapin, representando a Dos Balas, y Disfraz MC, de Mugre Sur.
El trío apareció vibrante y nervioso frente a todos, plantando un halo de sorpresa en el aire, que se rompía con las manos que subían y bajaban al compás del beat, desde los asientos. Fue ese el momento en que se hizo evidente la presencia de un montón de raperos, o de personas afines a la movida, que se habían tomado la sala desde temprano para estar cerca de esta historia y su narrador.
Quizás no eran tantos, pero sí los suficientes como para hacer notar que Sapin no le estaba cantando a un montón de extraños a su movimiento. Se notaba que Ukamau estaba en la casa, vibrando en las cabezas de ellos, y poco a poco en las de todos. Se notaba que esa noche había un número considerable de “otra gente” habitando ese espacio.
El poder del filme parecía haber provocado que el eco en la voz de Abraham se expandiera fuera de la pantalla, y fuera de la esfera de los EDOC, para atraer a un montón de gente que estaba lejos de ella.
Esa noche había mucha gente del nicho entre público. Juan Martín Cueva, ex director del CNCine; Tania Hermida, directora de Qué tan lejos; Coco Laso, fotógrafo reconocido y director de la fundación Cinememoria. No obstante, eran los otros los que se habían adueñado del espacio, demostrándolo a todos con su cabeceo, con sus preguntas y con sus palabras de admiración por la película. Fue la “otra gente”, la que parece no ir a los EDOC normalmente, la que encendió la mecha esa noche, para hacer explotar la historia de este rapero caído en la lucha.
Fue bonito ver cómo todo esto cobraba vida durante un instante, haciendo que la película cobre vida también. Fue bonito pensar que durante una noche al menos, una película en los EDOC atrajo a un montón de otros. Fue bonito ver que el otro cine tiene el poder de construir puentes entre la gente. Fue bonito pensar que podemos emocionarnos de la misma forma por la historia de otro, como si todos fuésemos uno.