¿Realmente habría que ser una reina del pasado, para encontrar la majestad en la historia propia?
Fue una noche en casa de mi novia, cuando el nombre del proyecto y de la fotógrafa brotaron en medio de la conversación de su mamá y una amiga mía. «‘Su Majestad La Reina’ creo que se llama, es una muestra de la Lorena Cordero, que hizo para superar el duelo que sufrió por su madre, o algo así», las escuché decir. Yo, de 20 años, sin haber conocido nunca el duelo en carne propia, con una buena relación con mi mamá, creí que no me iba a interesar en absoluto. Creí que sonaba bonito y todo, un esfuerzo bacán hecho por una fotógrafa interesante, pero no iba a ir a verla. Creí mal.
Algo de esa conversación se quedó resonando en mi cabeza. Yo, sin ninguna aflicción por los roles de la maternidad y la feminidad en mi vida, no atiné a saber por qué seguía recordando a «Su Majestad La Reina». Entonces decidí dejarme arrastrar por la duda y terminé yendo a la Alianza Francesa para toparme con esas imágenes.
Afuera el sol quería salir entre las nubes, mientras que en la galería, las luces de los focos dicroicos se peleaban con la atmósfera instaurada por las paredes negras. Más allá de las fotos colgadas con rectitud impecable, eran los detalles los que me hacían sentir que estaba entrando, involuntariamente, en un mundo sombrío y surreal. Había pétalos de rosa regados en las esquinas, un reclinatorio pintado de rojo en el centro de la galería, cabezas de maniquí doradas y plateadas con tocados estrambóticos expuestas en vitrinas.
Una vez ahí, supe de plano que estaba entrando en un lugar con carga emocional pesada. Supe que tenía que hacer un pacto de alguna forma: que si me atrevía a entrar, tenía que asumir esa energía y dejarme arrastrar por ella. Seguramente lo que más me hizo pensar de esta forma era la inscripción que rezaba la pared de entrada a la sala: «En mi final está mi comienzo. -María Estuardo».
Me di cuenta de que no solo había hecho un pacto con la atmósfera de ese lugar, sino con las intenciones de la fotógrafa. No entendía bien cómo ni por qué, pero eso también tenía que asumirlo. No se me hacía tan fácil. La estética de la galería y de las imágenes no era particularmente mi onda. Pero ya estaba ahí, ya era un observador, y no había nada más que hacer que ver.
La primera impresión que tuve de las fotos me hizo verlas como un artificio. Así lo sentía en la luz que parecía difuminar los rostros de las modelos, la ropa sacada de otra era, los rostros con expresiones fuertes y penetrantes. Personalmente, siempre me gustaron más los fotógrafos documentales que los que trabajan en esta corriente, pero no podía negar que el conjunto de todos los elementos en cada una de ellas me impactaba, desafiándome de alguna manera. Entré en un juego entretenido intentando relacionar las historias de cada reina, relatadas en la ficha de cada foto, con la forma en que había sido retratada por Cordero. Si bien había ido con todas las ganas de ver y entender estas fotografías, todavía pensaba que estaba en una postura desde la cual yo las desafiaba a ellas, como un hombre totalmente extraño al proceso de la fotógrafa y su visión.
La primera reina había sido encerrada por su esposo. Una más allá, traicionada por su prima. Otra, se quitó la vida al enterarse de la muerte de su amante. Otra, se ganó el respeto de su corte convirtiéndose en una tirana cruel. Otra, mató a centenas de mujeres jóvenes para bañarse en su sangre y conservarse bella. Una más trágica que la otra. Una más golpeada que su sucesora. Todas habían sufrido algo, todas habían tenido que endurecerse con violencia para alzarse. Junto con la materialización que Cordero había hecho de cada una de ellas, yo terminaba pensando en que la historia fue como una tragedia griega para las mujeres.
Terminada la primera parte, todavía no sabía por qué había valido la pena que yo estuviese ahí como hombre, más allá de mi curiosidad y mi afinidad por ese tipo de eventos. Todavía me sentía desconectado, solamente como un observador pasivo, un man viendo. Me parecía de alguna forma a los otros pelados acompañando a sus novias, o a los niños que salían de la galería en tropel, escoltados por una señora. Yo no era como la señora, ni como ninguna otra de las señoras que caminaban por la sala, deteniéndose con expresión de asombro de vez en cuando.
Más allá, me encontré otra pared con inscripciones. En esta, Lorena confesaba que tomó estas fotos para procesar el duelo que la atacó cuando su madre murió de cáncer, tal como dijeron las mujeres que me hicieron saber de la muestra. Decía también que durante la enfermedad, «los roles se revirtieron» y que ella se convirtió en madre. Que estas fotos marcaron su retorno al oficio, que fueron las primeras que tomó después de dos años lejos de su cámara.
Ahí me detuve. Algo en mí comenzaba a conectarse. Comencé a cuestionarme sin en verdad todo esto era tan ajeno para mí como creía.
Yo he estado en más velorios de los que quisiera, pero nunca había llorado la muerte de un pariente íntimo. Nunca nada me había alejado demasiado de mi cámara. Es más, creo que siempre procuro tomar fotos estando contento. Para mí, la creación de imágenes era más un gozo que una fuente de terapia emocional directa. Pero eso mismo eran estas 22 fotos de mujeres con vestimentas ostentosas y maquillaje abundante frente a las que estaba parado, y por algo me sentía identificado con ellas.
Algunas veces escuché decir que el duelo no solo se da cuando alguien muere.
Me acordé de que no hace mucho había terminado de ver «Amores Perros» y que reparé en un detalle que no recordaba hasta entonces. Al final de la película una frase sale en la pantalla y dice: «porque también somos lo que hemos perdido».
Las reinas que fueron reencarnadas a través de la cámara de Cordero habían perdido su libertad, su ojo, su vida, su cordura, su dignidad, su infancia. Muchas de ellas defendiendo una causa, otras tantas haciendo valer su autoridad.
Estaba parado frente a un alma que se había fragmentado en 22 pedazos y había adoptado 22 formas de reina diferentes para revelarse. Estaba parado frente a una mujer que había decidido luchar contra su tristeza tomando fotos. Ya no podía seguir solo viendo, era imposible. Me acordé de lo que yo había perdido, de lo que mi mamá había perdido. Me acordé de mi abuela con Alzheimer. De cómo mi vieja se desvivió intentando no desfallecer por amainar el golpe que fue el desarme de nuestra familia hace un año. «Chuta, focazo», pensé. Si las fotos me impactaban solo como imágenes fuertes, en un sentido puramente físico hasta ahora, pasaron a impactarme como lo que pretendía Lorena que fueran: espejos de mis propias pérdidas.
Pensé entonces que yo también podía parecerme a la fotógrafa y sus reinas, porque yo también había perdido algo. O sino, por lo menos había vivido toda mi vida rodeado de mujeres luchadoras, que habían sufrido intentando sostenerme a mí y a los míos, intentando no perdernos ni perderse en el camino. Pensé que no tenía que haber vivido un episodio importantísimo de la historia, o haber sido encerrado por mi padre el rey, o liderado un ejército en mi adolescencia cachar que en algo, aunque pareciese insignificante, se asemejaban mis pérdidas mundanas a las terribles experiencias de estas reinas que se erguían frente a mí desde el vacío de sus cuadros.
Capaz a nadie más le pegan las fotos del mismo modo. No todos tenemos abuelas con alzheimer, ni mamás a las que consideremos admirables, ni novias valientes, ni tías que han dado todo por la familia, toda su vida. Capaz soy solo yo, por el mapa que me han trazado mis experiencias. Pero al mismo tiempo, capaz que eso no es así. Yo creo que no puede ser así. No todos vivimos estas cosas, pero todos seguramente hemos visto nuestras vidas cruzadas por mujeres que sí han soportado y superado eventos similares. Todas esas fotos de mujeres con historias impactantes, pueden convertirse en reflejos impactantes de lo que uno ha visto tejerse en su vida por las mujeres fuertes y resilientes que inevitablemente se le han atravesado.
La misma fotógrafa me había parecido un personaje tan peculiar como sus fotos, por las imágenes que había visto de ella. Sigo sin ser fan de su estilo, pero después de la revelación que sentí en esta muestra, encuentro una profundidad en su trabajo que me era desconocida. Creo que ahora ya no percibo las fotos de Lorena Cordero desde su estética de contrastes fuertes, personajes sacados de un cuento de niños torcido, colores opacos y saturados. Aunque tal vez no llegue a afinarme con ese tipo de fotografía, ahora estoy seguro de que su visión del oficio reafirma mucho la mía: la cámara es una herramienta para desnudar el alma.
Ese día, yo que ni siquiera estaba seguro de ir a ver las fotos, me acordé de que había sufrido procesos de duelo, y cerré toda la brecha que creí que me separaba de ellas. Entendí que no tenían que gustarme la estética en el trabajo de Cordero para abrir mi entendimiento hacia sus ideas. Entendí, frente a esas imágenes y a esa sala densa, que como persona con un pasado y unas emociones propias, le debía una reverencia especial a esas mujeres retratadas, y a la que las retrató, por su honestidad. Las reinas, más allá de su majestad, también fueron humanas.
Si desde el inicio tuve que hacer un pacto para dejar de lado mis prejuicios al poner un pie en ese entorno que me incomodaba, siento que no fue en vano. Esas reinas con sus miradas imponentes reflejaron una luz nueva en algunas de mis emociones guardadas. Esa fue la parte del pacto que ellas cumplieron. El pacto que cualquiera hace con cualquier forma de arte es algo así. Uno, sin conocimiento previo, acepta las condiciones del artista o de su obra. A cambio, ellas le devuelven algo de sí mismo que tampoco conocía antes, o al menos no conocía del mismo modo. Supongo que ahora sé que no necesitaba ser una mujer importante del pasado, para volver a entender cómo es que puedo renacer desde mi propia historia.