Acabo de ver «Sin Otoño, Sin Primavera», película ecuatoriana estrenada la semana pasada. Tenía preparado otro tema completamente diferente, pero después de ver la película siento que la coyuntura llama, empuja y hasta obliga. No voy a hacer un profundo análisis. Acabo de verla y cuesta ponerse a pensar con tantas imágenes, palabras, ideas y, por supuesto, música en la cabeza. La crítica me la reservaré para más adelante.
«Sin Otoño» es una ópera prima en un país con un Cine que se está gestando, y parece que va tomando forma, de a poco, y creo que con fuerza. Merece ser vista por la mayor cantidad de gente, porque así como hay que gestar un Cine, hay que crear un público de Cine Ecuatoriano, y una academia que piense este Cine.
Tengo que ser sincero. Yo no tenía mayores expectativas acerca de la película. Creí que me iba a encontrar con un relato desordenado sobre un montón de jóvenes (y adultos rejuvenecidos) burgueses guayacos, con crisis existenciales acerca de su condición de burgueses, y de sus relaciones sentimentales. Pero no, si bien tiene algo de eso, el relato no es en lo absoluto, desordenado, y los personajes parecen ser más complejos. Y digo parecen ser, porque para afirmarlo y argumentarlo necesito más tiempo de pensarla, y verla una o dos veces más.
Mientras escribo esto, escucho (ya como seis veces cada canción) los dos temas de Ilegales que aparecen en la película, y me convenzo más de que es la primera película musical que se ha hecho en este país; la música hace fluir la historia, y esto de “balada punk” (que para mi parecía un eslogan medio pretencioso) toma sentido, puesto que es sin duda una balada punk. «Sin Otoño, Sin Primavera» es una gran canción visual de casi dos horas de duración, llena de referencias personales que están muy lejos de ser poses del director, sino que de alguna manera justifican y potencian una mirada, además de denotar sinceridad en lo qué (y cómo) se cuenta.
Que tiene errores, por supuesto que los tiene… que ya en un análisis más extenso se podrían discutir temas más profundos de contenido (la identidad, la anarquía, lo político en la juventud, ¿lo guayaquileño y lo quiteño es todo el cine ecuatoriano? En fin tantas cosas…) o del rol que la película tiene en tanto que es ecuatoriana, también, o no sé… Podrían existir tantas aristas desde dónde analizarla, y posiblemente el tiempo pase, la vuelva a ver, y mi opinión varíe.
Pero por ahora lo que puedo decir es que hay que ir a verla. Hay que criticarla, y pensarla; la película hace que el tiempo gastado en esos menesteres valga la pena. Y que el análisis extenso, y despojado de tener tan fresca la película, vendrá.