Inauguramos nuestra sección de reseñas con «Sanguínea», la primera novela de la escritora y dramaturga ecuatoriana Gabriela Ponce. Esta una invitación para que te sumerjas en este texto potente.
La fuerza de la desmesura y el exceso. El latido acelerado e irregular de una prosa que ataca por todos lados y no deja que el lector respire y se regodee en la exquisitez. Los riesgos de meterlo todo, absolutamente todo, en la novela, sin interrupciones abruptas que corten el cauce de hechos escabrosos y de escenas explícitas.
Con esta pequeña introducción podríamos aproximarnos a “Sanguínea”, la novela con la que el nuevo sello editorial Severo—llamado así en honor de Severo Sarduy, novelista, ensayista y poeta cubano barroco— inaugura su colección Cobra. Su autora, Gabriela Ponce, es dramaturga, profesora de artes escénicas de la Universidad San Francisco de Quito, miembro del colectivo Casa Mitómana y parte del consejo editorial de la revista Sycorax.
Gabriela estudió la carrera de Sociología y Relaciones internacionales en la USFQ y, posteriormente, una maestría en teatro, con una especialización en dirección y performance, en Illinois, Estados Unidos. A simple vista, este no es un camino muy ortodoxo para alguien que pretenda dedicarse a la narrativa. Pero la escritura no se exhibe en público. Se hace en privado, en la soledad de una habitación propia y al vaivén de las ocupaciones diarias que usurpan el espacio de tiempo dedicado al arte. Y se aprende como se aprende todo en la vida, en una suerte de ensayo y error cuyos frutos no podrán probarse hasta que haya pasado un tiempo. Publicar no es una opción inmediata.
“He tenido una práctica de escritura de siempre. He escrito diarios y, por otro lado, partí de un momento en el que me encontré con cierta literatura, ciertas escrituras que de algún modo me hicieron sentir que podía escribir”, dice Gabriela.
La lista de referentes que acabaron por desenredar la madeja y lanzarla de lleno a la escritura —primero, en su libro de cuentos “Antrofaguitas” y, luego, en “Sanguínea” — es, a pesar de la primacía evidente de algunos, variada. Incluye a Pascal Quignard, Catulo, Clarice Lispector, Marlen Haushofer, Christa Wolf y Roberto Bolaño. Todos ellos son autores muy distintos en la forma de acercarse a la literatura, especialmente en el plano formal.
Después de todo, ¿qué tiene que ver la elegancia y sencillez de Clarice Lispector con la escritura desbocada de Bolaño? ¿En qué se parecen la mesura y la delicada sugerencia de las obras de Lispector y la dificultad excesiva de los ensayos de Pascal Quignard? Pero la literatura es una esponja que absorbe todo. Y así como lo absorbe, lo mezcla y lo convierte en otra cosa.
En “Sanguínea” quizá Bolaño sea el referente más explícito. Porque la novela de Gabriela Ponce, al más puro estilo de Los Detectives Salvajes o 2666 —más allá de las grandes diferencias entre la obra de la escritora ecuatoriana y la del narrador chileno—, no guarda nada bajo la punta del iceberg.
En ella se cuenta absolutamente todo. Abundan, narradas de forma explícita, escenas de sexo. Abundan escenas en que ocurre flujo de la sanguinolento de la menstruación. Proliferan los llantos a moco tenido y a lágrima viva. Y, también, los hechos inenarrables y cuasi inverosímiles.
El mal gusto no es tan malo
Es posible que quien me lea lo haya adivinado. Nos encontramos en la frontera que dibuja los límites entre el mal y el buen gusto. E incluso me atrevería a decir que la hemos cruzado un poco y nos hallamos en el territorio de lo primero. El texto nos lo recuerda a veces. Por ejemplo, en la página 40 podemos leer: “Caminé hacia la puerta y vi en el velador, al lado de la cama, el retrato de una mujer pálida, con una belleza que era única por su asimetría: nariz grande, dientes cortos, ojos inmensos, flequillos rubios, y sentí celos”.
Puede que esta sea una huella de una poética —la teoría sobre la escritura que cada escritor tiene—. Podemos darnos cuenta de que la autora tiene una idea de cuál es el tipo de literatura que le gusta escribir. No ha buscado escribir una novela contenida y elegante que haga las delicias de quienes estén buscando algo sencillo y sugerente. Y tampoco se decantado por un texto difícil y prolijo, al estilo de ciertos escritores barrocos. Se ha dado a la búsqueda de un artefacto impuro, reiterativo e irregular.
Un texto en que las reiteraciones no se consideren un defecto, sino una forma de mostrar cómo nos pasamos la vida hablando de las mismas cosas y alimentando siempre las mismas pulsiones. Un texto en el que se represente la forma en que alta y baja cultura se abrazan en nuestras existencias y nos proporcionan nuestra primera educación sentimental.
La narradora de la novela es consciente de lo último. Sabe que quizá no esté haciendo el ejercicio más sublime ni el más sofisticado de escritura. Un botón se encuentra en la página 86: “Repetirme, en lo que podría ser una escritura infinita, la frase yo esto me lo merezco. Soy una telenovela. Haber visto novelas fue, además de mi educación sentimental, el origen del miedo por los aviones y el gusto por la respiración en el cuello”. No podría ser más explícito: el gusto por lo cursi, por lo sentimental y por la desmesura. Lo que no está del todo mal.
No lo está porque, a fin de cuentas, la literatura no sólo es el campo en que se cultivan los estilos elegantes y las escrituras que se hacen desde un trono de oro. No está supeditada al mandamiento de un mínimo de verosimilitud. Es, también, el terreno en que el mal gusto tiene también su lugar. Como dice alguien cuyo nombre no pronunciaré a causa de su universal y merecida infamia, “quien huye del mal gusto cae en el hielo”.
Y aquí no hay hielo. Hay todo menos frialdad. Estamos frente a la narración de una vida ficticia que transcurre a fuego y se abandona sin titubeos a las posibilidades que le ofrece el mundo. Lo que podría dar la impresión de descuido e improvisación en el estilo. Pero Ponce se ha cuidado muy bien de esos vicios. Lo caudaloso de la narración no excluye la corrección, las marcas de estilo y la inteligencia narrativa.
Abundan las imágenes cuidadosamente intercaladas en la prosa. Y la prosa misma está elaborada con mimo, pues en ella es posible encontrar, de tanto en tanto, aliteraciones, que le dan ritmo y sostienen la lectura en voz alta.
Ponce está consciente de que narrar una historia así no es fácil. Por eso le otorga ambigüedad y hace de quien la cuenta alguien imposible de fiar. Nunca sabemos si lo que nos está narrando pasó realmente o si está presente la exageración. La novelista ecuatoriana sabe el terreno tan riesgoso en que camina y, a modo de defensa ante las miradas irónicas, no nos deja pisar suelo firme. Por ello habría que leer «Sanguínea» con cuidado.
Si no me cree, vaya a la librería Owl del Paseo San Francisco, al Conde Mosca o la librería Tolstoi. Y compre un ejemplar de esta novela. Ya sea que llegue a considerarlo dinero bien o mal gastado, tendrá tema para conversar. Y ya sea que le guste o no lo cursi, porque tolerar lo cursi no es una obligación de vida, vivirá una experiencia nueva e intensa.