El jueves 1 de mayo, feriado nacional, se estrenó Feriado de Diego Araujo. La primera película ecuatoriana en ser parte del festival de cine de Berlín. La segunda, en este año, ambientada en el feriado bancario y la crisis política de 1999. En un inicio, el objetivo de este texto era invitar a ver la película, destacar todos los logros de Feriado -que son varios- y apoyándome del acontecimiento de la censura, recalcar la importancia de esta película para el país. He leído varios artículos que lo hacen y que seguramente ayudarán a que la gente vaya al cine a verla. Sin embargo, y después de darle varias vueltas en la cabeza, siento que es necesario preguntarse: ¿por qué la buena sensación que deja Feriado se va diluyendo con los días?
La película está lo suficientemente bien hecha cómo para ser la primera producción ecuatoriana en Berlín y para que -esperemos- llame a una gran cantidad de público a las salas de cine. Sin embargo, hay algo que no me deja disfrutarla fuera del hecho de que me identifico cómo ecuatoriano. Aunque me veo reflejado en ella, por el lugar y el momento histórico en el que se ubica, si hubiera visto Feriado en un otro festival y la película hubiese sido hecha en cualquier otro lado -ambientada en otros paisajes naturales, políticos y sociales-, probablemente la olvidaría en los siguientes días.
Personalmente me identifico con la historia porque tengo el recuerdo de esos noticieros, porque escuchaba susurrar a mi madre sobre el dinero que iba a perder, porque un amigo de la familia trabajaba en el Banco Popular; porque el día en que el movimiento indígena se tomó el congreso mi papá se parqueó entre dos tanques en la Plaza Grande, para ver qué ocurría. Yo crecí en este país y aprendí a montar en bicicleta alrededor de paisajes parecidos a los de la película, similares a los que Juan Pablo recorre en su bicicleta.
A mi me rozó el país de los noventa, mientras iba tratando de comprender que en el 2000 el mundo no se iba a acabar y que en el colegio los profesores me iban a decir «señor» y no «niño». Eso me vincula con Feriado y es lo que me mantuvo con una sonrisa durante toda la proyección. Hasta el final, cuando la película se desnuda. Es cómo si después de comer un delicioso quimbolito, justo en el último bocado, uno se encuentra con un clavo de olor y queda con la boca impregnada a botica por un buen tiempo.
Dado que este texto se publica después de algunos días del estreno, no revelaré qué ocurre en esa escena final que desubica (cuándo la vean, podrán disentir conmigo o compartir la sensación) y hace pensar por qué los discursos y las ideas en el cine de ficción hecho en este país, no se notan sinceros. Hay un intento desesperado e inconsciente por hacer la “gran película”, la que gane la Palma de Oro y reviente las salas al mismo tiempo. Hay también unas ansias incontenibles por hacer la película que cambie el rumbo del cine ecuatoriano, por hacer la Ratas… de nuestros días.
Eso se nota en la manera como se inserta el tema del feriado bancario cómo un paisaje más, fuera de la vinculación del director, al ser ecuatoriano, con ese acontecimiento, no se siente en la película una razón fundamental para que esté presente. Se nota también en el miedo de explorar el deseo juvenil de Juan Pablo, un deseo lleno de duda y de angustia. Cuándo parece que la película puede sumergirse en la exploración de ese deseo, se detiene.
Esas dos decisiones entonces parecen pensadas como la estructura de una película que debe ser vista, porque se ubica en el feriado bancario y habla sobre la homosexualidad, pero no se juega con ninguno de los dos temas. No lo hace ni con la complejidad del deseo y los conflictos de la hegemonía masculina, ni con la inconformidad de Juan Pablo al verse en una clase social, responsable de la pobreza, la violencia y la discriminación histórica de otros grupos sociales. En ese sentido la película es demasiado inocente. Esa inocencia se da por una ansiedad de querer que funcione en todos los aspectos, que la gente hable de ella, que forme parte de festivales y gane premios y llene las salas, y termina traicionando a una producción importante en el cine ecuatoriano. Y cuándo hablo de sinceridad, me refiero a ser claro con las intenciones.
Si se quiere hacer un cine que cumpla con parámetros de mercado y pretenda generar ganancias hay que hacerlo así desde un principio y con coherencia, las películas que venden no necesariamente son malas, que no desafíen al espectador/a eso es otra cosa, pero claro está que esa no es su intención. Asimismo, del otro lado, una película que pretende entrar en un mercado considerado como alternativo (el de festivales, clínicas y laboratorios) tiene que ser coherente con eso. Esa coherencia genera productos culturales claros, en los que se sabe de sus intenciones y sus objetivos. Yo no sé si Feriado quería remover al público (así no sea masivo), recorrer festivales o llenar salas.
Feriado me hace pensar en la necesidad de que la ficción regrese a ver al documental. El cine en Ecuador habla documental pero balbucea ficción. En el documental sí es posible hablar de un cine ecuatoriano con líneas similares que lo atraviesan, hablar de un lenguaje en común y una forma consistente de hacer películas. Entonces no es un tema de que no hay historias, personas capaces de ejecutarlas o los recursos necesarios. El problema -o al menos uno de ellos- es que la sinceridad y la claridad de lo que se quiere contar en la ficción se termina diluyendo en el proceso, en las clínicas de guión y en los laboratorios, en la peregrinación por festivales en búsqueda de dinero y visibilidad; y así mismo se terminan diluyendo las historias. Creo que todavía no ha pasado en la ficción lo que ocurre cada vez más en el documental ecuatoriano, y es que lo que se decide proyectar en una gran pantalla parta de una necesidad imperiosa e impostergable de decir algo, sea una palabra, un grito o un silbido. Y es esa necesidad, que inclusive supera al autor/a, la que terminará entregándonos relatos sinceros que aprovechen la capacidad que el cine, cómo lenguaje, tiene para hacer estallar el mundo.
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