La Grande Belleza: el vórtice de la mundanidad

por Sebastián Espín Meneses

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Viajar es útil, ejercita la imaginación / Todo lo demás es desilusión y fatiga / Nuestro viaje es enteramente imaginario / Ahí reside su fuerza / Va de la vida a la muerte / Personas, animales, ciudades y cosas, es todo inventado / Es una novela, nada más que una historia ficticia / Lo dice Littre, él no se equivoca nunca / Y además, cualquier puede hacer otro tanto / Basta cerrar los ojos / Está en la otra parte de la vida.

L-F. Céline, “Viaje al fin de la noche”

                                                                                    (Cita con la que empieza el film)

La Gran Belleza

calificación:

Rating - Los Detectives Fantasmas 4/5

La Gran Belleza

Duración: 142 minutos

Directores: Paolo Sorrentino

Elenco: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli

Todo inicia con la muerte, todo inicia con la vida. Dos caras, un mismo y recurrente principio; Eros y Thanatos. En este juego poético que es “La Grande Bellezza” de Sorrentino, estamos frente a la vida en su expresión más humana, creadora y vigorosa. Roma es el escenario de unos seres aburridos, caóticos, pretenciosos, temerosos y hedonistas. Los romanos (el ciudadano de Roma por su orgullo tiende a llamarse a sí mismo cómo romano antes que italiano) de esta historia son la expresión más pura de sus vicios y sus placeres, pero a diferencia de las representaciones contemporáneas (El Lobo de Wall Street y American Hustle) de estos placeres, Sorrentino nos recuerda el origen divino de la orgía, la dionisiaca y la bacanal, aquel origen primaveral, creador, reproductor y maravillosamente humano.

Pero también nos coloca frente a la muerte desde su perspectiva silenciosa, mística, inminente y sin violencia. Aquella representación de la muerta más mitológica y diferente a la vertiginosa y carente de sentido, la cual estamos acostumbrados a ver en los grandes box office en cartelera. Así, a través de tres momentos y con tres personajes claves para la historia, la muerte se nos presenta sagrada, ritual y liberadora en cada uno de ellos; pero siempre ligada a su relación con la vida y su jolgorio como elemento más puro y reivindicador de lo humano.

En esta labor, Toni Servillo (actor fetiche de Sorrentino) interpreta a Jep Gambardella, un exitoso periodista cultural y escritor de un solo e icónico libro (l’apparato umano, que lo escribió cuando tenía alrededor de 30 años, ahora tiene 65). Gambardella representa al sujeto consciente, que añora su juventud, su primer amor y su sensibilidad. Vive atrapado entre su imposibilidad de escribir otro libro y los recuerdos que tiene de aquella mujer (la mujer como arquetipo en esta película es esencial, como sucede con las musas de Guido Anselmi en Otto e mezzo), que fue su primer amor, su primer encuentro εροτικον (erótico), reminiscente, ausente e incompleto. Gambardella llega a Roma a los 26 años e inmediatamente percibe lo que denomina como el vórtice de la mundanidad, al darse cuenta de aquello sabe que no puede ser uno más, sabe que tiene que convertirse en el rey de lo mundano. Y en este caso, lo mundano representa lo más humano, en el sentido más amplio del término. Gambardella, no sólo es presa de sus pasiones, las vive intensamente. Tiene claro lo más hermoso de su humanidad, su fragilidad como sujeto y su fortaleza como ser humano: etéreo, mortal y fútil. Hijo del Prometeo de Goethe, aquel que ama y glorifica lo más humano que hay en sí.

La Gran Belleza

Por otro lado, Sorrentino nos muestra una Roma en tres facetas: la imperial, imponente, de dioses y misticismo; la Roma Católica, creyente y religiosa, de monjas, párrocos, coros y templos; y la Roma cosmopolita de edificios, vallas publicitarias, música house, salsa, turistas y migrantes. Todos estos elementos conforman a la nueva y sincrética Roma que trata de replantearse como ciudad en el mundo, que se niega a dejar atrás su tradición imperial y que tiene en su seno al catolicismo como uno de sus ejes fundamentales. Con estos elementos muy presentes en la película, Sorrentino nos guía visualmente a través de una ciudad-imperio, una ciudad escasamente habitada por romanos, en la que tan solo queda una nostalgia que viaja por ruinas, templos y piletas con bestias de mármol.

Con esos recursos en pantalla, Paolo Sorrentino expone una clara madurez, ha soltado por fin sus excesivas aproximaciones hollywoodenses y regresa a su esencia italiana. En La Grande Bellezza casi como un sueño, nos llega la implícita presencia de La Dolce Vita  y Otto e mezzo de Fellini. Ahora, después de casi 60 años de que Fellini retratara la turbulenta vida de Marcello Rubini, en esa mágica Roma en blanco y negro, Paolo Sorrentino asume una arriesgada labor y explora nuevamente a la ciudad-imperio, y lo hace a través de los ojos del veterano y nostálgico Jep Gambardella. Lo hace con gran sencillez y lucidez mientras busca esa esquiva Grande Bellezza. Así parece recoger los pasos de Rubini y de todos los romanos que ante la mirada marmoleña de sus dioses desnudos, se han regocijado de su humanidad a través de la historia.

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