De cómo cuando la tierra tiembla, tiembla también el alma

por Martín González
Hace un año hubo un terremoto y Javier Andrade sintió el sacudón como un llamado a su casa, a Portoviejo. Fue con una cámara para ver qué registraba de su ciudad quebrada. Regresó con una película en la que desnudaba a su familia.

El 16 de abril de 2016 cambió la historia del Ecuador para siempre. La tierra tembló durante 52 segundos y le dio la vuelta a la vida de millares de personas a lo largo de la costa ecuatoriana.

Manabí fue la provincia más afectada por el sacudón. Portoviejo, una de las ciudades que más sufrió sus consecuencias. Javier Andrade (Director de las películas Mejor No Hablar de Ciertas Cosas, La Casa del Ritmo), no pudo darle la espalda al lugar donde creció, y desde Quito, se fue corriendo con una cámara para registrar algo de la vida que quedaba entre los escombros. El resultado fue un documental: 52» (cincuenta y dos segundos).

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Stills de 52». Cortesía de Ana María Hidalgo.

El terremoto se dio en un sábado. Javier viajó a Portoviejo el martes, y entre el domingo y el lunes una de sus mayores preocupaciones fue conseguir una cámara y un micrófono para ir y obtener un registro. «Me parecía importante que alguien más allá del periodismo y alguien de ahí de Portoviejo tuviera lo que sea, un registro de lo que sea». Cuando llegó dividía su tiempo entre ayudar a su viejo a recomponer su negocio y filmar lo que pasaba en la zona cero.

Javier fue encontrando poco a poco un lugar por el cual apuntar la cámara hacia la gente y documentar lo que sentía mientras llegaba a los escombros por sus cosas y se movilizaba a los albergues: «Era un proceso más que de preguntar, de escuchar. De ir filmando e ir escuchando porque la gente quería contar». Así transcurrieron las dos primeras semanas de filmación, divididas entre la ciudad y la familia.

A la par de todo, mientras Portoviejo trataba de levantarse, en la familia de Javier trataban de proteger la inocencia de Mila, la sobrina mayor, que estaba a punto de cumplir tres años, pocos días después de la tragedia.

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Para Javier fue natural dirigir la cámara hacia adentro del hogar, y así desapareció la distancia. Eso que dicen que es fundamental para sostener un documental, se fue por la borda, porque no había otra manera de convertir el material que Javier estaba registrando en una película. Al menos en un inicio, y Javier no se arrepiente.

Dice que quizás no hubiera podido hacer la película si no hubiese sido así: él solo con la cámara, irrumpiendo en su hogar al mismo tiempo que caminaba por su ciudad. Quizás sus paisanos no le hubieran parado bola en la calle, y quizás no se hubiera podido redescubrir tanto a sí mismo si no hubiera llegado a incomodar a todos en su casa al ponerlos frente al lente.

Pero en algún punto iba a tener que despegarse y encontrarle algún sentido narrativo al asunto. Para eso lo ayudó Carla Valencia, documentalista curtida, quien entró con él al proceso del montaje para ordenar el material en secuencias cinematográficas. Ella estuvo presente en los primeros tres o cuatro cortes, dice Javier.

Ahora, a semanas del estreno, cuando la película está a punto de cerrarse, el director regresa a ver atrás y sonríe expectante pero respira por haber terminado la primera parte de un proceso vertiginoso.

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El documental desde el inicio se planteó como una forma de ayudar frente a la catástrofe. «Si hubiera ido a construir una casa, tal vez no quedaba bien hecha. Y en cambio, mandar una lata de atún era muy poco». Uno ayuda desde lo que sabe, y Javier Andrade sabe hacer películas. Por eso la meta fue armar el documental en tiempo récord y estrenarla a un año del terremoto para recaudar fondos para su gente, porque era obvio que Manabí iba a necesitar ayuda todavía.

Un año es poco para desarrollar una película de esta magnitud. Tal vez podría decirse que no es suficiente. Pero Javier está seguro de que pasó como tenía que pasar. «Si me demoraba más, no hubiera hecho algo mejor, sino una película más cerebral y menos visceral». Y frente a un terremoto, tal vez es más coherente actuar desde las tripas.

En el proceso no solo reconectó con su familia, sino con su oficio, dándose cuenta de las posibilidades de filmar solo, como un ejercicio de repaso de su técnica con la cámara, lejos de su estilo habitual más centrado en la silla de dirección. Y esto se expandió hasta el montaje, puesto que la estructura de la película lo obligó a usar su voz en off, un recurso que no le gusta mucho.

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Al final, lo que queda no es una película sobre cómo un terremoto sacude la superficie de la tierra. Sí una de cómo sacude los cimientos de una familia. Y eso era importante, porque el documental no debía estar atado a la coyuntura, sino a contar algo más allá: «Uno muere pero las películas quedan. Tal vez mis sobrinas puedan ver esto en unos diez o quince años y decir: ‘así fue el terremoto para nuestra familia’. Y ojalá y eso pase también con el espectador. Que vea a su familia y piense en su proceso».

Aquí tienen el trailer del docu que, por cierto, estrenará en los 16EDOC

 

 

 

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