Vimos hundirse la noche

por Edu Carrera
NOCHE

Diseño: Marx Corella

Vimos hundirse la noche

Desde la perspectiva de un curador, investigador, escritor y gestor cultural

Por: Edu Carrera

 

noche

SEXO; Christian Proaño, Instalación, No Lugar, 2013

¿qué le hace la noche a las imágenes? / ¿qué le hace la noche a la escritura? 
La oscuridad ¿afecta tu forma de escribir?

 

Nos gusta pensar que vivimos a la luz del día, pero medio mundo está siempre a oscuras; y la fantasía, como la poesía, habla el lenguaje de la noche ”


Ursula K. Le Guin, El idioma de la noche

La noche es una imagen cargada y un concepto asociado con el misterio, el drama y la muerte. También está asociado con la fiesta y las nociones de seguridad, sobre todo para cuerpos que no habitan a la luz del día. Sexo, muerte, romance, magia, terror, asombro, alienación y libertad: la noche invita a una mirada de asociaciones a menudo contradictorias. Durante siglos, lxs humanos se han sentido atraídos por los misterios y las maravillas de la noche y sus posibilidades perceptivas y poéticas.

A finales de los ochenta e inicios de los noventa en Quito se percibía un aire “cosmopolita”, —aún conservador con las disidencias sexuales—. Sin embargo, al ser Quito la capital del Ecuador, hubo mucha migración interna desde provincias a las grandes ciudades. Lxs LGBTIQ+ sentían que podían ser libres, muchas huían de sus familias quienes no las aceptaban como parte de sus núcleos, y buscaban en la noche quiteña un refugio. Las personas no heterosexuales, al igual que los indígenas, eran parte de los grupos marginados y discriminados. Además, debían afrontar los prejuicios sociales y los estigmas que caracterizaban a sociedades mezquinas y separatistas, como lo eran —y lo son— la quiteña y la guayaquileña, cuyas ciudades son las receptoras principales de esa migración.

La calle Carrión, el tramo actualmente conocido como la Plaza Foch, era un sector donde había ambiente LGBTIQ+: bares, discotecas, karaokes y comida —se accedia a través de códigos secretos; todos eran lugares clandestinos y/o discretos, ya que ser homosexual era motivo suficiente para ser encarcelado—. Fue allí donde se vio a la Satanacha por última vez. Una semana después encontraron su cuerpo en las orillas del río Machángara entre el centro/sur de la ciudad de Quito. Purita y Nebraska del colectivo Nueva Coccinelle comentan que algunas personas del mundillo la vieron con dos onvres, que esa noche de fin de semana la Satanacha estaba comprando comida rápida, se subió a un auto, y no se volvió a saber de ella.

La oscuridad psíquica, la oscuridad interior, aparece por una separación exterior/interior (luz/oscuridad) que sucede no sólo una vez y de forma definitiva, sino que esa separación luz/oscuridad ocurre constantemente a lo largo de nuestras vidas relacionales. En la oscuridad, el “giro performativo” hace que un cuerpo se afirme y se presente sin vergüenza, sin culpa, y sin necesidad de justificaciones. En el caso de Satanacha y de muchas mujeres trans*, el contacto relacional y sexual con el Otro —en un mundo cishetero normativo— no es un asunto de la ley simbólica, sino de contratos perversos. De frágiles imaginaciones negociadas que siempre pueden deshacerse.  

La noche y la oscuridad son también territorios que se resisten a ser fijados en una definición. Su textura borrosa se compone de todo tipo de atmósferas, afectos, anhelos e historias huidizas, que buscan ensayar otras formas de relacionalidad, de deseo, de estar juntas. Las disidencias sexuales nocturnas no operan bajo la forma del adecuarse, del ser y del hacer, sino bajo las formas oscuras y sombrías del deshacer, de desarmar, de transgredir y de resistir.

Caminar juntas por la noche ofrece múltiples posibilidades de encuentro: en un primer momento, el desconocimiento del entorno es acompañado por curiosidad y deseo por lo incierto. A continuación, la oscuridad se transforma en un espacio de lo común, donde transitan otros cuerpos que también se dirigen fascinados hacia la desconocida penumbra. Cuerpos que logran reconocerse con poca luz, cuerpos que se reconocen en la noche por esos «rastros, destellos, residuos y manchas». Cuerpos que necesitan de la oscuridad para resistir la monotonía de una vida estéril, cuerpos que necesitan de la noche para expresar la relación entre sus pensamientos, sus deseos y sus pulsiones de vida.

La noche como espacio de posibilidad para existir, para que otras vidas que no se cuentan durante el día, se cuenten, y como una estructura de sensaciones para aprehender sobre lo efímero y lo indómito. Su naturaleza profundamente andrógina, esquiva, incontrolable, experiencial y deseante hacen de lo nocturno un registro fugaz y residual que, como apuntaba José Esteban Muñoz, se compone de “una suerte de evidencias de lo que ha transpirado pero que ciertamente no son la cosa en sí misma”.

Una mirada voyeur, con poca luz, a oscuras, resuena con la misma fuerza que los túneles mitológicos que parecían conectar nuestro mundo con el de los difuntos, se abre un umbral. Lo que contemplamos, quizá, se trata de una de las más bellas —y por eso mismo, de las más terroríficas— recreaciones de la memoria. Mientras el fantasma, sumido en las sombras, se-da-a-ver, el ser humano, mediante el acto desesperado pero soberano de su mirada, acaricia cuerpos. Estructura la materialidad del cuerpo en la oscuridad y camina con él de la mano. De lo cual cabría deducir, contra todo pronostico, que lxs hijxs de la noche son hijxs del teatro, o como le gustaba decir a Jean Genet, hijxs del circo, y que no es en el sexo, sino en la oscuridad, en la poesía y en el robo, donde reside la dimensión pasional del amor marica

Escribir es quizás, un señuelo de la oscuridad, una extremidad de la noche. 

 

Quito, 05 de julio de 2021

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