Sobre Facebook y pánicos morales

por Luciana Musello
Mientras nos enfoquemos en pánicos morales del tipo: «Los algoritmos de Facebook son malos para la autoestima de las adolescentes», Facebook seguirá ofreciendo pequeños «ajustes» y nosotros seguiremos aplazando la discusión clave: La comunicación global no debería estar en manos de un monopolio.

Diseño: Marx Corella

A inicios de octubre, mientras Facebook se recuperaba de la caída de todas sus plataformas a nivel mundial, Frances Haugen, ex empleada de la empresa, se presentó ante el Senado de Estados Unidos para denunciar los efectos nocivos que Facebook, ahora renombrado ‘Meta’, tiene sobre la sociedad. Amparada en miles de documentos filtrados, la informante señaló que Facebook ha puesto su interés económico por encima del bien común, y que sus productos “dañan a los niños, avivan la división y debilitan nuestra democracia”.

Al detallar estas declaraciones, Haugen dio a conocer una investigación interna de Facebook que sugiere que los contenidos recomendados algorítmicamente por sus servicios tienen un impacto negativo en la salud mental de usuarios adolescentes, información que la empresa ha decidido ignorar. Como era de esperarse, fue esta revelación la que se llevó buena parte de los titulares alrededor del mundo y así, “el problema con Facebook” quedó reducido a un pánico moral: los malvados algoritmos amenazan a nuestra indefensa juventud. 

Mi argumento es que al encuadrar la polémica de esta manera, Haugen desvió la atención de un problema que debería preocuparnos más: Facebook, que también es dueño de Instagram, WhatsApp y Messenger, es un monopolio que controla la comunicación digital global y que ha centralizado la arquitectura del internet. Frente a esta situación, que pone en riesgo nuestro derecho a la libre comunicación, la idea de “algoritmos malvados” es, al menos, una simplificación peligrosa. En otras palabras, al presentar su crítica en estos términos morales, Haugen le hizo un favor a Facebook. Quisiera explicar por qué. 

Un pánico moral describe un sentimiento exagerado de miedo o temor frente a algo que, en determinado momento, parece poner en riesgo “los valores de la sociedad”. A lo largo de la historia, los pánicos morales se han enfocado en los “efectos” de las nuevas tecnologías que, por su misterio o complejidad, han servido como el chivo expiatorio perfecto de nuestras ansiedades culturales y nuestro percibido declive moral. En la antigua Grecia, por ejemplo, Sócrates ya condenaba el alfabeto y la escritura sosteniendo que estos inventos destruirían la memoria. A partir de los años cincuenta, los pánicos morales se concentraron en la televisión y después en el video: “los cortes rápidos reducen la concentración”, “ver contenido sugerente promueve las relaciones sexuales precoces”, “los videojuegos hacen violentos a los niños”. Hoy, el nuevo culpable son los algoritmos de las redes sociales que “nos encierran en cámaras de eco”, “polarizan a la sociedad”, “generan adicción” y “afectan nuestra salud mental”.

Estas narrativas son problemáticas porque responden a un entendimiento de la comunicación en el que los medios son vistos como agentes poderosos, y las audiencias o los usuarios somos manipulables, predecibles y pasivos. En este sentido, la fórmula de los pánicos morales no solo promueve una actitud indefensa frente a las nuevas tecnologías, sino que reduce la complejidad de la comunicación a simples relaciones de causa-efecto. Así, los pánicos morales tienden a ofrecer explicaciones apresuradas y alarmistas que desplazan reflexiones más críticas sobre la influencia de los medios en nuestra sociedad. 

Consideremos de nuevo el caso de las revelaciones de Frances Haugen. La fórmula “los algoritmos de Facebook afectan la autoestima de las adolescentes” suena convincente, produce titulares catchy e incluso parece ser una crítica dura a Facebook. Como en todo pánico moral, el responsable es señalado, hay indignación, se piden correcciones y hasta regulación. Facebook saca comunicados de prensa, trata de limpiar su imagen. Días después anuncia que implementará funciones para alejar a los adolescentes de contenidos nocivos. Así, el problema parece haberse resuelto con buenas intenciones y unos pequeños ajustes, y nosotros cambiamos de tema sin haber cuestionado a Facebook en términos que no sean morales.

Esta es la desventaja de encuadrar “el problema con Facebook” como lo hizo Haugen. La retórica de los “efectos de los algoritmos” no modifica nada de fondo, y de hecho impide que hagamos una crítica más contundente. El problema con Facebook no es que sus algoritmos afectan la autoestima de las adolescentes. Eso es solo un pánico moral. El problema con Facebook es que se trata de una sola empresa que concentra enorme poder político y económico a nivel global. El problema con Facebook es que sus prácticas anticompetitivas han modificado la estructura del internet en un arreglo centralizado, comprometiendo el libre flujo de información. Esto fue evidente cuando sus plataformas cayeron en todo el mundo y las comunicaciones de más de 3.000 millones de personas se vieron interrumpidas. 

En otras palabras, el problema con Facebook es que un monopolio como Facebook existe. Esta situación continúa complicándose ahora que la empresa ha anunciado su incursión en la realidad virtual y las experiencias inmersivas, lo que supondrá niveles más profundos de intermediación de sus productos en nuestra vida cotidiana. Pero de esta concentración de poder hablamos mucho menos. Las cámaras de eco, la adicción a las redes sociales y los efectos indeseables de los algoritmos resultan más llamativos.

El problema con Facebook es que un monopolio como Facebook existe. Imagen: Pexels

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¿Qué hacer en este escenario? En EE.UU., el caso antimonopolio contra Facebook fue abierto en diciembre de 2020. Esta demanda obligaría a la empresa a vender activos como Instagram o WhatsApp con el fin de disminuir su escala e influencia, un primer paso para proteger nuestras comunicaciones digitales. Sin embargo, el debate antimonopolio avanza lentamente, opacado, como hemos visto, por otras narrativas. Por eso es urgente cambiar el encuadre. Tratemos de ir más allá de pánicos morales que nos desempoderan y que lo simplifican todo. Cuestionemos los lugares comunes que usamos para hablar de redes sociales: la idea de que “somos adictos”, por ejemplo, no nos hace ningún favor. Procuremos analizar el gran panorama de las cosas, solo así podremos dar cuenta de las relaciones de poder que definen nuestra vida pública. Todo siempre es más complejo. Es hora de que salgamos de este impasse moral.

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