¿Pagado o gratuito? ¿Nacional o Internacional? ¿Masivo o de pequeña escala? Cada vez hay más festivales musicales en nuestro país, y mientras se propagan, vale la pena echarles un vistazo y tratar de averiguar a dónde van y qué hay detrás de ellos.
La escena de la música independiente en nuestro país está en ebullición y continúa. En los últimos cinco años, hemos visto una propagación impresionante de bandas con propuestas distintas. Todas ellas buscan crecer para pegar entre un público cada vez más exigente.
De repente, con tantas bandas ansiosas de tocar para más y más gente, comenzaron a propagarse también los festivales casi como una consecuencia natural o una necesidad urgente. En el último par de años, festivales privados de todas las dimensiones y tipos han brotado con fuerza. Lo han hecho incluso en rincones de nuestro país donde antes hubiera sido casi impensable ver una tarima con más de dos bandas alternativas seguidas.
Tal ha sido el crecimiento, que hoy por hoy, parece que la oferta de festivales de música alternativa llega a sobrepasar a la oferta de bandas. Por momentos, parece que hay más escenarios que músicos, o que público. Por momentos, parece que la escena alternativa está bullendo tanto que vibra al borde de la saturación. Entonces, cabe preguntarse: ¿realmente es rentable hacer un festival privado en Ecuador?
¿Cobrar o no cobrar?: ese es el dilema
Antes de lo que podríamos considerar el boom de los festivales privados, la música independiente de nuestro país se movía predominantemente en un entorno marcado por la gratuidad. Los fondos públicos eran el colchón sobre el cual los gestores podían arrimarse antes de levantar sus tarimas y convocar a las bandas. No obstante, la realidad comenzó a cambiar hace rato.
Para bien o para mal, esta es una cuestión que todavía se debate entre los gestores de festivales, y que tal vez tome un tiempo sortear hasta que el público pueda convivir con la idea de ir a un concierto gratis, y pagar por ir a otro.
«La gratuidad es un tema que le ha hecho mucho daño a la música a nivel mundial» sentencia José Fabara, organizador de El Carpazo y trombonista de Rocola Bacalao. «Tal vez al principio está bien tocar de manera gratuita para conseguir gente, conseguir fans, conseguir que la gente te conozca, pero después no y la gente se mal acostumbra.» El Carpazo nació de esa preocupación.
Desde su primera edición en el 2011 se promocionó como un festival pagado, y se podría decir que marcó una tendencia para los que vinieron después. Ahora, con cuatro ediciones a cuestas, el «Flaco» (como lo conocen en la escena), sigue entendiendo desde su gestión que el crecimiento implica también subir los costos: «Yo estoy consciente de que El Carpazo es un festival que cuesta mucho y no toda la gente tiene 40 dólares para gastarse en un fin de semana. Entonces, la gente por ese lado tal vez tiene derecho a quejarse».
Por su parte, Bernardo «El Negro» Torres, co-fundador de El Descanso en Cuenca, afirma: «En verdad no entiendo cuál es la idea de ver a todo evento independiente como gratuito. Considero un poco absurdo, me da la idea que no se valora todo el esfuerzo que conlleva. Al fin y al cabo, un músico se prepara un montón de tiempo para lograr que una pieza funcione en la mente de un público cada vez más exigente. Es algo que debemos pagar por ver. Es clave valorar primero lo que hacemos en nuestro país.»
Luego está Pancho Feraud, cabeza del Funka Fest, quien dice que vivimos un buen momento para la producción de este tipo de eventos, y que la gratuidad está bien como un móvil de la cultura en general, pero: «tiene que existir un equilibrio. Todo en exceso hace daño y yo creo que si tenemos demasiados eventos gratuitos que prácticamente compiten con los eventos pagados, vamos a tener un problema». Para el gestor guayaco, pagar por arte es un ejercicio, uno complicado, que todavía se le dificulta a los músculos de nuestro público en general.
Si pensamos que nuestro público está habituado a un medio donde los conciertos gratuitos predominaban, parece haber una relación inversa entre su crecimiento y el de los festivales. «En Ecuador no estamos listos para hablar de industrias musicales. Creo que si bien hay un público que ha sido trabajado y ha sido incitado a acercarse a la industria musical, sigue siendo una minoría. En este punto hay más propuestas musicales que oyentes», dice Miguel de la Cueva, bajista de Descomunal y cabeza del Canoafest.
Como él lo ve, la movida está por otro lado. Si la escena aún no tiene un público que sostenga a los festivales pagados, el trabajo está en despertar a otros espectadores. Piensa que la forma más poderosa de hacerlo todavía es pelear por una gratuidad sostenible. Por eso, su trabajo está orientado hacia Canoa, un pueblo del norte de Manabí que vive del turismo casi totalmente, y donde los horizontes socio-económicos son muy estrechos, mucho más desde el terremoto. Miguel incursionó en la zona por el amor que le tenía desde la infancia cuando iba a visitar ahí a su familia. Él entiende su festival como una forma de trabajo comunitario desde el arte. Dado que se mueve en un entorno donde el público aún es incipiente, busca evolucionar sin cobrar entradas.
Si bien su visión difiere de la del Flaco Fabara, el Negro Torres, o la de Pancho Feraud, gestores que se mueven en ciudades grandes, hay un punto que los une: la necesidad de despertar al público. Conscientes de que no hay cabida para dar marcha atrás, asumen una carga que está mucho más allá de cobrar por la música. «Como seres humanos deberíamos apuntar siempre a la evolución», dice Feraud. «Esta es una gran industria en el mundo, debería empezar a serlo aquí también», agrega Torres.
Como consecuencia de este empuje por desarrollar otros festivales privados y colectivos, han aparecido en lugares como Riobamba (Mutant Festival), Santo Domingo (Kasamaraymi), o Tulcán (North Groove Family). Todos replican más o menos el mismo modelo y demuestran estar llevando a cabo un esfuerzo enorme por reunir a bandas importantes de la escena y por despertar al público desde sus polos. No obstante, para mantenerse a flote y poder competir con la oferta creciente, todos se ven enfrentados a otro paradigma.
La lucha por la sostenibilidad
No por cobrar una entrada los gestores se ven exentos de tocar puertas para buscar auspicios, de ampliar la oferta más allá de las bandas, de marketear sus proyectos. Más aún si todavía buscan poner a funcionar un modelo sustentado en la gratuidad. Dado que el amor por la música no basta por sí solo, «En la mayor cantidad posible, se debe buscar financiamiento en fondos externos. Aún no estamos en posición de depender al 100% del público. Hay muchos factores a considerar», dice el Negro Torres. «Así como ha crecido tan rápido en los tres últimos años esta tendencia de consumo de música en vivo, también se puede venir abajo por factores ajenos a nosotros. Hay que manejarse con cautela».
El Carpazo, por ejemplo, apareció en su primera edición con una entrada que costaba 15 dólares por alrededor de 7 bandas. El año pasado, en su cuarta edición, tocaron 14 bandas, de las cuales tres eran internacionales, y el costo del ticket casi se triplicó. Ahora, la carpa se alista para su quinta edición. No obstante, sacar el evento a flote cada año ha sido una tarea titánica peleada a pulso. «Es duro lograr que un proyecto así sea sostenible. Todavía no logramos eso», dice el Flaco. Siendo el suyo el festival privado referente en nuestro país, podríamos decir que casi todos se ven en la misma pugna.
Ampliar la oferta implica buscar recuperar lo que la taquilla no da, con la venta de alimentos, la organización de ferias de diseño, la inclusión de artes visuales o escénicas en el programa, y con una búsqueda constante de auspicios y aliados. El trabajo es doble, si de entrada no existe un afán de cobrar la entrada. En este contexto, un festival ahora se ve en la obligación de consolidarse como una marca para salir adelante y para atraer a más consumidores.
Al hacerlo, cada uno tiene su propia ambición. Unos quieren proyectarse hacia lo internacional, otros luchan por ganar terreno firme para consolidarse como una plaza musical segura y otros le apuntan a utilizar la música como un vehículo de transformación social.
Para Feraud, por ejemplo, el Funka Fest está hecho para enganchar al público y para sorprenderlo. Y la forma de hacerlo ha sido reunir dentro del mismo espacio a todos los «micro-movimientos culturales» de Guayaquil, como él los define. Las personas dedicadas al teatro, a la música e incluso a las artes culinarias, se ven congregadas bajo su iniciativa para apoyarse entre sí y darle a la ciudad algo que era necesario desde su visión. Él ve su crecimiento como algo progresivo. Si antes el Funka Fest tuvo dos bandas internacionales, y ahora convoca a cuatro. Espera mantener ese nivel en el futuro, aunque no se aventura a decir qué pueda pasar.
Miguel de la Cueva busca seguir moviendo las cosas en Canoa para despertar a su gente y convertirla en un modelo exitoso de intervención del arte en una comunidad desfavorecida. Todo gira alrededor de la creación de un «espacio de encuentro». Desde ahí, el objetivo es «que eventualmente pueda salir una idea muy local de cómo enfrentar la música». Con todo este bagaje en mente, piensa que está en un punto del proceso en el cual no puede cobrar por el espacio para permitir que sea fértil y que su público en particular se nutra de él. Su oferta está pensada para ofrecer a la gente una experiencia, un conjunto de sensaciones conectadas por la música pero que involucran surf, arte y comida. En general, mover a la comunidad a conectarse a través de la música.
El Negro Torres, por su parte, piensa que en Cuenca, su trinchera, hay lugar para seguir convocando a la gente para consolidar la ciudad como una plataforma de bandas nacionales, y como un polo atractivo hacia lo internacional. Desde su experiencia, todo está en las conexiones: «Pienso que el estar relacionado desde el colegio con amigos músicos o artistas, fomentó a que ellos mismos consideren apoyarnos pagando una entrada. Por ahí nos necesitábamos mutuamente a que empiecen a pasar cosas en la ciudad.» El Descanso fue para él un momento de unidad de una escena dividida, donde hacía falta un lugar de cohesión y promoción fuerte para muchas bandas a la vez. Ahora, después de dos ediciones exitosas, dice que «sí es una tremenda apuesta, todo puede pasar. Está creciendo y por ahora la visión es generar una marca como festival internacional.»
Por otro lado, el objetivo de El Carpazo, para Fabara, no es crecer muchísimo ni volverse millonario. Por el contrario, se resume en «crear una buena plaza para que las bandas locales y bandas internacionales independientes tengan un buen lugar donde tocar y así aportar con darle vida a la ciudad. Yo siempre me he metido el bichito de producir cosas para que sucedan cosas. Entonces aportar, esa es la motivación principal de El Carpazo.»
Más allá de su motivación particular, todos concuerdan con que los festivales son parte de un proceso con una dosis considerable de experimentación. Algo de lo que se sigue aprendiendo, algo que conlleva muchísimo empeño y muchísimo corazón. Sea con un afán de solidificar lo local, o de proyectarse en grande hacia lo internacional, parece ser que todos comparten la esperanza de movilizar a la gente y ser sostenibles a su manera. En el fondo, la motivación es potenciar la música, mover a la gente, arrancar con una industria.
Mientras se multiplican este tipo de iniciativas, les queda un cuestionamiento grande por hacerse para avanzar en conjunto, sin causarse tropiezos entre sí.
¿Qué hacer para convivir?
«Tiene que haber buena comunicación entre todos» dice Fabara, y con él, resuenan como eco las voces de todos los demás. «Hablarse, mantener una comunicación certera e intentar no dañarse», agrega Torres. «Aprender, entenderse, no juzgarse, no pisarse la manguera, no programarse muy cerca, son cosas básicas que se logran hablando», agrega Miguel. «Es cuestión de no pisarse entre todos y entender cuál es el espacio que le corresponde a cada uno. Si ofrecemos lo mismo todos, no tendría sentido», añade Feraud.
Hablan también de juntar esfuerzos: «Es bueno encontrarse en espacios. Alguna vez hubo una Red Ecuatoriana de Festivales. Sería bueno retomar esa idea, poder tener comunicación, tener un grupo. Generar un compartir de saberes y experiencias creo que sería bastante importante. Creo que nos ayudaría bastante a entender las cosas». dice Miguel.
Mientras estos mandamientos se van consolidando entre los gestores, las cosas no son lo suficientemente claras como para atinar a saber si hay espacio para todos. Todavía se habla de un público «limitado», al menos en cuanto al interés de ir a un evento como estos y pagar por él se refiere. Tampoco está claro el panorama de cuántas nuevas propuestas podrían aparecer para llenar las plazas que se están creando. Por lo pronto, hay que ejercitar el músculo, incentivar a que la gente se adueñe de la música independiente que se produce en su país. El público recién está despertando, y eso parece ser lo único que está claro.
«Los gestores o los promotores que se aventuren a organizar un festival, si no lo han hecho antes y se lanzan, tal vez se van a topar con que no es tan fácil», sentencia Fabara. Sería difícil saber cuántos festivales van a prevalecer, cuántos van a consolidarse, cuántos van a crecer, cuántos desaparecerán. Sea como sea, en tanto la comunicación y el respeto prevalezca entre todos, los gestores parecen estar contentos de ver surgir espacios para movilizar a la música de nuestro país.
«Creo que es como un nuevo tiempo para la cultura del Ecuador en el que estamos haciendo que las cosas ya estén sucediendo. Recién nos estamos acostumbrando», dice Feraud. En ese contexto, hay lugar para atreverse a afirmar que la gestión de llevar a cabo un festival privado de gran escala en nuestro país está más allá del negocio.
Todavía no vivimos un momento en el que nadie se vaya a hacer millonario organizando festivales, cobre o no cobre una entrada. Por ende, mientras se sigan multiplicando las ganas de abrir estos espacios para las bandas, deberían multiplicarse también las ganas de cooperar para que todos puedan empujar su proyecto hacia adelante de forma constructiva.