Mi relación con la vestimenta kichwa. Una historia de amor(odio)

por Katicnina Tituaña
De vez en cuando, el debate sobre apropiación cultural de los pueblos originarios en la moda surge a través de las redes sociales. Esto es lo que me gustaría que supieran, desde la perspectiva de una mujer kichwa, antes de participar en tales discusiones.

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Solía sentirme como dos personas distintas cuando usaba anako (mi ropa kichwa tradicional) y cuando usaba pantalón (o cualquier prenda catalogada como occidental). Es verdad que la ropa en general puede tener ese efecto —no es lo mismo ir casual que de etiqueta—, pero estoy hablando de una sensación de otredad que empezó muy temprano en mi vida, alrededor de los cinco años.

La gente también me trataba distinto cuando iba de una forma o la otra, así que probablemente de allí se derivara esa sensación. Todavía sucede, incluso dentro de los círculos en los que más frecuento, pero sobre todo cuando se trata de personas desconocidas de, por ejemplo, un taxi, un bus o del registro civil: me ven y me tratan distinto. Eso no ha cambiado ni cambiará.

La que ha cambiado en realidad he sido yo. Luego de largos años de conflicto interno, a mis 25 por fin puedo asegurar que he superado esa sensación de disociación al vestir de una u otra forma y lo he superado fundamentalmente porque he hecho las paces con mi ropa kichwa y, en última instancia, con mi identidad.

Hoy puedo decir que tengo una relación sana con el anako, pero años atrás lo rechazaba con fervor, aunque después tuviera que lidiar con un sentimiento de culpa. Exponer esta parte de mi vida me hace sentir incómoda, pero quiero sincerarme sobre esto porque es parte de un proceso más grande de autoaceptación y autoestima por el que muchos kichwas pasamos en el transcurso de nuestras vidas como individuos racializados. No creo estar sola en esto.

A medida que nuevas generaciones kichwas van naciendo y otras vamos creciendo, pienso que hablar con honestidad es el camino que podemos escoger hacia el amor propio y la sanación colectiva. Entre tantos discursos de lucha y resistencia, hacen falta también los de vulnerabilidad. De paso, hacemos una llamada de atención a quienes solo nos han visto desde fuera como los otros.

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Por dónde empezar… A menudo me pregunto cuándo o cómo fue que llegué a tener plena conciencia de mi identidad cultural y lo cierto es que no puedo apuntar a un momento específico. Solo sé que en algún punto lo supe y entendí que, fuera del núcleo consanguíneo, mi identidad indígena estaba sujeta a una subjetividad negativa que, poco a poco, me hizo interiorizar un autoconcepto pobre de mí misma o lo mismo que se conoce como internalización del racismo.

Es el hecho de que te miren como a una pieza de museo; de saber que en la escuela no esperan mucho de ti; de que te aíslen de los juegos; de jamás verse representada en la televisión o los anuncios publicitarios; de estar excluida del canon de belleza. Es el hecho de sentirse demasiado vista y, al mismo tiempo, invisible, lo que me condujo a rechazar mi identidad y, como consecuencia, la vestimenta kichwa.

Habrá sido en el primer año de escuela, a los cinco, en plena edad formativa, cuando se desencadenó ese comportamiento. Fui la única niña indígena del aula durante casi toda mi vida escolar y mi uniforme, a diferencia del de mis compañeras que iban con vestido, medias y camisa, consistía en el atuendo típico kichwa otavaleño, más el saco verde de la institución.

Para mis papás era importante que sus hijas representen la cultura de nuestro pueblo, más aún en una institución privada; así que, tres veces por semana estábamos obligadas a ir con anako como uniforme de parada. Digo “obligadas” porque nunca hubo lugar a elegir otra opción.

Desde el alumnado hasta las autoridades, mi escuela estaba lejos de ser un lugar culturalmente diverso. Los estudiantes indígenas éramos la minoría y todo lo que esa palabra implica: desventaja, inferioridad. Así pues, a pesar de que la decisión de mis padres intentaba afirmar positivamente mi identidad kichwa y las de mis hermanas, inevitablemente la otredad definió nuestra experiencia escolar desde el día uno.

Inventaba excusas para ir con el uniforme deportivo. Me rehusaba a aprender cómo colocarme yo misma el anako (porque tiene su técnica y las adultas suelen vestir a las niñas hasta que alcanzan la edad para aprenderlo por su cuenta) y cuando se desbarataba, ningún adulto en todo la escuela sabía cómo diablos volver a ponérmelo. El pánico de quedar en paños menores me invadía y me auto restringía de seguir jugando o moviéndome. Me consumía lo que ahora reconozco como ansiedad. Y al día siguiente, lo mismo.

Fuera de la escuela, cuando alguna de mis abuelas me regalaba una de las prendas del atuendo otavaleño en ocasión de mi cumpleaños o navidad, me sentía triste y encima, luego, me sentía culpable por sentirme triste. Culpable porque, por ese entonces, se nos acusaba a los más jóvenes de ser víctimas de la occidentalización producto de la globalización. En última instancia, se nos acusaba de estar perdiendo la identidad kichwa.

Yo ni siquiera tenía bien definido el concepto de identidad, pero ya entendía que el perder algo estaba mal y que eso, aún más, decepcionaba las ilusiones de mis antecesores. Demasiados sentimientos conflictivos para una niña, ¿no?

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Con la adolescencia las cosas solo fueron empeorando. La invitación a una fiesta formal de quinceañera de pronto se presentaba con un dilema: ponerse unos pantalones, un vestido o anako. Si elegía los pantalones o el vestido estaba traicionando mi identidad, pero si elegía el anako me arriesgaba a que nadie se atreviera a sacar a la chica indígena a la pista de baile. Al final, o evitaba presentarme en las fiestas del todo o elegía “traicionar” mi identidad solo por unas horas y sentirme conflictuada por el resto de la semana.

Por suerte, ese tipo de invitaciones no me llegaban con mucha frecuencia, pero fue alrededor de esa época que la sensación de disociación de la que hablaba al principio se agudizó mucho más. Terminé el bachillerato en un colegio en el que, aún peor, yo era la única estudiante indígena de toda la institución y en el que más expresiones racistas había escuchado en toda mi vida; expresiones que no estaban dirigidas hacia mí, pero que formaban parte de la jerga cotidiana de algunas de mis compañeras mestizas (no hace falta que las repita).

Llegué a la universidad con la autoestima destrozada; allí, no obstante, ya no era la única muchacha indígena y la decisión de vestir de una forma o la otra dependía sola y completamente de mí. Emulando a mi hermana mayor, decidí que me presentaría con anako en el primer día de clases para que no cupiera duda entre mis compañeros de mi identidad kichwa y en el transcurso del semestre podría ir con ropa occidental. Y así transcurrió esa etapa, con miradas curiosas de vez en cuando y tratos esquivos en otras ocasiones.

Más tarde, a mitad de carrera, me encontré con literatura y teoría afroamericana y fue cuando pude determinar que el autoconcepto pobre que tenía de mí y mi comportamiento hacia la ropa kichwa como consecuencia eran resultado de ese racismo que había internalizado a lo largo de los años. Entender eso desencadenó un largo, largo proceso de reconciliación conmigo misma, con mi identidad y con mi cultura que, siendo honesta, me hizo primero atravesar por diversas crisis existenciales y auto-latigazos de culpa.

Cuando superé la etapa del autorreproche, empecé a vivir ese proceso desde otro lugar más positivo. Por ejemplo, empecé otorgándole un lugar más amplio e importante al anako y a todos los elementos del atuendo en mi armario; a preocuparme por el cuidado y respeto de cada prenda; a vestirlo en un día casual sin una razón específica; e incluso, a tomarme más fotos con él porque me hace sentir bonita. Aunque no lo visto todos los días, hoy el anako ya no me otorga una sensación de otredad, sino, un sentido de pertenencia fundamental para mi caminar por la Tierra.

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Afortunadamente, desde hace varios años, la ropa kichwa también ha experimentado una transformación positiva. Hay más innovación y más licencias para vestir el anako de tal forma que se pueda expresar la individualidad de cada uno. Hay más representación también, sobre todo en redes sociales, lo que ha hecho que esa sensación de otredad vaya desvaneciéndose.

El racismo, por otro lado, no se ha desvanecido y resurge con crudeza en cada crisis social. Cuando hablo sobre discriminación racial, especialmente con personas blanco-mestizas, esperan que les comparta experiencias fuertes o violentas. Afortunada y privilegiadamente, crecí muy protegida de las manifestaciones más crudas del racismo que, sin embargo, siguen siendo cotidianas en otros espacios periféricos. Pero esto es lo que me gustaría que entiendan: el racismo como uno de los pilares de nuestra estructura social nos impacta y daña emocionalmente a todos.

De todos los agravios racistas que se han registrado en la historia, yo he vivido unas cuantas ofensas verbales y miradas despectivas. Nada grave o al menos eso solía pesar. Con el tiempo, no obstante, yo misma me di cuenta que las ofensas son ofensas y que no tuvieron que haber sido graves para que me afectaran de todas formas y afectaran mi relación con la vestimenta kichwa.

Lo desconcertante es que, de acuerdo con algunas investigaciones, los niños empiezan a tener un concepto adulto de lo que es la “raza” a tan temprana edad como los tres años, explica el Dr. Ibram X. Kendi, autor, profesor, investigador y activista antirracista afroamericano.

Así, en un Ecuador en el que las personas todavía celebran la colonización porque “si no seguiríamos andando en taparrabos” —como he escuchado decir—, no me extraña que haya empezado a rechazar mi identidad cultural a través de la vestimenta a tan cortos años.

Muchas veces he llegado a pensar que si mis padres me hubiesen dado la opción de ir con el uniforme mestizo o con el anako, quizás hubiese elegido el primero y  mi tiempo en la escuela y el colegio hubiese sido un poco más fácil. Sin embargo, el que me hayan “obligado” a reconocer de esa forma mi identidad, definitivamente con los años me ha hecho una persona más resiliente.

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La vestimenta representativa de cada pueblo o nacionalidad, junto al idioma, es uno de los elementos culturales a través del cual los pueblos originarios de América han expresado históricamente su disposición de resistencia frente al colonialismo. Reconocer esa lucha colectiva es valiosísimo, pero hay matices en este tema a los que también hay que darles lugar.

No podemos negar que los pueblos kichwas también estamos inmersos en la globalización, pero ¿debería eso significar automáticamente la pérdida de identidad? Antes de responder esa pregunta, quizás debiéramos empezar preguntándonos qué significa y qué implicaciones tiene para cada uno —más allá de los esencialismos— ser indígena, kichwa o runa en este presente y cómo nos proyectamos hacia el futuro (y sobre esta pregunta habrá tantas respuestas como indígenas habemos en el mundo).

Y con esto no estoy aludiendo a esa creencia de que “solo importa el presente o que el pasado es el pasado y solo hay que mirar hacia adelante”. Creo en el Ñawpa Pacha, la noción andina del espacio-tiempo en el que, explicado de manera brevísima en palabras de Eusebio Manga Quispe, “el presente repercute en el pasado y el pasado proyecta un futuro de acuerdo a la acción realizada en el presente”.

Es decir, si gracias a las generaciones antiguas hoy gozamos de libertades y derechos; creo que los jóvenes kichwas estamos buscando maneras de darle continuidad a esa herencia cultural en nuestros propios términos en esta modernidad globalizada.

Más allá de lo que llevemos puesto en la cotidianidad o si insistimos en que la vestimenta kichwa es parte inseparable de la identidad, hay que darle espacio a la innovación y reinvención como parte de esa continuidad, lo que significa que no debería ser una consecuencia directa de la modernidad globalizada la pérdida de identidad. Claro está, no obstante, que sobre este tema yo no tengo la última palabra y valdría seguirlo discutiendo.

Pienso que en la música, el cine, la animación, la danza, la poesía, el arte e incluso la ciencia se pueden encontrar las expresiones más auténticas de cómo vivimos la identidad kichwa las generaciones más jóvenes, con el pasado como referencia de un futuro reluciente.

Finalmente, lo que quiero decir es que, la identidad es algo que se manifiesta de manera colectiva, pero también se la vive ineludiblemente de manera individual. Muchas veces el vestir con ropa occidental, para mí, ha sido una cuestión de supervivencia, un escudo contra esa discriminación latente. Otras, en cambio —y ahora que he hecho las paces con mi identidad—, lo hago por diversión o practicidad, sin culpa porque sé que, mañana y todos los días de mi vida, con o sin anako seguiré siendo una mujer kichwa que se ama así misma y a su herencia cultural.

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