“Crisis” viene de un verbo griego que significa “separar” o “decidir”. El arte en nuestro país no está en crisis, vive en crisis. Es hora de empezar a cerrar las brechas.
Las opiniones vertidas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan el criterio de este medio.
Hablemos claro. El mundo del capitalismo tardío “es” la crisis. La pandemia que lo atraviesa hoy en día podría ser una de las cosas más democráticas que hayamos visto en la historia. A diferencia de la gran mayoría de sistemas económicos y culturales construidos desde el nacimiento de la civilización, no discrimina a la hora de impartir terror, tragedia y miedo. La culpa ya no es de nadie, a menos que les guste creer en reptilianos y teorías de conspiración.
Aterricemos la discusión. En un país como Ecuador, que desde los 70s no ha sabido hacer otra cosa que sobrevivir bajo un modelo de desarrollo fósil, —amén al petróleo que corre por las venas de la patria- todo lo que no produzca capital, está en crisis—. Quienes amasan la fortuna de nuestro país son, con contables excepciones, los dueños de los medios de producción. Llámense banano, flores, cacao, petróleo, etc. A su lado, una clase política inoperante, que más que ser un ente regulador del sistema, parece su síntoma. Y no existe el mesías para una sociedad que es reflejo de su Estado.
En un país como Ecuador, donde la desigualdad social, la precariedad económica y la corrupción política son cánceres con metástasis, que no nos sorprenda que “la cultura esté en crisis”. Y sí, frente a una pandemia que fuerza una parálisis social que nadie sabe bien cómo afrontar, la cultura está aún más en crisis.
A partir de ese contexto, se plantean una serie de reflexiones, rescatadas de la experiencia vivencial de quien las escribe, para entender mejor ese panorama de aflicciones crónicas y tratar de tomarlo por los cuernos.
Pensemos por un momento que el mundo está desdoblado. Vivimos en dos dimensiones: la virtual y la física.
La dimensión virtual
El capital cultural de hoy en día son los likes y los views. Tecnicismos ampliamente difundidos en inglés que dan cuenta de que el poder de rentabilizar a partir del trabajo creativo viene de un sistema impuesto por lógicas mercantiles ajenas y opresivas. Esto ha provocado que el arte vaya perdiendo paulatinamente su sustancia como agente social, es decir, como una manifestación crítica y honesta de su entorno. Esto se agrava si consideramos que en Ecuador no existe un aparataje institucional que soporte al arte en ningún sentido.
Cabe pensar entonces que para generar réditos y prosperar de forma “independiente” en el mundo artístico, hay que confiar principalmente en la atmósfera del internet. Lamentablemente, por mucho que queramos creerlo, pese a ser “la herramienta más poderosa que existe”, no hemos logrado hacer de ella algo efectivo a la hora de cerrar brechas culturales, brindar seguridad social o generar intercambios humanos tangibles y significativos.
Los algoritmos de las redes sociales —el producto más ampliamente difundido de esta dimensión—, están configurados para perpetrar brechas. Pregúntense, si no, por qué en su Facebook e Instagram solo ven publicaciones de las 20 personas que más postean en su círculo social. Por qué las redes sociales han vuelto cada vez más agresivas a sus campañas de publicidad como un requisito para “ser visto”. El “alcance orgánico” parece estar reservado para la gente que sabe cómo ser youtuber o influencer. Y todo bien con esas profesiones del posmodernismo, pero eso no es ser gestor cultural ni artista. El arte ha entrado en un juego virtual subsumido en las reglas del capitalismo global, en el que es más visto quien más puede invertir para ello.
Por ende, la generalidad demuestra que los artistas contemporáneos se han visto forzados a imitar algo de esa lógica para no perecer ahogados por el algoritmo, sea que lo hagan desde la postura de David o la de Goliath. Y ojo, eso no garantiza que su “contenido” sea recibido a conciencia por quien lo escrollea. Es una curva de aprendizaje vertiginosa y desigual.
Por el contrario, el producto cultural democrático de nuestros días se ve representado en los memes, en todas sus formas y colores. Será por su capacidad de síntesis y/o por su especificidad, que de una u otra forma logran sortear los algoritmos a lo largo y ancho. Eso los convierte en productos culturalmente complejos, es verdad. Pero esto aplica solamente para quien ha podido acceder a un nivel de educación que le permita juzgarlos como tal. De lo contrario, pueden ser reproducciones muy burdas del pensamiento humano, que trivializan cuestiones trascendentales para nuestro devenir como sociedad. Frente a eso, quien haya intentado componer una canción, editar un documental, o escribir un artículo, sabe de la frustración que genera ver que un video de un gato se “viraliza” —ojo con el término— por encima de la obra a la que le invirtió tiempo, dinero y energía.
En nuestro país, donde la educación y la salud no son derechos universales —lo cual se está poniendo en manifiesto en el horror que engendra la emergencia sanitaria—, el uso de internet es delicadamente dispar. Las poblaciones rurales, o marginales dentro de las ciudades principales, viven una realidad en la que no hay acceso a internet como un “servicio básico”, sino como un lujo inconstante. En estos contextos, la web sirve básicamente para la reproducción de conductas o patrones de pensamiento que son, irónicamente, poco críticos. Como resultado, es una realidad que los niños de una parroquia como San Vicente, en Manabí, escuchan “El Violador eres Tú – Versión Cumbia” en sus teléfonos. Qué es eso sino un meme, y uno preocupante. Y frente a eso, la producción cultural independiente, relegada al internet, no ha logrado ser un contingente.
La dimensión física
Partiendo de la autocrítica, el medio en el que publico estas palabras favoreció principalmente a la producción y difusión de un sector artístico, de por sí ya favorecido en otro momento. Llámese a esto “la escena independiente”. Sin el afán de apuntar el dedo a nadie, hoy es necesario desarmar ese constructo para entender que por fuera de esa “escena”, existe un universo muy ancho de creadores y creadoras de todo tipo, en todas las ramas y de muchos trasfondos sociales diferentes. Desde los medios, “independientes” y “tradicionales”, se han replicado una serie de sesgos poco analizados que reverberan con el estado de crisis, en tanto no contribuyen a construir un imaginario mejor informado de quiénes son y de dónde vienen las personas que hacen arte en nuestro país.
Pese a las muchas diferencias sociales que atraviesan a los artistas de la patria, existe un común denominador: la precariedad. Son sumamente escasas las personas que viven cien por ciento de su obra artística en nuestro país, en todos los estratos sociales. Esa inseguridad plantea una serie de divergencias que intentaré delinear a continuación. Vale puntualizar de todas formas que existen excepciones e intersecciones, que sin embargo confirman la regla, antes que contradecir la generalidad.
Las “élites intelectuales”
Aquí nos inscribimos las personas de clase media o media alta que hemos tenido la suerte de poder formarnos y crear con cierta holgura. Personas que usualmente han podido vivir fuera del país por sus estudios, o de viajar ampliamente. El rasgo más curioso de este grupo es su constante inconformidad frente al panorama cultural, pese a su amplio acceso a los recursos intelectuales que deberían servir para transformarlo, o al menos comprenderlo. ¿Por qué?
Porque los bienes intelectuales no siempre están correlacionados con lo económico. Esta clase no tiene asegurado el financiamiento seguro y estable de su práctica —ni de su subsistencia, en ese sentido—, sea público o privado. Dicho de otra forma, es un grupo desvinculado de los recursos materiales, relegado a promover su producción con las herramientas que provee el campo del internet, donde los esquemas culturales capitalistas han mutado en vez de desarmarse.
El resultado es el confinamiento a ese sistema en el que la moneda son likes y views que no logran traducirse en un ingreso sustentable. Esto además provoca una relación fragmentada con el entorno, abrumada por una visión poco analítica de la globalización. Es así que se engendra un modelo de “éxito” teñido por el exotismo, o el desarraigo de los rasgos culturales locales y su historia. En él, “el salto a la fama” permitirá a las bandas tocar en festivales como Lollapalooza, a los artistas plásticos exponer en el MoMA y a los bailarines presentarse en Broadway. Es decir, el éxito está afuera, ideológica y materialmente.
Frente a la triste y frustrante realidad que eso configura, las élites intelectuales hacemos lo siguiente. Dependiendo de la generación a la que pertenezcamos: nos mordemos la cola y nos atrincheramos, nos tiramos mierda de frente y/o de espaldas, nos quejamos del Estado, o hacemos la vista gorda de todos los problemas y le seguimos el juego al sistema porque somos “nativos digitales”. Al final, estas manifestaciones siguen siendo muestras de individualismo obligado por la crisis. Y todas siguen alimentando un medio con miedo, entrecruzado por relaciones de amiguismo, exclusión y falta de apertura.
La “cultura popular”
Por otro lado, está la cultura popular, donde “popular” prefigura, tristemente, una connotación despectiva y excluyente que ha rebotado en boca de todo el mundo en algún punto. Aquí están los grupos de tecnocumbia y las orquestas populares que —antes de la pandemia, claro está— tocaban todos los fines de semana en algún cantón diferente del país, o de fuera. Los grupos de mujeres que debían subirse al escenario en trajes escasos de tela para cantar, resignadas y altivas frente a las exclamaciones y actitudes machistas de la audiencia. Son profesionales que, pese a varias condiciones adversas, seguramente facturaban más, y más constantemente, que artistas de las altas esferas de la sociedad. El motivo: su obra es un elemento más cercano al entorno, al acervo cultural local.
La precariedad aqueja a este grupo de otra forma. En el contexto más amplio, los y las artistas populares quizás no tambalean por no tener un flujo de ingresos medianamente constante; sino por no tener, ni buscar como pares el reconocimiento de las élites intelectuales. Esto cierra, injustamente, las posibilidades de una interconexión verdaderamente horizontal para la comunidad artística nacional. Y por otro lado, propicia que estos artistas sostengan sus carreras a partir del reciclaje continuo de su propia obra, marcado por una carencia en la evolución de sus formas y criterios. De nuevo, un patrón de comportamiento poco crítico ante la crisis.
El resultado de esta divergencia puede ser nefasto. Tomemos como ejemplo el corrupto patrón de “apoyo a la cultura” que las clases políticas han instaurado en el país. En él, los gobernantes de turno se aprovechan de los artistas populares para perpetrarse en el poder a partir de los votos que pueda rendir la cultura del espectáculo. La gente está contenta porque se entretiene con lo que conoce, y quienes producen ese entretenimiento están satisfechos porque les da de comer. La cultura no incidió en el tejido social de forma proactiva.
“El mainstream”
Luego, están artistas que apostaron a los modelos más comerciales de producción de su obra y que no son parte de la difusa categoría de “la cultura alternativa”. Por eso son la imagen publicitaria de las grandes marcas del país, nos representan en el “Festival de Viña del Mar”, y en algunos casos neurálgicos ejercen cargos políticos. Este grupo se diferencia los artistas populares, y de las élites intelectuales en tanto vive una relación simbiótica con los medios tradicionales del país, que configuran nuestro “mainstream local”.
Ahora bien, puede ser complejo diferenciar a la cultura popular del “mainstream”, pero cabe partir de la etimología de ambas categorías. Lo popular es “del pueblo”, denominación que hemos dado sin ton ni son a las clases menos atendidas. El “mainstream”, por el contrario, es producto de las industrias. Y aunque nuestro país carece de una “industria cultural” como tal, sí posee una clase económica dominante que, entre otras cosas, es dueña de los canales de televisión, estaciones radiales y periódicos que llegan de forma más amplia al grueso de la población nacional, sin estar atados a la dimensión virtual.
Más allá de la valorización de su obra, o de si es “bueno o malo” que las carreras de estos artistas prosperen por medios afines al juego del capitalismo cultural, es cuestionable su falta de involucramiento en el devenir de los otros grupos de artistas —que se vuelve nefasto cuando ocupan cargos públicos—. También es cuestionable, en algunos casos particulares, la reproducción de patrones de comportamiento poco críticos y potencialmente nocivos que hacen en su obra. Y es cuestionable que su cercanía con las nociones aspiracionales de “la fama y el glamour” no permita que su obra sea comprendida ni intercambiada con “la élite intelectual” y “los artistas populares” —aunque eso también pueda devenir del resentimiento social de dichos grupos—.
“Lxs marginadxs”
Al final de la línea están los circos populares que venden entradas a un dólar y medio y que en situaciones de aprieto como la pandemia no tienen más vivienda que sus carpas. Los artistas callejeros de las plazas que han sido víctimas del abuso policial históricamente. Los músicos y payasos de esquina y de vereda que viven, de la forma más literal, la supervivencia del arte apelando a la sensibilidad de la gente “de a pie”, para ganarse el pan diario. Los y las artistas marginados.
Está claro que vivimos en un contexto político y económico que le ha fallado al arte y a la cultura. Pero eso no es noticia. No lo ha sido desde hace décadas. La pregunta sería otra: ¿Por qué el arte en nuestro país ha fallado para entenderse a sí mismo como un reflejo de la sociedad? Por el contrario, ha caído en el juego de las estructuras verticales que perpetúan la supervivencia del más vivo, el egoísmo y la precariedad. Estructuras que permean y mutan entre la dimensión virtual, y la dimensión física.
¿Y entonces…?
He formado parte de este ecosistema casi la mitad de mi vida. Lo he recorrido a lo largo y a lo ancho a través de varios lugares del país, por trabajo, por afición y por herencia familiar. Me afirmo, sin orgullo, en el círculo de las “élites intelectuales”. Y por ello, siento la responsabilidad de enunciar este comentario (auto)crítico, en este contexto.
Recogiendo mi experiencia, me llama la atención que, siendo quienes supuestamente “pensamos distinto”, hayamos caído en el juego de la cultura que reproduce, o no escapa a los patrones opresivos y aberrantes del capitalismo tardío. Quizás, el pecado más grande que hemos cometido como “élite intelectual”, es una falta de compromiso con actuar fuera de la zona de confort. Entiendo la rabia y la frustración que provocan todas estas condiciones absurdas, pero no entiendo cómo es no hemos logrado generar un aprendizaje provechoso de ella.
Sin embargo, vale la pena el ejercicio de los cuestionamientos profundos como una respuesta coherente. Más aún en medio del panorama de la pandemia que vivimos hoy en día. Saliendo de esta situación, las cosas van a estar aún más cuesta arriba y no podemos tratarlas con ingenuidad ni superficialidad. Es imperativo que se vuelva claro el afán de convertir estas preocupaciones, ya tan rancias, en algo parecido a un contingente o un agente social constructivo. En ese sentido, hago una serie de preguntas que podrían sumarse a las valiosas iniciativas virtuales que muchos artistas y gestores han tenido frente a los perjuicios del coronavirus.
— ¿Por qué tan pocos artistas se preocupan por presentarse en ciudades o barrios ajenos a los que ya frecuentan?
— ¿Por qué las colaboraciones artísticas de “la escena” evidencian tanto los amiguismos que la componen?
— ¿Por qué las nuevas generaciones de fans —que seguramente no leen esto— están más preocupadas de pasarse un porro virtual durante los livestreams de la cuarentena, que de pensar en cómo apoyar el trabajo de sus artistas favoritos, o en cómo ayudar a paliar las heridas sociales de la misma pandemia?
— ¿Por qué se conocen tan poco los músicos entre sí, y menos aún con los cineastas y los artistas plásticos y de artes escénicas?
— ¿Por qué no se ha visibilizado más el trabajo de los gremios artísticos del país, entendiendo que son el vehículo para tener capacidad de incidencia sobre las políticas públicas?
— ¿Por qué admitimos que los presupuestos públicos de cultura se despilfarren en espectáculos masivos de artistas extranjeros, con intenciones electorales?
La lista de preguntas podría seguir. Ante ellas la respuesta podría ser: porque nos cuesta tendernos la mano entre desconocidos. La condición crónica de la que adolece la cultura en nuestro país recae sobre un sinnúmero de factores que deberíamos debatir de forma más activa y de los cuales también somos responsables de una u otra forma. ¿Cómo imputar al los cambios que se necesitan, si todos remamos para lados distintos?
Esta no es una discusión sobre si un artista estaría obligado o no a hacer crítica política con su obra, o a hacer trabajo social aparte de su oficio. Es un análisis del panorama que enmarca la producción artística nacional, desde antes de que la pandemia viniera para poner en jaque al mundo. Es un planteamiento de inquietudes que apuntan a poner a pensar a la comunidad artística, y a las audiencias, en sus propias prácticas; en cómo hacer de ellas algo un poco más transversal, tomando en cuenta que la vida va a estar muy difícil cuando empiece a fluir de nuevo.
“Crisis” viene de un verbo griego que significa “separar o decidir”. Esa es la cancha en la que jugamos hoy en día. Las grietas se cierran con obras, y las obras nacen de las decisiones. El arte debería tener el potencial para cerrar esas grietas. Sin embargo, estamos ante un contexto que lo perpetúa como producto de la crisis. Entonces tratemos de construir un ecosistema en el que dichas obras sean herramientas capaces de construir puentes o trazar líneas horizontales. En el que lo “crítico” no sea la sobrevivencia de la producción artística, sino su poder de incidencia en la sociedad.