El derecho de llevar un nombre kichwa

por Katicnina Tituaña
En Ecuador, tomar palabras kichwas para bautizar marcas y emprendimientos se ha vuelto una tendencia cada vez más popular. Pero hubo un tiempo en que ni siquiera los kichwas podíamos elegir nombres propios en nuestras lenguas originarias.

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En años recientes he notado con interés una tendencia que ha ido expandiéndose por algunos rincones del Ecuador: usar palabras kichwas para bautizar marcas, ya sea de ropa, de productos de limpieza o del hogar, productos alimenticios, bebidas e incluso programas sociales o servicios. Me llama la atención porque hasta hace unos años atrás las actitudes frente al kichwa eran bastante hostiles; y en algunos contextos todavía lo son.

Hace algunos meses una amiga muy cercana me pidió que la ayudara a encontrar una palabra kichwa para bautizar el emprendimiento de cerámicas de su hermana. Creo relevante mencionar que ella es mestiza y yo, indígena. A pesar de que no domino el kichwa, mi reacción fue ofrecer mi ayuda, pero mentiría si dijera que su pedido no me incomodó un poco, aunque en un inicio no supe explicarme por qué.


Qué fácil es hoy tomar una palabra kichwa y convertirla en marca o nombre propio, pero no siempre fue así. 


Pero lo que empezó como incomodidad se transformó en curiosidad: ¿por qué las palabras kichwas se han vuelto atractivas a los ojos de personas no kichwas, por decirlo de alguna manera? En algunos casos estoy segura que tiene que ver con una alineación de ciertos valores. Es decir, no me sorprende que muchas de estas marcas presuman rasgos “sostenibles”, “ecológicos”, “orgánicos” o “comunitarios”, nociones asociadas a los pueblos indígenas y sus prácticas o discursos.

A ver, me parece chévere ver el nombre de mi tía, de mi hermana o de mi papá en cajas de chocolates, en etiquetas de ropa o en conjuntos residenciales. Sin embargo, también creo que es una moda con intenciones inocentes, pero simplistas. Y en lo simple se pierden contextos, lo que nos lleva a dar por sentadas muchas cosas del presente.

Qué fácil es hoy tomar una palabra kichwa y convertirla en marca o nombre propio, pero lo que muchas personas desconocen es que no siempre fue así.    

 ¿Qué tuvo que pasar para que en 1997 a mí pudieran darme un nombre kichwa? Aprovechando esta tendencia sospechosamente marketinera, quiero visitar el pasado y recordar un derecho que durante siglos no pudo ser ejercido por los pueblos originarios: elegir nombres propios y el de sus descendencias en lenguas nativas. 

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Los burócratas de la época desalentaban a las personas indígenas nombrar a sus hijos con palabras en su lengua raíz.


En Ecuador, hasta bien entrados los años 80, los nombres propios en kichwa no eran admitidos en el Registro Civil. No existía una ley que lo prohibiera, solo era una actitud racista alentada por un Estado abusivo con los pueblos originarios. 

Los burócratas de la época desalentaban a las personas indígenas nombrar a sus hijos con palabras en sus lenguas raíces por considerarlas “incivilizadas”. Las generaciones de mis abuelos y padres recibieron nombres en español; los abuelos en general, aquellos que se encontraban en los textos religiosos del catolicismo. 

Durante los años 80, los procesos políticos organizativos de los pueblos y nacionalidades indígenas se fortalecieron. Inspirados por los vientos de lucha, algunos jóvenes kichwas de la época adoptaron nombres en lenguas nativas como símbolo de resistencia, aunque en los documentos legales figuraba otro.  

Más tarde, aquellos procesos desembocaron en el Primer Gran Levantamiento Indígena de 1990. Este evento trascendental fue un sacudón para la política ecuatoriana; un jaque a Rodrigo Borja, entonces presidente, quien no pudo más que prestar oídos a las demandas sociales del movimiento indígena.

El levantamiento indígena de 1990 significó un punto de inflexión. Fue una protesta social de dimensiones que no se habían visto hasta la fecha en toda América Latina a favor de los pueblos y nacionalidades indígenas.  En consecuencia, más adelante, se obtuvieron derechos constitucionales que cambiaron definitiva, aunque no inmediatamente, leyes, conductas y actitudes racistas. 


Poder elegir un nombre sin objeciones racistas es el derecho fundamental que no siempre tuvimos.


A partir de aquel año muchas personas cambiaron su nombre del español al kichwa de forma legal y sus descendientes llegaron al mundo con el derecho innegable de recibir un nombre en lengua originaria. 

Que en mi documento de identificación hoy se lea Katicnina es resultado de ese proceso histórico; un proceso que mis papás se aseguraron de que tanto mis hermanas como yo lo conozcamos y honremos desde pequeñas. Además, nuestros nombres en particular tienen un significado que va acorde con los distintos contextos en los que nacimos. 

Por ejemplo, la mayor de mis dos hermanas se llama Kuripacha, que significa Tiempos de Oro. Ella nació en Cuba en 1988, cuando la isla gozaba de un fuerte respaldo económico, poco antes del colapso de la Unión Soviética. Su nombre, entonces, es un guiño a esa época que mis padres guardan con cariño en su memoria. 

Por supuesto, la historia política cubana es más compleja, pero el recuerdo de mis padres es que en el día a día, durante esos dos primeros años del nacimiento de su primogénita, la vida se sentía plena en la isla. 

Claro que los nombres kichwas se eligen por innumerables razones personales y cabe señalar que no todas las personas indígenas tienen nombres en lenguas originarias. Pero el hecho de poder elegir sin objeciones racistas es el derecho fundamental que no siempre tuvimos y que hoy por hoy damos por sentado.

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Si alguna vez la idea de tomar una palabra kichwa para bautizar un producto o negocio fue innovadora, hoy se ha convertido en un cliché.


Aquí algunos ejemplos de palabras kichwas que se han usado para crear marcas: pacari, allpa, pacha, inti, huaira o wayra, mikuy, sacha, urku, kuntur, warmi, samay, ñan, etc. La mayoría son sustantivos —excepto por mikuy que es un verbo—, pero también son nombres propios; por lo menos tres de ellos existen en mi propia familia.

Si alguna vez la idea de tomar una palabra kichwa para bautizar un producto o negocio fue innovadora, hoy me parece que se ha convertido en un cliché. Lo siento, pero ya no es original. 

En términos mercantiles, los vanguardistas de esta idea quizá sean los mindalaes otavaleños, especialistas en el intercambio de materias primas como oro, plata, sal, algodón e incluso textiles, desde la época incaica. A mediados del siglo pasado, aproximadamente, cruzaron fronteras, llevando sus fabricaciones e innovaciones artesanales a distintos rincones del mundo. 

Caminar por las calles de Otavalo es una constatación de esa tradición cultural y comercial. Rótulos tras rótulos con palabras en kichwa, no hay nada raro en eso y es incluso predecible. Pero hoy además, como mencionaba, esta tendencia se encuentra en contextos no kichwas e incluso ha cruzado la frontera digital. Lo encuentro por todas las redes sociales. 

Con “contextos no kichwas” me refiero a aquellos con población mayoritariamente mestiza o en los que los kichwas no tienen el control creativo o decisorio. Soy plenamente consciente de que me estoy arriesgando a reforzar la idea de que lo indígena está separado de una gran identidad nacional. No es mi intención.

Pero, tampoco olvidemos que así se concibió al Ecuador desde la colonización hasta la última década del siglo pasado. 

Lo que quiero decir es que, mientras creo que es positivo incorporar palabras kichwas en la cotidianidad en todo tipo de contextos, más allá del “arrarray”, “achachay” y “atatay”; también me importa que se conozca que hablar y nombrar en lenguas originarias fue un acto político y sigue siendo un acto de resistencia frente a la discriminación racial. Kichwas y no kichwas, tengamos eso presente.

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