Cuando la música independiente deja de sorprendernos y sus sonidos parecen repetirse, cuando pierde esa capacidad de confrontar a su público y se vuelve digerible, entonces es momento de mover los oídos a otros lugares para encontrar ruidos capaces de revolver nuestras entrañas y revelar sentidos profundos. Para hacerlo, nos acostumbramos a hacer búsquedas en internet para ubicar a los artistas que están generando vanguardia y que aún no se han ensuciado por el mercado y su sistemática de domesticación. Con cada hallazgo nos sentimos especiales por poder valorar algo que la mayoría desconoce y es incapaz de entender. Esa estrategia, aunque útil, no es la única opción. A veces, para «re-encontrarse» con la música no hay que buscar en el internet por respuestas que están a miles de kilómetros de distancia, a veces las respuestas están en lugares mucho más cercanos.
En Esmeraldas, la música se siente distinta, parece que está en todas partes y que es parte de todos sus habitantes. Es tan cotidiana que prácticamente se puede escuchar en todas sus calles y a casi cualquier hora del día. No es extraño ver a alguien que espontáneamente da pasos de baile mientras camina; sus habitantes parecen sudar ritmo. En este lugar, la música es la fórmula perfecta que convierte penas en alegría y adversidad en dignidad.
Segundo Quintero, director de Los Chigualeros, prefiere el nosotros al yo. Cree que el músico es un mediador, un vocero que habla y expresa lo que pasa y lo que se siente en su comunidad. Para Segundillo, esta orquesta no es un proyecto personal, es una familia, una institución que no muere con él, un proyecto que tiene una vida propia y que vivirá en sus estudiantes, en los jóvenes a quienes brinda su conocimiento musical junto con otros miembros de la orquesta. Hace poco más de 30 años, cuando formó la agrupación, buscó difundir una fusión de sonidos ancestrales afros como chigualos y arruyos con son montuno. Eventualmente, en la fórmula se incluyó el sonido contemporáneo de la salsa, pero la misión sería siempre la misma: compartir su receta, la receta de su pueblo, con el mundo entero.
En la previa de uno de los ensayos de la agrupación, los más experimentados se juntan en el patio interior de la casa de Segundillo. Por su lado, los miembros más jóvenes llegan en motocicletas y se congregan en la verada. El compañerismo y el contraste generacional, efectivamente, dan la sensación de que se trata de una reunión familiar antes que un ensayo. Armando Palomino, una de las voces principales de la banda y miembro veterano, se acerca con total sutileza y con cara de angustia, cuenta uno de sus problemas: “La gente me dice que canto igualito a Héctor Lavoe y que soy idéntico a Oscar de León. Me dicen: ‘Palomino, vaya a la tele y gane plata imitando a esos dos’. Pero yo les digo que no puedo hacer eso. Mi problema es que yo, soy yo. No puedo dejar de ser yo”.
En la fusión de ritmos tradicionales y contemporáneos, Chigualeros ha encontrado un sonido auténtico; una identidad propia que se basa en una conexión profunda con su tierra y con su gente. Cuando a Segundillo se le pregunta sobre su sonido y su identidad musical, empuña su guitarra y prefiere cantar. La música es la respuesta más efectiva. Para él, la responsabilidad de ser artista se basa en la consecuencia: el músico se debe a su gente y a su tierra.
La llegada de los primeros negros a Esmeraldas fue un accidente. En octubre de 1553 un barco de esclavos se dirigía de Panamá a Lima pero naufragó en las costas de Atacames. Solo hubo 17 hombres y 6 mujeres sobrevivientes que escaparon al bosque. Ahí se adueñaron de dos cosas: de su libertad y de una nueva tierra que siglos después, destilaría tanta música como petróleo. La figura más importante de esta historia fue Alonso de Illescas, uno de los sobrevivientes que lideró a este grupo de esclavos en el asentamiento y posterior construcción de la República de Zambos de Esmeraldas, el primer territorio de negros libres de la América española que buscó reconocimiento ante las autoridades coloniales en Quito.
En la casa de Segundillo hay un subsuelo. Para llegar allí hay que pasar por un pasillo de tres metros de alto y unos cinco de largo. Este es un espacio dislocado de la realidad, una transición, un portal que conecta las calles de Esmeraldas con el núcleo creativo y fantástico de la orquesta, su lugar de ensayos. El corredor está impregnado de la historia de la banda en cada foto antigua, trofeo y galardón que existe. «El Illescas de Oro» es uno de ellos, premio otorgado por la comunidad negra de Ecuador a Segundillo, a Los Chigualeros, por tratar de construir una atmósfera digna, una revalorización del negro en un país que excluye y pisotea.
En las paredes del mismo pasillo también está colgada una credencial de Ismael Quintero “Majuco” (bajista). El carnet tiene diseños y tipografía eslava, que corresponde a la gira por Escandinavia que la banda tuvo a mediados de los setentas.
La casa está silenciosa y Majuco, mientras aguarda a la entrevista, dice que varios son los problemas sociales de Esmeraldas. Aquí lo importante no es recordarlos y plantar quejas, sino ingeniarse antídotos, mecanismos de cambio. Uno de los pilares más importantes de Los Chigualeros para esta lucha ha sido contar, a través de sus letras, un significado alterno de ser negro, una versión alimentada de orgullo y dignidad, historias de hombres y mujeres libres que no esconden su piel, sino que visten con colores fuertes para que en su andar vayan “pregonando lo puro y bello de su negrura”. Añoranzas es un tema de estos.
Nadie es profeta en su propia tierra, y en el caso de Los Chigualeros, esto es acertado. Treinta años de viajar por el mundo no han hecho que la banda goce de la difusión y el reconocimiento interno que merece, y vaya que lo merecen. En un mundo dominado por lo rentable, el músico (independiente) es un ser irracional dispuesto a sacrificar su estabilidad económica por su necesidad de expresar. En el caso de Los Chigualeros, esto incluso va más allá. Segundillo dice que la música, además, cumple una función social: “Revalorizar y mejorar, porque siempre debe haber alguien que empuje para que las cosas sociales cambien. Este es nuestro legado para que sigan adelante”. Música pujante, salsa consciente y consecuente de una tierra que baila al son de la dignidad, entre palmeras, concreto y olor a crudo.
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Texto: Juan Pablo Viteri y Marcos Echeverría Ortiz
Realización audiovisual: Juan Pablo Viteri, JJ Alomía y Marcos Echeverría Ortiz
Fotos portada: Joel Houlberg
Tipografía: Luciana Musello
Los Chigualeros
Ismael “Majuco” Quintero (bajo)
Segundo “Segundillo” Quintero (triple y voz)
Miller Mina (piano)
Armando Palomino (voz)
César Quintero (voz)
Eddy Blandon (voz y percusión)
Ismael “Junior” Quintero (percusión)
Jonathan Pasquel (percusión)
Jeffrey Arroyo (percusión)
Víctor Cox
Mabeli Mina
Fernando Segura
Iván Aguirre
1 comentario
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