El último libro de Salvador Izquierdo propone un juego narrativo entre relatos cortos, collages y pinturas, que resalta por balancear el caos con liviandad.
Yo no tengo más recurso para “reseñar” la obra de alguien que ha escrito tres libros y las letras de un álbum entero, que mis propias emociones. Y quizás, al final de todo, ellas sean el recurso más valioso. Por eso les doy el crédito. Y porque se agitaron al verse interpeladas por lo que pregunta el último libro de Salvador Izquierdo: ¿Cómo estás?
No sé si sea sólo a mí que me pasa, o a ustedes también, pero a veces siento que esa es una pregunta que nos hace más la gente “lejana”, que las personas con las que más cercanía tenemos. No nos lo pregunta tanto la gente que vemos o queremos a diario, como la gente que se vuelve a asomar por accidente después de mucho tiempo. Bueno, eso con la excepción de mamá.
En fin, es una interrogante rara. Desordena las percepciones que tenemos de nuestra propia vida.
Y no es fácil de responder. Su sencillez es un arma de doble filo. O bien se contesta con una superficialidad vaga, que oculta la verdad. O se toma como pretexto para abrirse el torso de un tajo y dejar las tripas chorreadas sobre la persona que preguntó, haciéndole preguntarse si en verdad valía la pena hacer la pregunta, en primer lugar.
En este libro, Izquierdo se hizo esta pregunta a sí mismo y trató de contestarla hurgando en su imaginación a contratiempo. Ese, a mi parecer, es un ejercicio de valentía. Después de todo, el arte, más que ser autobiográfico, es confesional.
He leído lo suficiente como para afirmar que su prosa es clara, ligera y dinámica. Avanza con soltura e hila imágenes sencillas pero poderosas, con facilidad. La imaginación queda aleteando a pesar de que las cosas descritas no corresponden al género fantástico. Y es notable que alguien logre eso: hacer de la cotidianidad algo genuinamente emocionante, para bien o para mal. Esa capacidad, supuestamente intrínseca a los seres humanos, es en realidad un enigma.
La creatividad la convierte en un juego, a veces con resultados muy bonitos. Y el libro de Salvador Izquierdo es uno de aquellos. Más que nada, porque encarna el sentido del juego en toda su materia, desde dentro hacia afuera.
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El libro está dividido en tres partes. La primera es una secuencia de relatos simples pero afilados, en la que se intercalan personajes taciturnos y conflictuados por problemas de su vida personal. ¿Será por eso que es posible relacionarse con ellos?
Esta primera sección se llama “42 y Medio”. Abre con una serie de dibujos hechos por Natalia Espinosa, que representan plantas caseras comunes detrás de unos patrones geométricos espesos que semejan a las rejas de las casas antiguas.
Son un retrato bonito, evocativo. Al verlas uno se imagina la época en Quito no tenía Internet. Salvador me contó que esta fue la colaboración más pensada de las tres, puesto que ya había experimentado hacer cuentos para que funcionaran como texto de catálogo de una muestra anterior de Natalia.
Después de estas pequeñas historias viene una serie de collages hechos por Luciana Musello con recortes de revistas antiguas varias. Combinan texto con imagen, y reflejan, lo mismo que las palabras, una mirada melancólica y lacónica a una cotidianidad dolorosa. No es un dolor agudo. Sí, uno que estorba.
Este tramo representa de entrada a la característica más distintiva de la obra. Por no poner una descripción innecesariamente rimbombante, me aferro a la que me dieron con precisión Salvador y Romina (Muñoz, editora): es un libro-revista.
Desde la forma en que lo imprimieron, hasta la forma en que se lee hay algo lúdico y vivaz, que trasluce también a las narrativas que contiene. Letras e imágenes se combinan de formas muy interesantes. Lo uno parecería extensión de lo otro, y viceversa.
Esto es curioso porque, según cuenta Salvador, las obras no fueron hechas pensando en formar parte del conjunto del libro. Ni los relatos ni las ilustraciones. Hay una sincronicidad espontánea que termina conectando las piezas, quizás mejor que si todo se hubiese conceptualizado como parte de la misma cosa.
Entonces viene la segunda parte del libro: “Región Insular”. Son varias cartas escritas por el Gurú Alejandro, un “gurú venido a menos”. Le habla a Dana, una vieja amiga, y a Milton, un discípulo suyo. Es una especie de apología al camino recorrido, con sus pecados y aciertos, hecha por un hombre mayor.
El Gurú Alejandro es un tipo ocurrido. Leerlo es como escuchar a un tío de esos que se regodean en contarte, por enésima vez, las historias de los goles que metieron en su juventud, o las ideas que les carcomen la cabeza después de haber visto una película o escuchado por enésima vez su disco favorito de Los Beatles.
El personaje incluso le hace un guiño interesante a ese mito de que Bob Dylan estuvo una vez en La Esperanza comiendo hongos y cantando entre las montañas.
Cuando acaba la última carta vienen los dibujos de Ernesto Proaño. Parecen haber sido hechos por un niño pequeño, pero son aterradores. Primero está una serie llamada “Apuntes sobre las movilizaciones”, que son pictogramas del desorden del Paro Nacional de Octubre. Después viene otra serie, más figurativa y colorida, que se llama “Ciudades en silencio”.
Se podría decir que estos dibujos son “lindos”, pero eso sólo termina siendo más inquietante porque lo que retratan, más que nada, es la violencia vertiginosa de nuestros días.
Sentí una conexión muy fuerte de decir: ‘los dos estuvimos trabajando nuestras artes en esas épocas”
-Salvador Izquierdo.
Entonces viene el tercer y último tramo del libro: “Las Colinas de Marte”. Es el más corto, pero el más intrincado a su manera. Salvador incluso me contó que alguna vez, conversando con un amigo, le dijo: “Chuta, me demoré tres años en escribir estas ocho páginas”.
Y se siente. A veces eso mismo cuesta responder a esa incógnita: “¿Cómo estás?”. A Salvador le costó eso, y también la necesidad de inventarse un sistema ortográfico tosco y alterno, y también un montón de disertaciones sobre Ares, dios de la guerra, y la ilusión y el desencanto.
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Salvador me contó que todo esto lo sacó de una serie de diarios y apuntes que tenía escritos hace tres años. Que durante el Paro Nacional de Octubre, pensó que lo más útil que podría hacer era sentarse a desmenuzarlos para sacar de ellos esta serie de cuentos cortos.
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Me contó también que decidió hacerlo todo antes de cumplir 40, en un gesto “cabalístico”, una especie de respuesta a la inminencia del fin del mundo, de las convulsiones de la humanidad y la pandemia. Y me contó que finalmente fue Romina, su compañera, quien logró tomar sus escritos para hilarlos en una estructura narrativa interesante junto con las obras visuales.
Pero bueno, esta información y mis impresiones podrían ser anecdóticas, después de todo. Es raro esto de contarle a la gente sobre un libro, para ver si así se anima a ver qué cosas cuenta el libro por sí mismo. Lo ideal sería que el libro pudiese llegar por sí solo a sus manos.
Pero ya que eso no pasa, existe el oficio del periodista cultural como pretexto, y esta reseña como evidencia del mismo. Y también se hace posible la existencia de otras cosas valiosas, como la exposición del libro, en la que pueden ver en carne y hueso las obras de Natalia, Luciana y Ernesto.
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La muestra se encuentra alojada en Media Agua, un nuevo espacio “incierto”, como lo define Romina. Lo montaron ella y Salvador junto con su socio, Diego Doumet. Lo comparten con el taller de Natalia —la primera artista visual en aparecer en el libro— y de Juan Javier, un productor de miel artesanal. Su afán es convertir el lugar en lo que dice su nombre, más o menos.
Según el Internet, en arquitectura se conoce como Media Agua a una estructura de emergencia, que se construye rápido y recursivamente. El día que lo visité, Romina me contó que el proyecto había nacido en una Media Agua —en otra casa—, y que para ella, el espacio, a pesar de su distribución indefinida, refugia, resguarda y da calor. Me dijo también que ellxs quieren que su Media Agua haga lo propio para el arte y las letras.
Por eso, la constituyeron como una galería-tienda-taller-cafetería, y pronto esperan convertirla también en un espacio de consulta, al que las personas —especialmente lxs jóvenes— puedan ir a investigar la realidad libremente con recursos literarios y pedagógicos. Esto, porque ella y Salvador, aparte de ser amantes de la literatura y gestores de Festina Lente, su propia editorial, también, y ante todo, son docentes e investigadores.
Después de haber visitado el lugar y después de haber leído el libro, creo que lo más valioso que les puedo decir es que “¿Cómo estás?”, me empujó a hacerme la pregunta a mí mismo. Y eso, a su vez, me motivó a intentar escribir todo esto como respuesta, queriendo que salga más bonito que una reseña cualquiera publicada en un medio cualquiera. Y con eso me quedo.
A veces es difícil responder a esa condenada duda, porque es difícil “estar” en este mundo atormentado. Pero es bonito el proceso de hilar una respuesta. Y a veces, en ese proceso está la respuesta en sí misma. Este libro-revista lo refleja.
En conjunto, se siente como un objeto que trata de interpretar el caos y su espesor con ligereza. Como un juego mismo. Pareciera que esa es la mejor forma de contestar a la interrogante sinuosa. Aunque no siempre sea la salida más grandilocuente, puede ser la más digna y la más genuina. Al final del día, todxs estamos jugando lo mejor que podemos.
Como dice Salvador: “¿Es válido reafirmarse como creador, docente, investigador, en una época de caos social, mundial? No sé… pero eso es lo que hicimos. No nos quedó de otra”.