Columna: Devolver el QF a sus inicios

por Santiago Soto

Retrato de Santiago Soto, autor de esta columna. Ilustración de Carmen Lu Páez (@Kurikitakati)

Devolver el QF a sus inicios

Desde la perspectiva de un asistente al Quitofest del 2003

por Santiago Soto

Yo tenía 21 años. Había crecido en un Quito en el que un programa que se llamaba Video Show en el 8, mostraba videoclips de Gerardo y Au-D, mezclados con estrenos de Maná y otras estrellas latinas.

MTV había llegado hace unos pocos años, como una misteriosa señal gratuita que se ubicó en el canal 42, con lo que la onda alternativa se volvió un posible camino de identidad, que nos diferenció de nuestros hermanos mayores. No entendíamos las letras, pero había algo en la estética del rock alternativo que le daba palo a nuestro pop rock local.

Eso: había un pop rock local que era bueno, pero más recatado, que podía ser un poco chapado y cursi. Esto no era compatible con los tiempos tan agitados que vivíamos por el descalabro de la clase media. Había mucha furia. Quito era la ciudad de la furia.

Los metaleros existían desde los ochentas. Habían sido perseguidos, especialmente por Abdalá, que cercó un estadio e hizo que a todos los asistentes les cortaran el pelo. Un insulto a los derechos de los jóvenes.

De la clase media, aparentemente, habían propuestas que no eran metaleras clásicas, que tenían algunos elementos y sonidos innovadores, pero ese punto intermedio entre el underground y el pop no tenía un espacio, al menos no tenía un espacio público que ofreciera a la ciudad una visión sobre lo que hacían estos nuevos creadores provenientes de diferentes partes del país.

Yo era fan de Can Can, los había visto en una de sus primeras presentaciones en la USFQ y su propuesta era única. En un video, la Denisse decía que Björk era una de sus influencias. ¡Björk! Era una diosa para nosotros. El Pato era un baterista pesado, fuerte, contundente. Al Pichu yo le conocía desde que estaba en una banda que se llamaba Aqua Velba, del San Gabriel, que fue una de las primeras en hacer un CD! Y que tenía influencias como Cerati del Bocanada. Yo sabía además que al Daniel le gustaban los Smashing, que eran mis favoritos.

Can Can no la tenía fácil. Para el gusto de alguien como el Baserola Mosh, un roquero icónico de la vieja escuela, una banda como Can Can no podría ofrecer la intensidad que él requería para estar complacido. Esto significaban gritos y reclamos: ¡poperos! Es lo peor que te podían gritar parado en un escenario de rock.

Cuando Can Can se presentó en el Quitofest, la rompió. Canciones como «Vestir Rosado» o «Casi Siempre» se volvieron himnos de una creciente muchachada que hizo de estas canciones la banda sonora de sus apasionados días de adolescencia y veinteañería. Pancho Viñachi, pana del Daniel, se haría conocer, además de por su Sapo Inc., por el video de UIO que hizo con la Denisse sentada en el asiento trasero de un auto, recorriendo partes de Quito.

De todas las bandas del cartel del 2003, la única que no pudo crecer hasta la gloria fue Kid Cósmico, que tenía una propuesta innovadora, pero que se separó pocos años después. Guardarraya, hasta ese momento, era del gusto de un pequeño grupo de chicos más bien finos, que les iban a ver en pequeños conciertos como uno al que me invitó la Daniela Baquero, ahora Huaira, en uno de los teatros mínimos de la Casa de la Cultura. El Álvaro le parecía guapísimo.

Del cartel del 2003 los que tenían mayor fama eran los Muscaria, que venían haciéndose un nombre desde hace años por su propuesta hard core, relacionada con la escena que se generó en la pista de La Carolina, a donde íbamos a patinar los chamos, algunos más chechos que otros.

Los Sudakaya se convertirían en una revolución que llevó el reggae al imaginario ecuatoriano, y La Rocola era una orquesta con un gran sentido del humor.

Los Mamá Vudú llevaban años tratando de ganar aceptación, pero no eran muy compatibles con los carteles más agresivos y underground. Su sonido apelaba a otros motivos, más poéticos, y su línea de diseño gráfico era muy distinta a la de los géneros rockeros. El aeroclub, por ejemplo, tenía un look muy minimalista y elegante.

Mortero también venía de un camino de éxitos. Su nombre ya se había vuelto popular en los conciertos en el Miami, cerca del labrador, que costaban un dólar y en los que les acompañaba Misil. Misil y Mortero eran bandas hermanas que recordaban por sus nombres la iconografía de los tiempos de la guerra contra Perú en el 95.

Tanque y Exxon habían estado en la banda sonora de Ratas. Ambos, diferentes versiones de punk, llamaban mucho la atención porque estaban conformadas por chicos de la clase media alta, pero que en lugar de ser aniñados, habían escogido sacar a pasear sus insatisfacciones con gritos poderosos y riffs producidos con buenos equipos.

Lo que se hace evidente cuando uno vuelve a ese Quitofest del 2003, es que no había una gran banda internacional que lo validara. Este era un evento muy local, por eso su nombre parecía tan apropiado. Ya había fracasado el intento del Perotti por generar su Lolapalloza, al que decidió colocar en pleno cráter del Pululahua y al que logró traer a grandes íconos del MTV latino. El Quitofest no podía fracasar porque era mucho más congruente con la necesidad que tenían estas bandas y este público, de encontrarse.

El festival se convirtió en un rito de la vida de la ciudad y del país. Los organizadores crecieron, tuvieron otros emprendimientos.

A mí, El Carpazo nunca me pareció tan congruente como el Quitofest porque apropiarse de la idea de la carpa de circo, que es un arte en sí mismo, me pareció poco sincero.

El Quitofest tenía la virtud de propiciar el encuentro entre chicos del norte y del sur, también de los valles y eso. En una ciudad en la que la convivencia vive amenazada por el clasismo, es una gran oportunidad y un gran acierto.

El Quitofest debe volver a aquello que hizo de este festival algo tan valioso por allá en el 2003: dar la oportunidad a bandas locales que NO tienen espacio en escenarios grandes, para presentarse y así poder ser conocidas por el público.

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