Conversamos con la escritora guayaquileña sobre su trayectoria literaria y sobre su último poemario, Historia de la leche.
No hay una distinción fundamental entre poesía y prosa, y nunca la ha habido. Ambas se cruzan inevitablemente. Ya lo dijo Gombrowicz el siglo pasado. Y también insistió en ello Nabokov, en sus minuciosas lecciones sobre Flaubert y Proust.
La escritora guayaquileña Mónica Ojeda forma parte de aquellos autores que, a través de la práctica de su oficio, lo han entendido muy bien. Y ella, en particular, lo entendió con mucha prontitud. Sin haber cumplido los 32 años, ha publicado ya seis libros: dos poemarios, un cuento y tres novelas. Una bibliografía muy copiosa para su edad. Pero aquí no sólo hablamos de cantidad sino —así suenen desgastadas las siguientes palabras— de calidad y de madurez.
Estamos frente a una artista que, muy pronto, ha producido sus libros con la marca de un estilo particular, con hallazgos que han dado forma a una escritura muy identificable, en la que los rastros de la poesía abundan en cada página, en cada párrafo. Una forma de expresión que muestra, a la vez, su vasta cultura y su joven personalidad creativa, ávida de exploración y experimentación.
La chica que siempre quiso ser escritora
Para Mónica Ojeda, la literatura ha sido una compañera casi omnipresente. Ha formado parte de su vida desde los años de la niñez, en los que, con su hermana, inventaba juegos y, más tarde, los colocaba por escrito. La biblioteca de su madre fue, ese sentido, un gran apoyo. Allí se empezó a nutrir su vocación, con la lectura de textos variados que iban desde las historias sentimentales de Selecciones del Reader’s Digest hasta los clásicos de la literatura, como Madame Bovary o La muerte en Venecia.
La digestión de esas lecturas arrojó sus resultados con rapidez. A los 13 o 14 años ya ganaba concursos literarios en su colegio, y tanto sus padres como sus profesores empezaron a augurarle un gran futuro en el mundo de las letras. Sin que mediaran las dudas, pensó en ser escritora. El siguiente paso fue, naturalmente, estudiar literatura, en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Una vez completada esa etapa, e inmersa en lo que le demandaba su primer camello, Mónica empezó a preguntarse, ineludiblemente, qué vendría después.
“Tenía que trabajar para mantenerme. Y solicité un préstamo, y me pregunté qué iba a hacer. Al fin me dije: ‘Me voy, me voy”, dice Mónica. Fue así como partió a Barcelona, donde cursó su máster en escritura creativa, lo que le dio tiempo para componer su primera novela, La desfiguración Silva. Un texto cuya escritura estuvo marcada por un tiempo considerable en la biblioteca, que, no obstante, valió la pena.
El resto es historia conocida. Después de La desfiguración Silva vino Nefando (Candaya), una novela con múltiples voces que remitía a los lados más abyectos de la condición humana. Y, por último, en el 2018, apareció Mandíbula (Candaya), una novela excelente que desarrollaba el tema de las relaciones juveniles femeninas y las relaciones entre madre e hija, y cuya lectura recomiendo mucho. No sólo porque psicológicamente es interesante, o porque incluye entre sus fuentes referentes populares, como creepypastas, la obra de HP Lovecraft y, en general, la literatura de suspenso, sino por el acento poético con que está construida su prosa. Y, así mismo, porque se trata de una novela de juventud, un libro repleto de sensibilidad, pero también de fuerza, al más puro estilo de Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. Mandíbula es, pues, una gran novela de jóvenes elaborada por una escritora joven.
Ahora, con muchos premios a cuestas —incluida su aparición en la lista Bogotá 39 del 2017, que reúne a algunos de los escritores latinoamericanos más prometedores—, la escritora guayaca no para. Y no para porque sigue presente en ella el impulso irrefrenable de seguir escribiendo.
Un poemario con distintos enfoques
El último libro de Mónica es Historia de la leche —publicado por Severo Editorial—, un potente poemario lanzado a finales del año pasado. A lo largo de sus páginas, la escritora guayaquileña demuestra, como en su primer libro de poemas, El ciclo de las piedras (2015), que la escritura de prosa y poesía, en su caso, manan de la misma fuente.
Eso no quiere decir que un tono monocorde atraviese Historia de la leche. Las seis secciones que lo conforman —incluido el epílogo— contienen muchas variantes de forma, e incluso estilo, entre sus piezas. Hay poemas de todo tipo. Los hay tan largos que llenan dos páginas y tan cortos como frases sencillas. Y, por encima de eso, hay una pequeña diferencia temática en cada una de estas partes, que, al final, quedan unidas por un hilo conductor: la exploración de los mitos de origen en los asesinatos de familia. Pero desde un punto de vista femenino.
De ahí que se traten las relaciones entre madre e hija y entre las hermanas. De ahí que en una de las secciones abunden pequeñas monedas con personajes literarios femeninos que experimentaron un fin trágico, como Alena Ivanovna, Desdémona y Clitemnestra. Y de ahí su relación con una obra tan provocadora como El asesinato considerado como una de las bellas artes, un ensayo en dos partes del escritor inglés del siglo XIX Thomas De Quincey. En ese breve texto, asentado sobre un andamiaje de dos piezas opuestas, humor y horror, De Quincey muestra que los asesinatos de gente muy cercana —amigos y familiares—son los más sencillos. Porque las víctimas no imaginan perder la vida a manos de sus seres queridos. Así ocurrió con Caín y Abel. Y así ocurre con las voces que configuran este bello poemario de la escritora ecuatoriana.
Conversé un rato con Mónica Ojeda a finales de febrero, por Skype, cuando ni siquiera sospechábamos las dimensiones de lo que hoy estamos viviendo. Eran los días en que se anunció que la escritora guayaquileña había sido nominada al premio Ribera del Duero, de España, y, como cabe suponer, se encontraba concentrada en las actividades de rigor que provocó tal noticia. Fue una entrevista fluida y amena, en la que su notable saber se mezclaba con una amabilidad y una distensión que no pensé hallar en alguien que se toma tan en serio su proyecto artístico.
Radio COCOA: Según he leído, no hay para ti una distinción tan grande de prosa y poesía. ¿Cómo las trabajas?
Para mí no son diferentes en el sentido filosófico. Mi poética es la misma para escribir poesía que para escribir la narrativa. La forma en la que me enfrento al lenguaje es igual. Con eso te quiero decir que cuando yo me enfrento al lenguaje para escribir, ya sea una novela, ya sea un poemario, es a partir de una especie de hambre de descubrimiento. Me enfrento a la palabra sin saber hacia dónde voy, pero teniendo unas intuiciones sensoriales de atmósfera, de tono, de ritmo.
A partir de eso me pongo a experimentar, y eso lo hago tanto en narrativa como en poesía. Escribo para que el lenguaje me devele experiencias estético-poéticas, y esto también lo hago con la narrativa. Yo convivo con momentos en los que, escribiendo narrativa, me sale algo que tranquilamente podría estar en un verso. Encontrar momentos del trabajo con el lenguaje en los que el lenguaje te desoculte emociones, ideas que están dentro de tu cabeza, y de repente encuentras la manera precisa de decirlas.
Esa es una experiencia poética que puedes tener independientemente de si estás escribiendo poesía, dramaturgia, o incluso un ensayo. Simplemente por el hecho de trabajar con la palabra, si tienes una mirada sobre la palabra como la que te estoy diciendo, es fácil que la escritura se transforme en un trabajo de este calibre filosófico sobre la palabra.
RC: Hay algunos rasgos poéticos bastante claros en tu prosa. ¿Cómo has venido trabajándolos?
Yo he pensado mucho últimamente sobre mi prosa y cómo esta se ha ido vigorizando. Hace unos días otee —porque no pienso leérmela otra vez— La desfiguración Silva para comprobar qué tanto había cambiado mi prosa desde mi primera novela hasta la última. Y sí creo que se nota que tengo una inclinación poética, pero también noto que ahí está más contenida, tal vez por los requerimientos de esa novela. No lo sé, ya no recuerdo cómo fue el proceso de escritura. A lo mejor fue por los requerimientos, porque cada novela te pide algo distinto. Pero también creo que fue porque yo apenas me estaba descubriendo como narradora.
¿Qué quiero decir con eso? Que a mí me tomó mucho tiempo, muchos años de escritura, descubrir quién soy con la palabra: cuál es mi estilo, mi marca de identidad. Por mucho tiempo, yo negué mis características, lo que me sale natural. Tenía esta idea anquilosada de que escribir bien es escribir sin florituras, esta idea que nos repiten en los talleres: “La prosa tiene que estar libre de poesía, cuidado con irnos de intensitos”. Como esto me lo habían repetido en talleres tantas veces, yo lo tenía grabado. Creo que algunos talleres me hicieron mal (risas).
Pero esa no era yo. Ahora no entiendo qué es eso de la limpieza en la prosa, por qué tiene que estar limpia. Tal vez me interesa más el concepto de suciedad. Trataba de moldearme a escribir como los autores que me gustaban en lugar de enfrentar mi relación personal con el lenguaje y llevarla a cabo en libertad. Es como la adolescencia: cuando eres adolescente y te ves al espejo y no te gustas, te toma un tiempo para gustarte. Siento que eso pasó entre mi prosa y yo. Yo me veía deforme en mi escritura, no correcta, y me tomó años respetar mi propia mirada respecto al lenguaje.
Y años después, cuando ya me empezó a resbalar la idea de la prosa limpia, cuando encontré a nuevos autores, que ya tenían una relación con el lenguaje parecida a la mía —Pascal Quignard, Clarice Lispector, y mucha poesía—, me di cuenta de que me estaba encadenando, y acepté mi forma de escribir. Y así fue como empecé a sentir que, por primera vez, estaba escribiendo algo bueno. Nunca estás seguro de si escribes algo bueno cuando estás imitando. Cuando por fin haces las paces con quien eres y empiezas a escribir desde una zona de honestidad, es cuando te empiezan a salir cosas buenas.
RC: Hay una relación evidente entre Historia de la leche y Mandíbula. ¿Cómo trabajaste ambos libros?
Cuando estaba escribiendo Mandíbula estaba escribiendo Historia de la leche. Y a la vez escribí Caninos, el cuento que publiqué con Turbina. O sea, todo dientes (risas). Escribí todo el mismo año. Yo no tengo la capacidad, cuando escribo, de separar todo en universos distintos. Cuando escribo, en mi trip con el lenguaje se me contamina absolutamente todo.
Me doy cuenta, a la vez, de que, si se revisa todo lo que he publicado, todo es el mismo universo. La desfiguración… tiene a los Terán, que están en Nefando también. El tema de dientes, de leche, de maternidad, está en Caninos y en Historia de la leche. Y, por ejemplo, Annelise, el personaje de Mandíbula, aparece mencionado en La desfiguración Silva. No es a propósito, no es que quiera que mis libros se conecten, sino que los personajes se repiten porque el espíritu de algunos libros se repite en otros, o porque hay símbolos que se repiten.
RC: ¿Cómo influyeron los autores que figuran en los epígrafes en la escritura del poemario?
Son epígrafes que dialogan en cada parte del libro. Cada parte del libro tiene un ánimo poético, y ese ánimo poético se vio también en las lecturas y relecturas que yo estaba haciendo en ese momento. Yo encontraba versos que de repente se conectaban con esas partes del libro que yo estaba escribiendo. Ponía versos que yo sentía que estaban dialogando con la mitología de esa parte del poemario.
Historia de la leche es, a la final, un libro sobre los orígenes. Hay mucho mito, mucha carga ancestral. Hay mucho de la mitología de las emociones: de dónde surge la culpa, dónde surge los celos, el castigo. Es todo origen y geografía de las emociones. Al ser un libro de este tipo, se conecta con tantos poemas, de tantos otros autores, que fue natural darse cuenta de las conexiones.
RC: ¿Cómo trabajaste la relación madre-hija en estos libros?
Yo estaba con ganas de trabajar cosas distintas en esos libros. En Mandíbula yo quería estudiar los límites, los extremos de las relaciones entre madres e hijas. Por eso es por lo que hay un deseo casi enfermizo de una hija a su madre, pero también el rechazo de la madre a su hija, y el miedo que la madre y la hija pueden sentir entre sí. Los personajes que están ahí hacen un collage de las emociones extremas, no convencionales, no normativas, de las relaciones entre madres e hijas.
En el poemario, en cambio, hago una exploración de los mitos de origen del asesinato. Si decimos que el primer asesinato para Occidente es el de Caín a Abel, es muy grave porque es un asesinato de un miembro de la familia, un fratricidio. Ese mito de origen me interesaba, pero no me interesaba plantearlo desde las figuras masculinas. Así, en lugar de un padre castigador, hay una madre en busca de venganza, porque han matado a una de sus hijas. Y hay dos mujeres, dos hijas, que son hermanas que se quieren, pero se celan, y una pierde la cabeza y mata a la otra.
El libro también dialoga con El asesinato considerado como una de las bellas artes, de De Quincey. Lo que quería explorar era el mito de la condición humana en torno a estas emociones, en torno al crimen más atroz, que es el matar a un miembro de tu familia, y lo se que podría ocultar detrás de esa piedra.
Y quería cambiar a lo femenino, a un dios femenino, algo que también aparece en Mandíbula. Y eso me hizo pensar en la leche, en la nutrición, en que alimenta, pero también puede enfermar, porque se corta. A la vez es pureza y alimento y, también, un fluido corporal asqueroso. Y eso vino más de la maternidad que de la paternidad. En ese sentido, me aportó cambiar el mito de hombre a mujer.
RC: ¿Cómo estructuraste el poemario?
Como una novela. Fui escribiendo sus partes una a una. Lo fui escribiendo tal y como está el libro. Iba avanzando e iba cerrando una parte. No sólo varía la estructura, sino el tono y el ánimo, en cada parte. Yo no podía escribir un poema de una parte y luego escribir otro de otra, porque los lenguajes se contaminan. Por ejemplo, la parte de El libro de los abismos tiene un tono solemne, casi bíblico, salmódico. Yo no habría podido escribir esos poemas al mismo tiempo que la parte de Mamá cólera.
Lo que sí he hecho después de terminado el libro es ir agregando poemas, sobre todo en la primera parte del libro. He quitado poemas y agregado otros. Pero fue una escritura ordenada.
RC: Hay una referencia a Rimbaud en una parte, a un poema en prosa de Una temporada en el infierno, sobre la belleza…
Es mi poética, es ese momento de encontrar belleza en algo que supuestamente es grotesco. Es algo que a mí me interesa.