Entre el pasado 3 y 13 de octubre de 2019, Ecuador se vio sumido en una de sus crisis políticas más grandes. Mientras el país convulsionaba, decenas de fotógrafos y fotógrafas valientes se arrojaron a la calle a documentar lo que pasaba. Este es un recuento de sus visiones.
El célebre fotógrafo ecuatoriano Jorge Anhalzer dijo alguna vez que “la cámara es un divorcio con la realidad”. Quizás no se equivocaba. Es innegable, para cualquiera que haya tomado una fotografía alguna vez, que al poner un visor o una pantalla frente a sus ojos quiebra su percepción del mundo de alguna manera. Sin embargo, la fotografía también ha sido, desde hace cientos de años, una especie de cable a tierra, un mecanismo para detener el tiempo y convertirlo en historia mientras se nos escurre. En momentos de crisis, cuando el caos aflora, esa facultad es aún más latente y necesaria.
Ecuador acaba de atravesar 11 difíciles días de un Paro Nacional que lo sacudió hasta sus cimientos, detonados por un paquete de medidas económicas que enfurecieron a grandes sectores de la población. La gente se enfrentó a la fuerza pública en manifestaciones intensas e incesantes y la calle se convirtió en un campo de batalla. Mientras, los medios de comunicación tradicionales del país desempeñaron una labor sumamente cuestionable frente a su responsabilidad de documentar lo que pasaba.
En consecuencia, la labor de registrar y difundir los sucesos de las manifestaciones dentro, y alrededor de las zonas más candentes del conflicto, recayó en gran parte en un grupo importante de fotógrafos y fotógrafas, en su mayoría independientes. Fueron ellxs quienes arriesgaron su integridad para salir a capturar imágenes que permitieran construir una mirada más fiel del caos que bullía en las principales ciudades del país. Y es a partir de sus testimonios que vale la pena intentar reconstruir dicha mirada y sus motivaciones, mientras se siguen destilando los efectos del paro.
Si bien existieron manifestaciones particularmente violentas en varias ciudades, los focos de conflicto más intensos se desarrollaron en Quito y Guayaquil. La sede de gobierno fue intercambiada entre las dos ciudades principales del país, mientras miles de personas pertenecientes a las diversas nacionalidades indígenas llegaban a la capital, abandonada por el presidente, para oponerse y resistir a las medidas del “paquetazo”.
Hacia el final del Paro, el conflicto se centró más que nada en Quito, donde el sector de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el centro-norte de la ciudad, se convirtió en un verdadero campo de guerra. Los indígenas se concentraron en las inmediaciones de la CCE y en algunas universidades aledañas que sirvieron como centros de acopio y ayuda humanitaria. Desde ahí marcaron el frente de su resistencia en un intento de tomarse los espacios de poder del gobierno, tales como la Asamblea Nacional.
La mayoría de fotógrafos y fotógrafas del paro se esparcieron por esta zona, acompañando el movimiento de las manifestaciones. Su consigna, en todos los casos, fue encontrar una manera de retratar lo que veían de forma fiel a su visión, mientras se exponían a la brutalidad de la represión policial, y en ocasiones, a la agresividad de algunos grupos de manifestantes. Como comunicadorxs, sufrieron de primera mano muchas de las heridas que el paro deja en el tejido social del país. Según datos extraídos de GK, hubo 115 agresiones a periodistas.
“Pues en realidad estamos expuestos a muchos peligros”, decía David Díaz, del colectivo Fluxus Foto, el domingo 6 de Octubre, durante los primeros días de convulsión. “Hemos estado expuestos (…) a que te puedan agredir, a que te puedan quitar los equipos como sucedió con otros colegas fotógrafos que fueron golpeados”. “En mi caso personal yo tuve un incidente con la policía nacional. Intentaron llevarme detenido dos veces simplemente por estar haciendo mi trabajo”, comentaba por otro lado Andoni Cuadros, del Colectivo Laberinto, una agrupación de independiente de fotógrafxs jóvenes en Quito.
Los riesgos eran omnipresentes para todo aquel que estuviera involucrado en las manifestaciones. Y de alguna manera, se intensificaban para lxs fotógrafxs, enfrentándolxs constantemente con una disyuntiva sumamente filuda: “Es bastante riesgoso estar en esto porque no sé hasta qué punto vale la pena arriesgar tu vida por una fotografía” -decía Cuadros en medio de la calle- ”pero ese es el compromiso que nos lleva (…)”. Y el compromiso, mientras más difícil es, deja resultados más invaluables.
Tal es el caso de la fotografía más emblemática de las manifestaciones, tomada por David Díaz, en la que se retrata a una indígena de Cotopaxi, en su traje típico, que parece emerger briosa de una nube de gas lacrimógeno. «Me habían dado un perdigón en la pierna y por eso me retiro y empiezo a subir por una calle, un poco cojeando; cuando estaba a media cuadra la vi a ella parada, tal cual está en la foto, ella no posó para la imagen», afirmó el fotógrafo para BBC Mundo.
Imágenes como esta dan cuenta de la humanidad que se rasgó durante el conflicto, un rasgo vital y difícil de rescatar en medio del ambiente inefablemente tenso de esos días. Humanidad espantada y adolorida, que se tradujo en un clamor colectivo y desbordado, que no se puede calificar ni sintetizar fácilmente. Si bien derivaba de las medidas impuestas por el gobierno, por momentos parecía ser un desfogue mucho más grande y reprimido de años de desigualdad y problemas sociales, compartido por muchos sectores. Esto era imposible de percibir, y más aún de intentar descifrar, para quienes no salían de sus casas.
“La verdad es que cuando sales a las manifestaciones ves gente de todo tipo. Primeramente, obviamente (sic) están los compañeros indígenas. Pero también tenemos la clase obrera, tenemos también la clase trabajadora, tenemos muchos estudiantes que salen a protestar. También tenemos colectivos de DDHH, colectivos feministas…”, afirmaba la fotógrafa independiente Paola Paredes. Andoni la complementa: “La gente que se encuentra protestando es gente que está luchando por todos sus derechos. No es simplemente el subsidio a la gasolina, no tiene que ver con un presidente, no tiene que ver con un representante político. Es gente que está cansada de atropellos de hace más de diez años y que en algún momento tenía que reventar”.
Y mientras esto se desenredaba en episodios de violencia y represión que hirieron la memoria del país para siempre, por los lados se desparramaban otras muestras de humanidad que de una u otra forma formaron un contingente. “Los medios grandes piden imágenes de las manifestaciones, el gas, el fuego, la violencia. Son las imágenes que venden”, decía Karen Toro, de Fluxus. “Y en un momento hablamos y dijimos no, hay otras cosas. Están los centros de acopio, la gente que llega. Dónde duermen, qué pasó con los brigadistas, las reuniones entre las personas que llegaron a manifestarse, qué pasaba con los niños… Un montón de otras cosas que nos interpelaron a repensar qué queremos decir. Eso creo que es importante”.
Mucho se habló de empatía en los días del paro. De ser capaces de mirar a través de los ojos de otra persona. Los ecos de estos discursos se van desvaneciendo poco a poco, pero las imágenes que quedan son una materialización potente que evita que eso pase. Las imágenes vinieron de personas que pusieron su cuerpo y su mente a prueba, intentando navegar todos los lados del caos con sus cámaras. “A todos nos pasó, y un poco de lo que hablábamos después de varios días, era que ya no sabíamos qué fotografías hacer, ya no sabíamos si queríamos seguir alimentando esa imagen de de la violencia”, decía Toro.
Pero era difícil parar. El conflicto se sentía de cerca y de lejos como una ola que arrasaba con todo a su paso. Santiago Fernández, ex-bajista de Colapso y fotógrafo del Diario La Hora, lo definía de la siguiente manera mientras respondía por Whatsapp a su entrevista, en medio de una manifestación en los primeros días: “Es un reto personal a nivel físico y psicológico. Han sido 5 días de gas de golpes de lágrimas, de indignación”. En medio de todo, el único alivio era la solidaridad de la ciudadanía, expresada en la ayuda voluntaria que brindaron a los manifestantes y a la prensa.
“He visto mucha gente que va preparada para ayudar a los manifestantes con el gas lacrimógeno. Van con leche de magnesio, van con vinagre, van con agua de bicarbonato, entonces tú sales corriendo de los gases lacrimógenos y enseguida te encuentras con un grupo de gente que te está acogiendo, que te está queriendo proteger”, decía Paola Paredes. “Como fotógrafa también he podido ver mucha solidaridad que también es una cosa media irónica, porque ves tanta violencia, tanta represión y en el medio también puedes ver tanta belleza entre los compañeros ecuatorianos”.
Lxs fotógrafxs, detrás de sus cámaras, se veían en la constante obligación de encontrar la humanidad en esta mezcla de dolores y frustraciones que estaban siendo supuradas por la gente en la calle. “Como fotógrafa, algo que me ha pasado es que la gente no le gusta ser documentada. Mucha gente a veces me regaña. Yo tengo que tener como mucha paciencia en explicarles que yo soy una fotógrafa independiente queriendo mostrar otros lados de la historia que la prensa solo cubre un poco”, afirmaba Paredes. Y esa labor, fue en muchos casos remedio y víctima a la vez, de la histeria colectiva y la confusión.
La desorientación como una constante del caos arremetía desde muchos frentes. Por un lado, encarnada en la fuerza pública y su represión, que podría considerarse como un ejercicio de ceguera en sí mismo. El gas lacrimógeno se convirtió en un símbolo nefasto de los días de protestas, nublándolo todo con su humo: “El último día, anteayer (12 de Oct.) que fue el último día que cubrí, un rato estaba en la 9 de Octubre esperando que pase algo, y estaba conversando con unos policías y ellos me dijeron también que ya querían que ya se acabe”, contaba Santiago Arcos, fotógrafo que cubrió el paro desde Guayaquil para la agencia Reuters.
Por otro, los medios de comunicación masivos y su labor desarticulada también ejercían una forma de represión indirecta, confundiendo a la gente. “En mis nueve años de carrera nunca he visto un peor despliegue de los medios nacionales”, afirmaba después Arcos. A ello se podría agregar la visión de Karen Toro: “En televisión, por lo general están de un lado más ‘seguro’, del lado de la policía. Entonces tienes otra perspectiva desde no sé, una terraza, un techo y uno así puede descontextualizar la situación y no entender realmente lo que pasa”.
La labor de lxs fotógrafxs se batía en medio de todo con un factor de riesgo sumamente alto, que por mala suerte en este contexto, es irrevocable a su oficio. Lo que ellxs hacían, en vez de poder ver y reaccionar con los propios ojos a lo que ocurría, era tratar de congelarlo a través de un aparato que distorsiona la realidad físicamente. Para ello, era fundamental pensar estratégicamente y cuidarse el doble.
Arcos deja ver un punto crítico al respecto: “Por suerte, hace dos meses, Reuters me mandó a México para hacer un curso de entrenamiento para coberturas en ambientes hostiles. Y te juro que a mí me indigna que acá en Ecuador no se mande a los fotógrafos de prensa a hacer eso. Yo fotografié durante 3 años para medios aquí en Ecuador y nunca, nunca me hablaron, ni siquiera remotamente, de lo que me dieron en ese curso (…). En serio practiqué todo lo que aprendí. La agencia no me dejó salir sin casco y sin máscara de gas adecuada, cosa que me sirvió full, porque hubieron full gases”.
Pero más allá de los protocolos de seguridad, la solidaridad fue algo que hicieron florecer entre su gremio, emulando a la solidaridad que veían en la sociedad civil.
“Hay momentos en los que tienes que tomar decisiones, tienes que asumir riesgos, tienes que estar consciente de ello. Y por eso nuestras coberturas son en equipo. No salimos solos, nos cuidamos la espalda unos a otros. Y digamos si alguien tiene que acercarse más al frente, siempre hay alguien atrás que está pendiente de ese fotógrafo. Siempre nos cuidamos las espaldas. Eso es básico”, afirmaba David Díaz.
Su compañera de colectivo agregaba: “Lo que hicimos fue pensar mucho en el cuidado colectivo. Nos comunicábamos constantemente, de quién iba a salir, dónde iban a estar, si alguien iba a ir al norte o al sur. Tratar de estar juntos, de cuidarnos, de si alguien tiene un casco extra prestarle al otro, de si no llevaste mascarilla darte otra. Eso, del cuidado permanente y no solo de los miembros del colectivo, sino que estábamos en contacto con amigos fotógrafos y fotógrafas, otros, y nos cuidábamos entre nosotros”.
Esta, quizás es la muestra de humanidad que más sostuvo el deber que asumieron ellxs por su cuenta. El de encontrar una perspectiva coherente con sus principios, que pudiera ser traducida en un registro fotográfico para la posteridad. Su trabajo, con todos los riegos que implicó, queda como una piedra angular en la historia del país, algo que debería salvarnos de olvidar los estragos del paro, sus causas, sus consecuencias, y también los frutos que dejó en medio de la adversidad.
Aunque sus enfoques y criterios varían, las imágenes que nos dejaron permitieron construir una narrativa descentralizada de lo ocurrido, casi en tiempo real. Muchos de ellos, apoyándose en el poder de las redes sociales, una herramienta que parece formar parte de nuestro día a día de forma mucho más mundana, pero que se redefinió a sí misma en estos tiempos. La inmediatez, sirvió esta vez para romper barreras y para engendrar una evidencia viva de una de las crisis más intensas que han azotado al Ecuador.
El conjunto de sus miradas da cuenta de un momento doloroso y nos permitirán mirarlo en retrospectiva. Su labor es invaluable por haber expandido las posibilidades de la fotografía como medio, mucho más allá de lo estético, hacia terrenos bastante más complejos: la imparcialidad, la veracidad y la cercanía. Resulta paradójico pensar que el registro más potente que tenemos del Paro viene de un gremio que por naturaleza “se divorcia de la realidad”. Quizás, si no lo hicieran, no podrían haber captado todas esas fotografías, para reconciliarnos a nosotrxs con ella.