El Apitatán está peléandose con el invierno cruel de Quito para dar vida al mural más grande de su carrera. Mientras la lluvia lo pone a prueba, él parece asimilar poco a poco los alcances y el presente de su obra.
Una madeja densa de nubes grises opaca el cielo. El sol pelea por filtrarse entre los huecos que le quedan para calentar la calle aunque sea un poquito, como queriendo resistir a la lluvia que amenaza con caer furiosamente sobre la ciudad.
Detrás de los troles que pasan como gusanos silenciosos por la calle, hay un muro enorme, plagado de formas y colores. La pintura cobija a toda la plaza, de inicio a fin, alzándose sobre ella como una ola colosal. Hacia uno de sus extremos está el Apitatán, en cuclillas.
Muchos lo conocen, muchos han visto alguno de sus personajes geométricos sonriendo desde alguna pared de Quito. Es moreno, de contextura fibrosa, mirada afilada detrás de unos lentes cuadrados y una barba de personaje bíblico. Está aislado en sus audífonos mientras acciona una lata de aerosol sobre el muro. Está pintando una esquinita del universo, un pedacito de los 500 metros que tiene que derramar para cubrir toda la plaza. Tan concentrado y tan sumergido, parecería que quiere redescubrir él mismo quién es el Apitatán.
En seis años de carrera, Juan Sebastián Aguirre ha dejado su huella en las paredes de todo Quito, a lo largo y a lo ancho, y ha salido también a hacerlo en rincones tan lejanos como Holanda o Paraguay. Como artista urbano, se ha plantado en un montón de ciudades, y poco a poco va plantándose en cada vez más cabezas que se identifican con sus muros a diario. ¿Y ahora?
«El arte es cuestión de una constante búsqueda», dice mientras espera que le pasen el almuerzo. Su voz se opaca por el pasillo que brota del parlante a sus espaldas, y por el bramido del granizo que cae en la calle amenazando su mural.
Lleva días trabajando sin descanso en el muro más grande de su carrera y la lluvia está librándole una batalla descarnada que retrasa su labor constantemente. Pinta hasta que el cielo se le viene encima. Cae la lluvia y entonces tiene que declarar la retirada. Guarda todo al apuro con sus asistentes en unos baños abandonados que le sirven de bodega y busca refugio en el restaurante de la esquina.
Mirar hacia adentro
El Apitatán empezó retratando personas sonrientes que hablaban de forma coloquial para hacernos reír desde las paredes. La vida lo llevó a dar la vuelta por América Latina en el último par de años. Ahí, además de pintar , aprovechó para visitar museos y hacer amigos. «Como fruto de mis viajes, me he dado cuenta de que a través de los muros puedes decir cosas y que es muy importante también lo que dices». Poco a poco comenzó a mutar la lógica de sus murales desde esta premisa, entrando en una búsqueda de identidad que lo acercó muchísimo a las culturas prehispánicas de nuestro continente. «Yo no soy indígena -dice-, «soy mezclado, pero siento que tengo una conexión muy fuerte con ese lado y que algo me llama a explorarlo para entender quién soy y de dónde vengo».
Desde México hasta Paraguay comenzó a pintar indígenas por todas partes. Recientemente, pintó un mural en Monteserrín al que llamó «Los Guardianes del Yasuní», en el que retrata a un guerrero shuar que cobija a un colibrí en sus manos. «El muro no está bien en relación al título que le puse, porque no hay colibríes en la Amazonía y me di cuenta de que tenía que investigar más». A pesar de que él considera que esto fue un error, el muro lo lanzó aún más adentro en su proceso de acercamiento a lo precolombino, y lo llevó a pintar por comisión en una estación científica en la selva. Dice que tuvo que ver documentales, leer libros e investigar a conciencia sobre las personas que habitan ese terreno. De otro modo no iba a poder materializarlas correctamente con la pintura, a ellos ni al choque brusco que enfrentan con la vida moderna. A su vuelta a Quito, uno de los retos más grandes de su carrera lo estaba esperando.
El muro más grande
Viendo esta afinación progresiva de su trabajo, el Municipio de Quito se acercó a él y le comisionó un mural gigante en una plaza que está detrás de la estación del tren de Chimbacalle. La única indicación que le dieron fue que querían que incluyera un tren, y él, contento con la propuesta y con la libertad creativa, se lanzó de cabeza. No contaba con el invierno de Quito, uno de los más desgraciados en la memoria reciente. La corvina humeante que le pasan le sirve como aliciente para la frustración que siente frente al clima.
Hace un par de horas seguía al pie del cañón. Cuando cotizó el muro para el Municipio, el contrato quedó en 400 metros. Él no se quiso quedar con la pica y viendo que le regalaban el lienzo se atrevió a pintar por encima del bordillo que hacía de margen superior, además de las gradas y las jardineras. Cree que todo eso suma unos 100 metros más. Quisiera poder proteger su progreso del ataque de la lluvia cada tarde, pero el presupuesto que le asignaron no alcanzaría para contratar un plástico del tamaño necesario, y el camión que tendría que transportarlo. Estos retos le han mostrado que esta vez no solo se trata de plasmar una idea suya en la pared. Ahora es cabeza de un proyecto, contrata asistentes, alquila una grúa mecánica para alcanzar las partes altas del muro. Él es la cara de la obra.
No todo son complicaciones. Juan Sebastián se la está jugando por algo. Como buen muralista, está consciente de que sus muros no le pertenecen una vez que los deja en la calle, que «recién empiezan» cuando él los termina. El barrio se ha puesto en movimiento a su alrededor. Los pelados que salen a tirar rimas en la plaza se le han sumado como artillería de refuerzo cuando ha tenido que pintar en la noche para recuperar el tiempo que le quita el clima. Las vecinas y los vecinos están contentos con ver revitalizada su plaza. Su crew de asistentes creció cuando un rapero del barrio que se hace llamar SECK se acercó a él para contarle que estudia pintura en la CCE y que quería ayudar.
Además de todo eso, 50 personas atendieron a un llamado que hizo en Facebook para conseguir manos colaboradoras y ahora ha tenido que organizarlas en horarios para que su ayuda sea eficiente. El pintor se convirtió también en capataz de alguna forma, y está contento de ver cómo su propuesta generó tanta vida en el barrio.
Mientras él pinta, los colegiales pasan y se toman fotos, las familias se detienen a ver el proceso como atracción turística, los pasajeros del bus se pierden de la rutina mirándolo desde la estación. Al otro extremo de la plaza, está don Jorge Pazmiño con su nieto Justin. Morador de Chimbacalle hace 60 años, dice contento que le gusta lo que el Apitatán está haciendo. Cuenta que hace décadas, cuando el ferrocarril que conectaba la costa con la Sierra funcionaba como eje comercial del país, esa plaza estaba ocupada por tanques de gasolina gigantes que abastecían a la locomotora, y a su alrededor se esparcían un sinnúmero de bodegas donde llegaban los materiales de comercio que el tren traía desde lejos.
Cuando el tren se quedó quieto la plaza cayó en el abandono y se convirtió en un hueco peligroso para el barrio, uno de esos lugares propensos a los asaltos.
El Apitatán dice que la obra metaforiza al tren como «símbolo de unidad nacional». La locomotora roja que ocupa el tercio inferior derecho de la obra une una parte enorme del tiempo y el espacio del Ecuador. Todo empieza con el retrato de la princesa Pacha, la última monarca de los Quitus que fue casada con Atahualpa para sellar la anexión de nuestro territorio al Tahuantinsuyo. A sus espaldas está la estrella de ocho puntas que representa el cruce de los caminos energéticos del universo en la cosmovisión indígena. A su lado se alza el Cotopaxi, seguido de una niña otavaleña que juega tranquila con el tren de juguete que le comparte un niño montubio a medio hacer.
La pintura entra en la costa y la vegetación y el cielo de su fondo cambian. De repente, el tren deja de ser un juguete para convertirse en una locomotora de tamaño real que espera en una estación repleta. En ella hay una multitud de personajes que grafican muchas de las partes en las que se divide nuestra idiosincracia.
Entre ellos hay una madre negra dando de lactar, un jugador de fútbol (la religión del Ecuador, dice Juan Sebastián), un diablo huma, una mujer de la Amazonía. Hasta está él mismo. «Son tantos personajes que hay chance para hacerlo» dice, tomándose la licencia. Es parte de la improvisación, de cómo el muro «va tomando vida en el hacer». «Sí tenía un boceto, pero mis bocetos siempre dan lugar al freestyle».
Llegan dos de sus asistentes y él les explica cómo ir rellenando y definiendo las formas de esa multitud. Mientras, su acompañante de siempre, el «Taita», difumina el fondo morado de Pacha con un rodillo, subido en la grúa al otro lado de la plaza. Seck, el rapero, está más allá, sumergido en el rojo del tren, poniéndole las ventanas. De vez en cuando sale un perro de la casa contigua a ladrarles a todos mientras San Pedro comienza a tronar otra vez . La grúa se daña de un rato a otro y el Taita tiene que ser socorrido con una escalera para bajarse. Poco tiempo después caen las aguas y todo debe detenerse un día más.
La reinvención
De vuelta en el almuerzo, Juan Sebastián cuenta que no podría definir como «indigenismo» al nuevo matiz que ha tomado su obra. Admira y reconoce lo que hicieron Camilo Egas, Guayasamín, Kingman, en su momento, pero cree que lo suyo va por otro lado. Aún con eso, no deja de definirlo como un despertar de la conciencia, una forma de cuestionar «el montón de cosas turras que nos imponen hoy en día».
Reconoce que sus muros se han vuelto más contestatarios de algún modo. Ya no solo busca hacer reír a la gente con sus personajes, sino también ponerla a pensar, proponerle una reflexión de lo que está viviendo. A esto responden los mensajes que ahora acompañan sus paredes, su preocupación por los acontecimientos que vive nuestro país en cuanto a lo ambiental, su incitación a «hacer» cosas en vez de quedarse parados pensándolas.
Un reflejo de este cambio en su obra es uno de sus murales más recientes, pintado en vísperas de la conmoción que causó en nuestro país el último proceso electoral. «Todo el mundo estaba quejándose en las redes sociales, y yo decidí hacer algo. Me han dicho que estoy incitando a la violencia, pero yo no creo eso. Es solo hacer algo. Para mí eso puede ser pintar un mural, para otra persona puede ser prender una bomba molotov, pero en el fondo se trata de tomar acción».
Para vivir este proceso de exploración a fondo, y convertirlo en una reinvención, el Apitatán se ha planteado una especie de set de guías que busca plasmar en sus murales este año. Quiere por ejemplo, comenzar a pintar más mujeres o pintar «en blanco y negro». Su mural de la bomba molotov es quizás la primera muestra explícita de sus ganas de cambio. Lo pintó sobre otro muro suyo del 2012, que también era un busto de un personaje masculino con dos manos y una frase. La forma base sigue siendo igual, pero ahora el personaje es un malandro rebelde y sin color que incita a la gente con una postura política.
«Cada cosa tiene su lugar y su momento», dice. En sus ganas de redefinirse no descarta ninguna posibilidad. Ahora pinta su primer muro oficial para una entidad pública, contento porque eso refleja que alguna forma de cambio se está gestando en las instituciones respecto a su oficio.
No obstante, también está dispuesto a apropiarse del espacio público para pintar otro tipo de cosas en otro momento. Tal vez eso sea sin permiso, aprovechando las paredes que se quedan desnudas y abandonadas en la calle. «Quito es una ciudad súper desordenada que ha ido creciendo según ha ido pasando el tiempo, sin una planificación real». Esa es otra forma de decir que la ciudad es su terreno de juego, que él está feliz de adaptarse a las reglas de quien lo invite a formar parte de ella, o de plantear sus propias reglas cuando no haya nadie para dárselas.
«Sí podría decir que de los pintores callejeros en el Ecuador puede ser que yo sea de los que más pinta porque me encanta y porque trabajo de esto…. Y sí creo que es un producto de la constancia y del ‘hacer’, porque estás activo, estás pintando». Lo dice, refiriéndose al gigante que lo espera afuera tras la cortina de aguacero.
El clima y el tiempo le han puesto el camino cuesta arriba, pero el no deja de intentar. Quiere pintar 500 metros cuadrados en un tiempo récord. Hasta este punto ha llegado ahora, como un quiebre en su vida artística. Aquí está recolectando el fruto de todo lo que ya ha hecho, y tomando impulso para lanzarse a todo lo que ya quiere hacer. Hasta mientras, si la lluvia no le da permiso de pintar durante la tarde, Apitatán puede seguir comiéndose su corvina.