Ya no estoy aquí: una historia de desarraigo

por Martín González
En su tierra, Ulises era el líder. Afuera es sólo una de tantas personas que sobreviven en una jungla de concreto. Te invitamos a ver la nueva peli de Fernando Frías.

Juan Daniel Garcia Treviño como Ulises Sampiero. Fotograma de Ya no estoy aquí

 

Dirección: Fernando Frías

Guión: Fernando Frías

Reparto: Juan Daniel García Treviño y Xueming Angelina Chen

País: México y Estados Unidos

Año: 2019

Duración: 106’

Estreno: 2019. El 27 de mayo de este año se estrenó en Netflix.

 

Alguna vez, conversando con la mamá de uno de mis mejores amigos, que ha vivido fuera de Ecuador desde hace más de 10 años, topamos el tema de la migración. Ella ha rodado por Bolivia, Perú y Argentina, países de nuestra región que más o menos se parecen entre sí. Finalmente, todos los latinos nos reconocemos como latinos de alguna manera.

Recuerdo con impresión que en un punto dado dijo: “No importa cuánto tiempo hayas estado en un lugar o cuánto sientas que te vas acostumbrando, siempre habrá alguien o algo que te recuerde que no eres de ahí”. Dura frase. Más aun viniendo de una persona adulta. Y todavía más, viniendo de una persona adulta que ha sabido ser migrante por más de una década.

Ahora, imagínense tener 17 años y ser arrancados de su ciudad de origen, donde está su grupo de amigos, que son todo lo que tienen en la vida. Imagínense que pasa eso porque tienen que huir de un grupo de gente que podría asesinarlos a ustedes y a su familia. Imagínense que se van ilegalmente “al otro lado”, a un país donde hablan un idioma que no entienden y viven de maneras que no se parecen en nada a lo que conocen. Eso es lo que le pasa a Ulises, el protagonista de Ya no estoy aquí, la nueva peli de Fernando Frías.

En su tierra, Ulises sentía que pertenecía a un lugar. Fotograma de Ya no estoy aquí

 

Ulises es el líder de la pandilla de los “Terkos”, un grupo de “Cholombianos” o “Kolombias” de Monterrey. Los Cholombianos son —¿eran?— una tribu urbana de jóvenes caracterizados, además, por estilos de cabello sumamente extravagantes y por atuendos anchos y coloridos. Su estética era una reinterpretación audaz de la cultura de la cumbia colombiana, a la cual adoptaron pero en versión “rebajada”, gracias a un hecho fortuito —más de eso aquí—.

Todo eso lo tradujeron en una forma de bailar que parecería algún tipo de antiguo ritual de cortejo entre guerreros aztecas. Y alrededor de ello configuraron su propio microcosmos social. La diseñadora inglesa que “los hizo famosos” al poner su imagen en un libro que rotó por las altas esferas londinenses dijo que eran “el grupo de personas más interesantes de una ciudad conservadora como Monterrey”. 

Su existencia representa una revolución cultural, un remix salvaje de música, estéticas y creencias únicas. O, dicho de forma más humana, una identidad colectiva muy profunda. Lamentablemente —como lo muestra la película—, fueron segregados por la narcoviolencia que aqueja al norte de México, hasta desvanecerse poco a poco. 

En la soledad de una nueva ciudad, Ulises sólo puede resistir. Fotograma de Ya no estoy aquí

 

Ulises, en el universo de la película, termina siendo una de las víctimas de ese choque violento. Eso lo obliga a escapar a Nueva York, donde su identidad no logra cuajar del todo con ninguna otra de las que ahí encuentra. Pasa de ser el rey de su barrio a una más de las tantos personas que tienen que pelear a diario contra la marea en la ciudad más salvaje del mundo, para no ahogarse. 

Deambula por las calles tranzando amistades a medias con una adolescente de ascendencia asiática y una prostituta colombiana. Mientras, huye del grupo de mexicanos que lo recibió en primera instancia, después de una riña provocada por las burlas que ellos profieren contra su forma de vestir y de bailar. 

Para Ulises y los suyos la, su cumbia —a la que llaman “Kolombia”— es sagrada. No admiten el mínimo irrespeto contra eso que da sentido a su vida. Y es por eso que él se aferra a ella como lo único que le queda cuando se ve perdido en la jungla de concreto.

Hasta ahí nomás de la sinopsis. Si quieren saber cómo acaba la historia de Ulises, vayan a verla en “la Netflix”. 

 

En una clave similar a Ciudad de Dios, esta película es una oda grupal a la cultura de un barrio periférico en una gran ciudad. Si bien hay un protagonista con el que es fácil empatizar, la historia también va del grupo humano y la ciudad que determinan su forma de ser. La cultura de los feligreses de la cumbia de Monterrey se ve retratada de una forma muy poética y contemplativa, que no deja de ser vibrante a la vez. Se siente genuina.

Esto se debe a que lxs intérpretes de la película son, en gran parte, actores y actrices “no-profesionales”: chicos y chicas que viven lo que representan frente a la cámara. Entre ellos destaca sin duda Ulises, quien cobra vida como un personaje inocente y enigmático. Es el retrato vivo de una persona herida que trata de no reflejarlo.

Por todo ello, se merece mucho reconocimiento Fernando Frías de la Parra. Este joven director mexicano se suma a una lista de cineastas muy interesantes que le han dado un cine de alta calidad a su país en los últimos años. Su estilo narrativo destaca por su meticulosidad y solidez. Y también por ser exigente. 

Esta película demanda la atención del espectador, y también la fortaleza de sus tripas. Su narrativa cruda y no lineal no presenta comodines ni esquinas suaves. Esta es una historia de pérdida y desarraigo que, si bien está contada de forma muy prolija, no tiene nada de barniz ni edulcorante. Ya lo comprobarán cuando la vean. 

 

Narrar la extinción forzosa de un grupo social que en algún momento fue capaz de emerger desde lo marginal por su propia cuenta es delicado. Más aun cuando dicho relato se construye utilizando a las personas de ese grupo social como artífices. El director lo entiende bien y al final deja una obra que es respetuosa y profunda, alejada de los lugares comunes y de las imágenes planas. 

Ya no estoy aquí es una película redonda por todos esos rasgos. Pero no por eso es una película amable, con nadie. No por tener una estética altamente cuidada y estilizada, deja de ser mordaz y cruda a la hora de retratar algo eminentemente triste: la disolución de la identidad.

Dependiendo de quién la vea, puede ser que la sensación final sea muy amarga. Pero quizás, eso está bien. Y está bien que una declaración de esas características tenga un lugar ganado en una plataforma del mainstream como Netflix. El mundo se ha vuelto sombrío, y esa es la verdad. La migración es un acto difícil, y más aún cuando es forzada; y esa también es la verdad. Y a veces, la verdad nos saca un tajo cuando la vemos. 

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