El Canoafest es una celebración al arte, a la música y a la vida en comunidad. Esta es un testimonio de cómo se vive este festival desde la perspectiva de un quiteño aburguesado y acostumbrado a otro tipo de festivales.
Canoa es un pueblo pequeño ubicado al norte de la provincia de Manabí, muy cerca del epicentro del terremoto de 7,6 grados que azotó la costa de Ecuador en abril de 2016. A un año de la tragedia, ya no se ven escombros en la calle, ya no se siente la desesperación en el aire y el duelo ha sido lavado por la marea y la brisa. Aunque se respiran otros aires y los turistas han comenzado a regresar poco a poco, todavía no se puede decir que el pueblo haya renacido totalmente, pero por suerte existe el Canoafest.
Desde hace cuatro años, bajo la visión de Rodrigo Intriago (un emprendedor embalado de Manabí) y Miguel Vinueza (un metalero quiteño que toca el bajo en Descomunal), el pueblito se inunda de música y cultura durante un par de días. Cuando llega el Canoafest, la gente cambia su chip momentáneamente y de repente todos se conectan con la parte más musical y artística de su ADN.
Para un man que viene de Quito y está acostumbrado a ver eventos de este tipo propagarse a lo largo y ancho de su ciudad, llegar a presenciar uno parecido en un pueblo con la economía golpeada puede ser una experiencia refrescante y hasta reveladora. El festival apunta a cambiarle la cara a Canoa y ponerlo en el mapa de nuestro país como un foco para el arte que se enciende cada vez más. Estar metido dentro de él, viviéndolo en primera persona, provoca que uno también cambie su percepción sobre los festivales y que encienda nuevas ideas sobre ellos.
El Canoafest podría parecer simplemente una reunión de bandas alternativas sacadas de la gran ciudad para tocar a la orilla de la playa. Visto así, hasta podría tomarse como una iniciativa novelera. No obstante, después de cuatro años de crecimiento a prueba y error, sus organizadores han entendido el valor que tiene la música para unir a una comunidad.
Esta metamorfosis no fue fácil e incluso implicó extirpar parte de la esencia de los organizadores del festival. Miguel, el metalero de la dupla organizadora, me contó alguna vez entre risas que notó la necesidad de programar mejor el cartel cuando Descomunal, su propia banda, dio una presentación que no le cuadró mucho a la gente local. Del mismo modo, recuerda con emoción la presentación de Alma Rasta, una banda de reggae de la capital que por el contrario encendió una mecha explosiva y puso a todo el mundo a menearse frente a la tarima, desde los más pequeños del pueblo.
Con estas experiencias, los organizadores han afinado el carácter del festival cada año. Así, para esta edición particularmente compleja, por darse a un año del terremoto que casi arrasa con el pueblo, lograron montar un evento que más allá de atraer público nuevo para bandas alternativas, invitaba a la comunidad a sumergirse de cabeza en un mundo de nuevas posibilidades y experiencias. En su cuarta edición, el Canoafest se convirtió en una propuesta multifacética de integración comunitaria que apuntó a impulsar a la gente de canoa a «generar su propia visión de lo que significa el arte», según Miguel.
En Quito he visto iniciativas parecidas de festivales privados para hacerlos más atractivos. La oferta de un buen cartel está respaldada por actividades alternativas como ruedas moscovitas, presentaciones de teatro y danza contemporánea o ferias de comida y diseño. Todos estos actos paralelos suelen funcionar para darle más sustento a las bandas y hacer de la experiencia de escucharlas algo más completo. Pero en Canoa, la lógica es diferente.
Dado que gran parte del cartel puede resultar desconocido para el público local, las diferentes piezas que componen el festival se integran de otra forma. La premisa es juntar el concierto a un conjunto de actividades que probaran que turistear en Canoa puede ser mucho más sofisticado que echarse en la arena con unas cervezas entre la cacofonía del reguetón de las cobachas y las olas.
Ese despertar se sentía en los citadinos que llegamos de otros lugares a darnos cuenta de que en Canoa la gente sí tiene su propia percepción del teatro, de las artesanías y de la música. Y más importante aún, se sentía con fuerza entre los habitantes del pueblo que participaban del proceso, cayendo en cuenta de que tenían mucho más para exponer que lo que había dictado la costumbre hasta entonces.
El Canoafest se ha convertido en una especie de catalizador de lo que pasa en la comunidad. Aunque sea durante tres días al año, la gente ha aprendido a reflexionar sobre su pedazo de playa y a sacarle el jugo de otras formas.
Durante el festival hubo una exhibición de skateboarding en un medio tubo de concreto levantado en el parque como homenaje a las víctimas del terremoto. Los pelados del pueblo y de otros lugares de la provincia salían con sus zapatos más vacilones y sus tablas a probar de qué estaban hechos y a sudarlo todo surfeando sobre el cemento.
También hubo una «Noche de Tertulia», en la que brotaron un puñado de grupos artísticos de la comunidad con teatro, números musicales y coreografías de baile para entretener a su gente y para que los visitantes tuvieran una probada de la cultura que vibra dentro del pueblo.
Un taller de elaboración artesanal de cometas le puso el brillo al último día del feriado a pesar de la ausencia del sol sobre la arena. Con un profesor venido de Calceta -una comunidad cercana a Canoa-, padres e hijos, turistas y nativos, aprendieron a montar sus propios retazos voladores sobre pedazos de caña guadúa antes de salir a volarlos en la playa.
La cicleada turística entre plantaciones y potreros llevó a sus participantes a conocer el lado más rural de Canoa y a ganarse una vista privilegiada de todo el lugar después de subir entre los matorrales a la cima de uno de los acantilados más cercanos. Y esto se completó con un par de pedalazos junto al mar, alimentados por la brisa y la sal, que terminaron junto a la tarima justo a tiempo de empezar con los conciertos.
Los citadinos que viajamos a Canoa y nos involucramos con todo esto nos dimos cuenta de que en la playa se puede gozar de otra forma, y de que las bandas y los músicos que hemos visto tantas veces sobre una tarima en nuestras calles también pueden prender la fiesta sobre la arena para un montón de gente ávida de conocerlos en otro ambiente, uno en el que a un lado del escenario se llevaba a cabo un torneo de surf y en el que los parapentes surcaban el aire incesantemente.
Después de ver al pueblo electrificado por todo lo que estaba pasando, uno que está acostumbrado a llegar a este tipo de eventos pensando sólo en la música, se da cuenta de que la música forma parte de un todo, de que puede mover a mucha más gente de la que uno creería y hacerlo de formas inesperadas. La música se sintió distinta al ver a tantos bailando sobre la arena y acumulándose poco a poco junto a la tarima con la caída del sol para bailar con el concierto, porque si bien no habían bandas internacionales ni arrasadoras de multitudes, habían un montón de personas conectadas por descubrir otra forma de disfrutar de lo que pasaba sobre esa playa.
Para un citadino acostumbrado a otros conciertos, toda esa energía fue gratificante, como una bocanada de aire fresco. Todo se sintió como algo más que una fiesta o un momento entretenido en el feriado. Se sintió como si las bandas que uno conoce y que le gustan fueran parte de algo aún más grande y más arriesgado que la música independiente: el despertar de una comunidad.
Ahí parado sobre la arena, junto a la bulla, la gente contenta y las luces, es que un citadino puede detenerse a contemplar todo lo que pasa y entonces piensa que la música junto al mar sabe diferente, sabe bien.