La salsa es el «hardcore del Caribe», un género musical que reinventó los mapas y puso a Latinoamérica en todo el mundo. Hoy en día, tres orquestas de Quito tratan de mantener viva su herencia desde la mitad del mundo.
Fue más o menos en los 70s, que un grupo de latinxs viviendo en Nueva York tomó al mundo por sorpresa e inició una revolución cultural que late hasta hoy. Muchxs sabemos de la cara más visible de este movimiento, La Fania Records. Sabemos que conformaron una constelación de músicxs prodigiosxs; que fabricaron un sonido espeso, picante y contagioso fusionando, cual alquimistas, al jazz con los ritmos afrocaribeños. Sabemos, y no nos damos cuenta, que su obra le mostró al mundo una de las caras más feroces y altivas de la Latinidad, mucho antes de que J Balvin o Bad Bunny usaran pañales.
De todos los lugares posibles, la Salsa surgió ahí, lejos de las palmeras, de la calentura y de Latinoamérica. Y sin embargo, con su nacimiento, el Caribe se convirtió en una sola nación, que gradualmente redefinió todos los mapas para extenderse desde desde La Gran Manzana hasta el Callao.
De seguro en algún momento de tu vida, en alguna fiesta de bautizo o de fin de año bailaste al son de la voz poderosa de Celia Cruz, o viste a tus papás corear los versos de Rubén Blades. Este género diabólico forma parte de nuestra herencia más profunda; de ese cúmulo de cosas entre las que estarían la bendición de tu abuelita, los carnavales exuberantes o las fiestas de quince años.
Es por eso que, hoy en día, existen en medio de los Andes un montón de músicxs que sueñan con poner a bailar a todo el mundo al compás de la salsa. Porque están convencidxs de que el género despierta el calor de nuestra sangre sin importar si hay bruma y montañas, si el que baila es pobre o rico, si le gusta el rap o el rock. En Quito existe la Salsa de Altura.
En Esmeraldas están Los Chigualeros, una institución salsera de larga trayectoria, que ya ha puesto a bailar a todxs lxs hipsters de la capital en dos festivales importantes. En algún momento de la década de los 80s, el mismísimo Álex Alvear tuvo una orquesta llamada “Rumbason”, con la que le sacó el dedo al poder varias veces, por lo cual tuvo que huir a exiliarse en USA durante décadas. Dos salsotecas existieron en Quito, el Seseribó y el Mayo 68, que fueron madrigueras de la bohemia de la ciudad por largos años, antes cerrar y de que la vida nocturna capitalina empezar a agonizar.
Pese a todo eso, la salsa está bastardeada en nuestro medio. No pasa de ser el eco de la música que escuchaban nuestros viejos y que de vez en cuando suena en la oscuridad de una que otra fiesta, o en el repertorio de las orquestas de graduaciones y tributos. Esto, claro está, si se habla de la Salsa Brava, de la que no tiene las mismas pretensiones comerciales que Marc Anthony, por ejemplo. La salsa que justamente, tocan estas tres orquestas con el fin de hacernos bailar perdiendo las poses.
Resistencia
La salsa se origina, como ya se dijo, de la fusión de los ritmos afrolatinos con el jazz y otros géneros afroamericanos. Es, por ende, una música de resistencia, que resuena desde los cantos negros y campesinos de nuestra región. El zongo, el guaguancó, el son montuno y un sinnúmero más de patrones sonoros autóctonos se mezclaron con la vibra citadina y sus mañas. Así, el resultado es una música que lleva codificado el clamor de los de abajo, que acompasa el baile de los que sobran.
“Es como una rebeldía”, dice Alexei Chontasi, trombonista de La Avellana —y de otros grupos como La Vieja Calle o Pichirilo Radioactivo—. “Es como el punk, es como el rock & roll pero latino, ¿cachas?”. El “hardcore del Caribe” le dice él, a este género que que tiene muchas caras. A veces es romántico y cálido, y otras es áspero y filoso como la misma calle. Y eso es justamente lo que le gusta, y lo que trata de replicar con su orquesta.
“El rock a mí me gustó por la rebeldía, por la adolescencia, por el sistema que está podrido. Y la música negra es una manera de resistir, entonces no le veo tan distinto, tan diferente, digamos. Aunque son dos energías, felicidades distintas, pero sí, o sea, en mí están ahí y ya…”. Esa es la visión de Édgar Granda, la voz masculina principal de La Malamaña, la orquesta quiteña de larga trayectoria que acuñó el lema de “salsa de altura”.
Édgar entró a la Malamaña cuando la orquesta ya estaba conformada. Lo llamaron porque tenía compuesto un son dedicado a la naturaleza, que tocaba con los hermanos Diego y Fidel Minda en otra banda llamada “Los Guambras Cholos”. La salsa le llegó por herencia familiar, y en ella vio un canal para expresar sus cuestionamientos profundos hacia la sociedad. Muchos de ellos se afirmaron por el hecho de que Édgar ha vivido por largos periodos en el campo, en el Noroccidente de Pichincha, un territorio tan hermoso como amenazado por la mega-minería.
“Fruto de ese cabreo, de estar en un lugar hermoso que puede ser destruido muy fácilmente, compuse algunos temas para la Malamaña como el ‘Son del Monte’ y el ‘Pachijal’”, comenta. “Todos estamos viendo que nuestro planeta se está deteriorando, y nada, el son me llamó a cantarle a eso. Me parece que empatan así bonito con la naturaleza, con el calor”.
Si algo caracteriza a las letras de la Malamaña es su contundencia, cargada de belleza poética. “Amo a la vida y sus caminos / Amo a los bichos en su selva”, rezan los primeros versos de “Kikuyo”, el hit de la banda, que desarrolla una metáfora poderosa entre la hierba mala y la resiliencia.
La riqueza lírica que lleva esta banda es herencia de los albores de la música tropical justamente. Es difícil no perderse en los laberintos que trazaban los versos de Rubén Blades, o los que cantaba Cheo Feliciano, inspirados en la simpleza con la que la poesía popular caribeña habla de la vida. Esa riqueza soporta mensajes complejos, y los hace resbalar con suavidad. Hace de la lucha un baile y le quita las máscaras a todo el mundo.
“Yo creo que tropical siginifca ‘pueblo’, afirma convencido Daniel Luzuriaga, nieto del verídico Don Medardo y director musical de La Sagrada Familia. “Es como que la esencia de la gente se oculta dentro de vestimentas, dentro del materialismo de las cosas o de caretas. Cuando hay música, cuando la cosa se pone así, es como que la gente se quita un poco eso y empiezan a bailar y a disfrutar”, dice sonriente.
Algunas de las primeras canciones de salsa en popularizarse masivamente, como Juanito Alimaña de Héctor Lavoe, o Pedro Navaja, de Blades, son relatos vívidos de las andanzas de los marginados en la ciudad. Sus narraciones se hermanan tanto, que el mismo Lavoe le dedica a Pedro Navaja unos versos en la descarga de la biografía de Juanito Alimaña. Pese a la dureza de lo que cuentan, estas canciones lograron seducir a millones gracias a lo sensual de sus bases rítmicas. “Tú bailas pero estás pensando en la escena. Al menos Rúben Blades te pinta escenas ahí. Te imaginas el escenario. Eso es genial de ese h!jp7@!”, exclama Alexei.
Síncopa
Hacer bailar mientras se reproduce una película en la cabeza del oyente no es fácil, y, por eso mismo, la salsa fue asidero emocional de muchos, y alimento de la imaginación de otros tantos. Entre ellos, Daniel. “Cuando escuchaba salsa me daba ganas de cogerle la aguja (del tocadiscos) a mi papá y poner “Pedro Navaja” —del álbum “Siembra”, de Willie Colón y Blades—”, cuenta recordando su infancia.
Es imposible para alguien que es nieto de Don Medardo Luzuriaga —sí, el capitán de todos los players—, no acoger a la cumbia como una parte fundamental de su ser. “Nosotros somos cumbia”, dice Daniel. Su papá le enseñó a tocar los timbales desde niño, cosa que no le costó mucho porque, según dice, la cumbia es un género de tiempos muy marcados y monótonos. Sin embargo, sus manos fantaseaban con tocar salsa. “Me volvía loco porque era como que… la base era lo que yo estaba haciendo y lo otro era un espectáculo de sonidos”.
Pasa que, si algo caracteriza técnicamente al género, es la síncopa. Para quienes no saben leer música, quizás la forma más fácil de definirla es: “taquicardia sonora”. Todo va a destiempo. Y la salsa es así: el caos convertido en rumba. “Esa huevada es como poder subirse en el tren pues bro: ¡PUM! Es como que te empuja”, dice embalado Alexei. Y es un tren gigante. La salsa no se puede tocar si no es en grupo. No hay bandas de salsa, hay orquestas, y usualmente son de 12 personas.
“Musicalmente es bastante exigente. Los músicos tienen que ser pro; el tiempo, la afinación, o sea es bravo”, dice de nuevo el trombonista. Es más bravo todavía, para quienes tenemos el ADN codificado con la monotonía, casi mántrica, de los ritmos andinos como el Sanjuanito, el Danzante y tantas otras músicas de nuestras montañas. La síncopa, de una u otra forma, va contra la naturaleza de nuestro cerebro, y le exige el doble de su capacidad para salir sin forzarse. Daniel, sin embargo, encontró el puente para cerrar esa brecha gracias a su herencia familiar.
La cumbia es un género tropical de características parecidas a los ritmos andinos. Un esquema musical bastante básico en el que todo cae y se construye en el tiempo correcto. No obstante, su abuelo, pese a ser emperador de una dinastía cumbiera, hizo algunas salsas y mambos. Algunos de ellos eran usados como interludios de sus canciones cuando tocaba en vivo. Esas canciones le sirvieron a Daniel, el nieto, para reconciliar a los géneros en su cabeza y en su corazón.
Luzuriaga cuenta que su abuelo tuvo la visión de terminar el divorcio entre la cumbia y la salsa, pero con estilo. Para ello, se inspiró de forma contraintuitiva en el caché de la orquesta venezolana “Billo’s Caracas Boys”. “Billo es la elegancia”, le decía Don Medardo a sus players. Daniel le creyó, y de sus propias fantasías sacó la conclusión de que la salsa era la candela. La combinación resultante no podría ser otra cosa que una bomba.
Su orquesta ensaya combinando ambos géneros, saltan del uno al otro y con ello han consolidado en su identidad un amor generalizado por la música tropical, que carece de barreras ideológicas. Sin embargo, el pico más alto de la euforia sigue estando en la salsa. Los músicos de “La Sagrada”, La Avellana y La Malamaña escogieron hacer de este género su refugio por la adrenalina, siguiendo la estirpe musical de “las manos duras de Ray Barretto” o de los dedos endemoniados de Larry Harlow “el judío maravilloso”.
Ese embale maldito se le mete como bicho en los huesos a cualquiera, sin perdón. Alexei cuenta, por ejemplo, que alguna vez tocó, sin ahuevarse, con su otra orquesta —La Vieja Calle— en un festival de rock y punk en La Concha Acústica. El contagio de energía fue tal que los crestones y los greñosos de chaqueta negra se atrevieron a menear la cadera al son de Héctor Lavoe. Daniel dice, por su parte, que cuando viaja por el país con Don Medardo, todo el mundo baila, porque la música tropical es capaz de lubricar todas las coyunturas.
Candela
La salsa alegra la vida porque le inyecta el poder candente del Trópico a cualquier lugar. Incluso a un lugar como Quito, que pudiera parecer contrario a ella, con toda su bruma y sus cerros. La salsa llegó a todo lado desde antes de que el Internet nos cruzara los circuitos; y ahora que eso pasa, lo sigue haciendo aún más. La salsa admite todo. Todo lo sazona y lo calienta. Todo se mezcla, y en la mezcla, todo resulta más sabroso. Lo globalizado se vuelve más cercano. Lo marginal baila sin vergüenza aunque no le guste al acomplejado.
No es casual, en ese sentido, que El Grupo Niche haya sido headliner del Festival Estéreo Picnic el año pasado. Que Los Chigualeros hayan tocado en los días de gloria del Quitofest y del Saca el Diablo. No es casual que La Malamaña haya ido de gira dos veces a Europa para poner a bailar a todo el mundo, siendo ampliamente aclamados por la crítica en ambas ocasiones. No es casual tampoco que “La Sagrada Familia” haya sonorizado Panamá, la última película de Javier Izquierdo.
Para Daniel, que habla de su orquesta con brillo en los ojos, el camino se da solo para el que quiere seguirlo. “Mi perspectiva respecto a esto, en el caso de lo que nos pasó a nosotros, fue que la música nos jaló”. Y eso lo aprendió, justamente, del jefe de jefes: “Es como que se olvidan de esas divisiones étnicas, culturales, sociales, solo se olvidan y lo único que hacen (las personas) es bailar y disfrutar. Entonces eso creo que sería el fin de toda música. Y creo que es igual, en sí, a lo que creía mi abuelito. Ahora entiendo un poco su visión”.
“No lograba entender por ejemplo cómo podía ser tan popular. Irse a tantos pueblitos, a tanta gente. A veces nos enlodamos los zapatos, hecho pedazos, pero estamos ahí enternados dándole a la música, ¿me entiendes? Yo decía: ‘este man está loco, cómo hace eso si le quieren también en Guayaquil, en el Swissotel de Quito, así en esas presentaciones’. Yo dijera, cojo nomás esas presentaciones para coger el billete (sic) y tener un buen estatus. Pero es todo lo contrario, le haces bailar al pobre, le haces bailar al rico, y a los de la mitad, no se diga”.
“Yo de hecho creo que por eso La Malamaña sigue existiendo. Porque los mismos que estamos en la Malamaña nos damos cuenta de que es algo de locos. ¡Haber podido reunirnos y hacer nuestra orquesta! Que no se dedica a hacer covers, que no tiene dueño que te quita o te impone un repertorio. Y ya está loco”, sentencia por su parte Édgar.
Futuro
Latin Groove, organizado por Chontasi y su orquesta, fue solo la semilla. Fue una forma de recoger todo el poder del género, toda la pasión que genera, y materializarlo. Abrir este espacio para orquestas independientes, que tienen un repertorio propio y que se esfuerzan por ponerle su impronta personal a lo que tocan, fue una forma de canalizar la esperanza que el género engendra. Todo, con un fin práctico: construir una escena.
“Quiero que exista el Ecuador como Festival de Salsa en algún punto. Ahorita somos nada, pero después que aparezca”, declara Alexei. Toma como referentes a otros festivales especializados, como el Ecuador Jazz, y habla de cómo su existencia le da sentido al crecimiento de la música. Hace que la gente produzca, que se prepare, que toque con miras a formar parte de algo más grande, que repercuta en más lugares.
Ya ha pasado, y no ha pasado tan lejos. Aquí a lado, en Bogotá, otra ciudad tan fría y tiesa como Quito, ya existe un festival de la talla de Salsa al Parque, alimentando una escena que ha engendrado a orquestas de la talla de La 33. Allá le apunta Alexei, y esa es la meta última de haber hecho un festival que por ahora solo contó con tres orquestas, pero que podría expandirse a mucho más.
Daniel se monta en la ola también y habla de cómo lo llenó de orgullo participar del festival con su orquesta, representándose a sí mismo y a su música. Eso, alimenta de alguna manera el afán que tiene de expandir su repertorio. Actualmente “La Sagrada” cuenta con un EP publicado en todas partes, tiene otro en camino, y espera algún día unir ambos en vinilo y luego sacar un disco de tributo a las salsas de Don Medardo Luzuriaga. Incluso ha considerado proyectar su propio festival algún día, para invitar a más y más orquestas en la Sierra y en la Costa.
Édgar también se contagia de la candela. No le faltan ganas para seguir tocando y grabando con La Malamaña, pese a las limitaciones con las que ya se ha topado antes: “es lo que yo escogí, ¿no? Es lo que me gusta: estar tocando y ya”.
La salsa de altura existe. Cada uno de estos músicos la vive y la respira. Cada uno de ellos está convencido, de alguna manera, de que este género no es nostalgia ni romanticismo barato: es el latido en las venas de América Latina. Y por eso mismo, así como ha sobrevivido antes, sobrevivirá a esta y a las siguientes catástrofes. La lucha ya la tiene en sus genes. O más claro, como dice Alexei: “Te saca la puta pero es full vida, es brutal.”