Sakurai: Salchipapas con Chulpi

por Martín González
¿Qué tiene de importante un concierto de una banda que se disuelve después de dos toques para una escena musical que parece estar llegando a un punto de quiebre en su avance? Aquí un relato que trata de responder a esa pregunta.

Fotos: Martín González Sánchez

La siguiente narración podría parecer algo anecdótico, sin mayor relevancia para el contexto más amplio y serio de “la escena independiente de Quito”. Por eso, justamente, la voy a contar en primera persona, como si fuera una anécdota. Como si ustedes que leen y yo, fuéramos panas de toda la vida y nos estuviéramos pegando una biela en algún lugar al que hemos ido mil veces. Capaz ya hasta estamos medio chumados, y todo bien. Disculparán nomás la informalidad. 

Hace poco me invitaron a un concierto en el Ananké de Guápulo para que fuera a ver a una banda de la que no había escuchado nunca: Sakurai. El front-man ha sido un gringo que vino de intercambio, que tenía algunas canciones subidas a Spotify y que se topó con un grupo de músicos de acá que le acolitaron a ensamblarlas en formato de banda para dar un par de conciertos. Cuando me pasaron el link me sorprendí gratamente. Tenía un aire vacilón a Mac de Marco que resonó con lo que mis tímpanos andan ingiriendo últimamente. 

En el concierto tocaba junto a Coka, un baladista joven al que no le había dado mucha bola pero del que sabía que estaba empezando a sonar en los bares de Quito a los que normalmente van las bandas nuevas a probarse. Sabía también que colaboró en una sesión con la cantautora argentina Silvina Moreno cuando ella estuvo por acá, en camino hacia el Estéreo Picnic —sesión que pueden ver en el canal de Youtube de Radio COCOA; guiño, guiño—. La mezcla se sentía un poco como salchipapas con chulpi, pero igual acepté ir para cachar.

No puedo mentir. Con los años me he convertido en lo que algún día juré destruir: el típico criticón roñoso que vive pensando que todo pasado fue mejor, que se cree mucha huevada porque iba al Quitofest desde que era puberto y que por eso dice que pocas cosas le impresionan cuando de música se trata. Y ese man es un man al que le da pereza bajar a Guápulo un jueves de noche, porque es medio chiro, porque no tiene carro, porque termina el día cansado como para ir a hacer algo que ya no le emociona igual que antes. Pero por esta vez, le gané a ese man y fui al concierto. 

Lo primero que me llamó la atención (aunque visto en perspectiva era medio obvio), es que había un montón de gringos de intercambio afuera. Esos gringos de intercambio que tienen a Baños, Montañita y el Quilotoa en la punta de la lengua, igual que las malas palabras que les enseñan lxs panas que hacen acá, y que siempre están apuntados para una farra —si es que no están medio chumados de entrada—.

Esos gringos que, si lo piensan bien, son un gran público objetivo para las bandas locales que quieren darse a conocer. Todxs sonrientes, todxs bien vestidos, se mezclaban con el puñado creciente de universitarixs quiteñxs que llegaban en tropel al lugar. Eso fue lo segundo que me llamó la atención: buena concurrencia para un evento en el que el “headliner” era una banda que nunca había tocado en la ciudad. 

«Lxs gringxs de intercambio».

Los músicos esperaban afuera intentando disimular la ansiedad previa al toque con conversaciones en spanglish y saludos efusivos a cada persona que veían llegar. Era bacán verlos, porque se notaba que estaban genuinamente emocionados, que era una sorpresa grata tener a tantas personas reunidas en su toque. Entre ellos se paseaba el gringo “homenajeado”: Blaise. Entraba y salía con una sonrisa de esas que tienen los que nunca saben bien qué están haciendo pero que caen bien a todo el mundo porque son simpáticos. Sus cómplices en la movida eran Nicolás Larrea (guitarrista), Fabián Navarrete (batería) y Mati Xavier Olivo (bajo). 

Los dos últimos son caras conocidas para alguna gente en este mundillo. El Fa y el Mati tocaban en Escape From the Machinery, una banda de rock experimental instrumental “ecléctico” —como definió el mismo dueño del Ananké en alguna chuma post-concierto— y ya tienen su recorrido en la escena, saltando de proyecto en proyecto. De hecho, el Fa es el responsable de que un montón de shows en los bares de moda suenen bien, porque realmente hace más ingeniería de sonido de lo que toca la batería. Digamos que con esa escuadra de refuerzo, Blaze tenía justificado pasearse por ahí con su aire descomplicado, diciéndole “arrecho” y “¿qué más mija?”, a toda persona conocida que cruzaba en su camino. Digamos que el gringo estaba jugando de local.

Blaise, el gringo, alias Sakurai

Coka tenía la difícil labor de telonear el evento. Era raro sentir que, a pesar de que el man es quiteño, él era el visitante, el que no tenía ganada a la audiencia. Empezó a entregar una a una sus baladas mientras la gente comía pizza y tomaba biela o vino hervido. Más claro: no le estaban parando mucha bola. Sin embargo, debo reconocerle la soltura con la que tocaba. Aunque la impresión general era que el público no estaba conectando mucho con las canciones, Coka no perdía la frescura ni dejaba de verse relajado mientras cantaba, acompañado por Juan Esteban Avilés, “alias Banano”. Él, por su parte, le metía onda a los riffs distorsionados de guitarra eléctrica con los que tildaba las melodías, a pesar de estar visiblemente más nervioso. 

Cerca del final del set, tocó “Muchachita”, la canción que aparentemente es su hit más grande, una balada pop sólida, bien sazonada con cierto aire tropical. Con ello se ganó los gritos de apoyo de un corrillo pequeño de chicas que estaban en la parte de atrás, y las miradas atentas de una que otra gringa intentando entenderlo entre sorbos de cerveza. Terminó su repertorio y se bajó del escenario igual que como se subió: relajado y sin hacer mucha bulla, respaldado por algunos aplausos modestos. 

Coka y «Banano»

Estuvo bien. Coka denota la seguridad de alguien determinado, que sabe a dónde está yendo y que entiende dónde se para. Esa noche, mientras la gente se iba del bar, conversé un rato con él y me dijo que estaba consciente de que su reto más grande era hacer que la gente conecte con su propuesta, porque le apuesta a un estilo musical que no es el más pegado en la actualidad. Pero él lo ve con optimismo: “Yo creo que esa es la parte bacán: hacer algo que es mío en realidad. Se siente mío en toda manera”. 

Habrá que ver, entonces, para dónde camina este “joven de mirada brillante y grandes ilusiones, que añora compartir la tarima de grandes festivales con grandes músicos, y que para ello está dispuesto a explorar muchas vertientes musicales de su país…” (brutal esa descripción de periodista serio, ¿o qué?). Hablando la plena, espero que le vaya bien. Coka tiene algo que importa tanto como un buen repertorio: confianza en sí mismo. 

A la par, un pequeño caos se desataba entre los miembros de Sakurai. Su sonidista no llegaba ni contestaba el teléfono, y como medida de emergencia, un amigo del baterista, que en realidad había ido para tomar fotos, tomó su lugar en la consola mientras la banda se subía al escenario. El público se sentía inquieto. Esa inquietud de cuando ya se les está empezando a agotar la paciencia.

Pero las aguas se calmaron cuando se montaron en la pequeña tarima y, tras ser introducido por Mati, Blaze tomó el micrófono para decir dos oraciones armadas con mucho esfuerzo que concluyeron con algo así como: “¡arrecho mija!”. La gente se cagó de risa y empezaron a sonar. Así como al inicio era notorio que estaban emocionados por tocar, ahora se notaba que se estaban divirtiendo mientras tocaban. Y eso se transmitía de una al público, que empezó a divertirse mucho, seguramente porque para esas alturas ya tenía más alcohol en la sangre a nivel general.

A primera vista, Sakurai no trae nada nuevo a la mesa en términos musicales. Es muy parecido a bandas como Mac de Marco, Steve Lacy o Peach Pit. De hecho, esa noche tocaron un cover de cada una de las dos últimas. Ese género de música, que podría definirse como indie lo-fi, chill, con bases de percusión muy hip-hop, es considerablemente popular entre un nicho de la juventud universitaria quiteña; la misma que tiene la plata y el ímpetu por ir a conciertos como este. Y sin embargo se presenta una paradoja curiosa: me atrevería a decir que no conozco a ninguna banda local que esté explorando ese tipo de sonidos en su música. Ahí les suelto un insight de “industria” por si son músicos emergentes y les vacila esa movida.

El Fa, baterista, ingeniero de sonido, padre y madre de la banda.

El Ananké presenta otro fenómeno curioso: a pesar de ser un bar extremadamente pequeño, y hasta incómodo para ver música en vivo, suena bastante decente. En parte es responsabilidad del Fa, que ha puesto el sonido de casi todos los conciertos que se han hecho ahí en por lo menos los dos últimos años. Sakurai estaba sonando fuerte y claro esa noche, lo suficiente como para lograr algo que nunca había visto en mi vida: hacer que la gente se levante a bailar en el poco espacio que queda entre las mesas y las sillas de ese lugar. Y todo eso me dejó otra reflexión, una banda que se preocupa por su sonido en vivo y sabe lo que quiere con él, juega con ventaja en cualquier escenario. 

Capaz y estoy descubriendo el agua tibia. Admito que no soy músico y eso me quita cancha para criticar cosas como la afinación, la técnica de digitación, las jaladas de la banda. Esa noche por ejemplo, no me di cuenta de que en un punto el guitarrista se puso a improvisar un solo de guitarra de la nada, y que casi no lo conecta con el resto del tema. Solo me enteré porque él lo confesó luego, con una biela en la mano. Pero, si algo me han dado todos los años de adolescencia temprana y tardía que pasé yendo con la carita empapada a ver conciertos en mi ciudad, es la capacidad de darme cuenta cuando una banda está grooveando y el público groovea con ellos. 

La capacidad de groovear, según he entendido al escuchar a panas músicos, es la capacidad de tocar bien porque estás disfrutándolo y porque estás fluyendo relajado con el tema. Mientras me volvía más crítico y más amargado me fui dando cuenta de que eso de groovear es mucho más difícil de lo que parece. Para que una banda pueda tocar bien, y relajada, hay que hacer que empaten mil piezas por detrás, en un medio que se está volviendo cada vez más competitivo en medio de una profesionalización un poco torpe. 

Sakurai a toda máquina.

Parece que para groovear hay que pagarle a un buen sonidista, hay que emprender una campaña de expectativa en redes para que vaya gente al concierto. Hay que ensayar con rigor y constancia, hay que tener billete para alquilar buenos equipos de amplificación, o para tenerlos de antemano. La bola de huevadas de las que el público no se percata y que no tienen que ver directamente con la música. Y todo esto en un medio en el que el público se muestra reacio a pagar por verte tocar si no eres la banda que ya conocen, o si no les pones en lista para que entren gratis, “porque eres pana”.

Todas estas cosas están implícitas en el camello de una banda. Gente como el Mati o el Fa lo saben, porque ya tuvieron una banda en la que invirtieron años de su vida sin poder hacer más que sacar un EP y tocar un puñado de veces. Y no porque fueran malos, sino porque las cosas no empataron.

Ya pues, “¿qué tiene que ver toda esa perorata con el concierto de Sakurai?”, dirán ustedes, queridos lectores/amigos/colegas. Todo. Tiene que ver con todo porque el toque de la banda del gringo fue un cúmulo de contradicciones a ese “sistema”. El proyecto no existe en Quito realmente porque su frontman vino, se armó para dos fechas y ya se va a fin de mes; pero tuvo casa llena.

Su sonidista casi no llega, pero igual sonaron porque uno de sus integrantes tenía todo cubierto y sabía las mañas del local. Y creo que la más importante es esta: ensayaron dos veces, pero sonaron bacán y pusieron a bailar al público porque estaban tripeando y disfrutando lo que tocaban. No habían preocupaciones a largo plazo, solo las ganas de “pasarla bacán”, según decía Nico. 

«Esto se trata de pasarla bacán». Chela al buche en medio de la canción.

La pasaban tan bacán que Blaise podía bromear tranquilo con la audiencia y decir que la canción que iba a tocar a continuación se llamaba: “chapa hijuep(/·!@”, o “sigue nomás, sigue nomás”; aunque en realidad fuera algo así como “Garbage Man” o “The Legend of Seaweed Man”. La pasaban tan bacán que el Mati se bajó del escenario en un punto para bailar con la gente y se volvió a subir, sudando como tapa de olla.

La pasaron bacán y punto. Y no es que por eso sean la mejor banda del mundo. De ley desafinaron, de ley se jalaron, de ley todo eso que mi oído palurdo no alcanza a distinguir aún. Pero la pasaron bacán porque hicieron las cosas de una manera descomplicada en un momento en el que la música independiente en nuestra ciudad parece estar complicándose demasiado. Sin ir demasiado lejos.

Como público, y como público “snob”, diría que fue refrescante verlos por lo que tocaban y por cómo lo tocaban. Fue refrescante porque en esencia su motivación para haber armado ese concierto era tripear que “la música solo fluye como sea”. Y capaz es esa actitud la que se necesita ahora para complementar a todo el otro ímpetu de seriedad que corre por “la escena independiente” hoy en día. 

Capaz, para que se abran nuevas puertas y deje de parecer tan tortuoso el intento de vivir de la música, o de hacer de ella algo un poco más profesional en nuestro entorno, hay que regresar a ver que por detrás de toda la parafernalia “la música fluye como sea”. Quien entiende eso sabe que sentirse parte de ese flujo hace de la vida algo más vivible. La música, en esencia y entre muchas otras cosas, se trata de pasarla bacán; “llevarla al siguiente nivel ya depende de vos”, como me dijo Nicolás. 

Esa noche todos nos fuimos contentos del Ananké. La banda, porque dio un buen show. Yo, porque vi algo que me pareció bacán y novedoso. El resto del público, porque tripeó con gusto. Hay muchos factores para que eso pase. Esa magia que tiene la música cuando funciona es difícil de sintetizar en una sola idea. Al menos es así para mí, o para la gente con la que he hablado, músicos y melómanos incluídos. Incluso implica una pizca de suerte. Pero con todo, voy a intentar destilar una sola conclusión para concluir con este agradable relato.

Mati Xavier cautivando a la audiencia.

En realidad, la idea ni siquiera es mía. Como les digo, yo me empecé a convertir en un hater de la escena. La verdad sale de la mente de Coka y es bastante sencilla: “Yo creo que ser muy reservados puede hacer que justamente, hayan nichos bacanes y conciertos, pero siento que se van a mantener de ese tamaño y no van a expandirse a otros públicos, tal vez justo por no probar cosas nuevas”. 

La música independiente local ha avanzado muchísimo y es bello ver su avance. Incluye muchas cosas chéveres, pero también otras que parecen estancarse. Para que eso no pase, para que nuestro medio deje de ser un pueblo chico lleno de nichos que se creen muy “grandes” —o de gente como uno, a la que se le está atrofiando la capacidad de asombro—, hay que probar cosas nuevas. No lo digo yo, lo dice una nueva camada de músicos confiados. Capaz sí vacila probar chulpi con salchipapas, yo que sé.

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