Rockcotocollao 2016: La brutalidad es mejor compartida

por Martín González

El heavy metal, con sus acordes agresivos y voces profundas, es un género musical digno de ser observado por la forma en que ataca a quien lo escuche. Sobre y frente al escenario se entretejen ideologías, comportamientos y códigos de honor en un tapiz complejo. Pero si hay algo por encima de todo ello, algo que una al metal en todas sus formas, es el poder con que saca a relucir el lado más visceral y primitivo de quien lo esté escuchando. La sangre fluye más rápido, los vellos en la piel se erizan, el corazón bombea con más violencia y la cabeza se sacude por instinto, más que por voluntad, mientras uno siente que su cerebro se vuelve más espeso, más pesado.

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Foto: Martín González

El pasado 9 de Julio de 2016, la plaza central de Cotocollao se convirtió en el escenario para que se desatara la furia entre un puñado dispar de personas, en la 6ta. edición del festival Rockcotocollao.

Entre la atmósfera densa y el mosaico de chaquetas negras, barbas pobladas y cabelleras salvajes, se colaban niños, ancianos, vendedores y borrachos. Se dejaban contagiar entre todos por la adrenalina que brotaba de un escenario ubicado detrás de una iglesia. A medida que la tarde lavaba el cielo, el barrio que fuera hogar de muchas tribus pre-colombinas y más tarde un pueblo colonial lejos de la ciudad de Quito, perdía su carácter histórico para convertirse en una caldera donde la música hacía bullir la sangre. El Rockcotocollao nació para licuar el pasado y hacerlo retumbar en un eco violento que asusta a las palomas y llama a todo el barrio en el presente.

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Foto: Martín González

En esta arena dispar, llaman la atención los rostros de las personas, hipnotizadas entre el horror y la fascinación por esa música violenta. Están en un trance colectivo. Sean rockeros curtidos como el cuero de su ropa o niños que miran atónitos a esa masa a la que son llevados desde pequeños por sus progenitores rockeros, todos forman parte del corrientazo metalero que electrifica la espina y pone alerta al cerebro.

No es difícil darse cuenta de que la brutalidad se siente y se aprecia mejor cuando está siendo asimilada en grupo en todos los confines a los que llega emanada desde la tarima. En el Rockcotocollao, la brutalidad es mejor compartida.

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Foto: Martín González / Banda en escena: AZTRA

Entonces, la humanidad se revela en cada rostro, cuando la música ha quitado las máscaras o las poses, y las melenas se sacuden al viento frente a otros ojos atónitos, aunque pertenezcan a una cabeza que tiene el cabello corto y no viste de negro. Todos son humanos, todos están sintiendo lo que pasa, les guste o no. Las vibraciones del heavy metal vibran en todas las células de todas las pieles. En el Rockcotocollao, la masa tiene cara.

Está la cara de los padres que reparten el amor de su mirada entre la banda que está en el escenario y el hijo al que tienen en brazos o sobre sus hombros.

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Foto: Emilia Velásquez

Está la cara del niño que mira sorprendido los movimientos de su primo, tratando de entender por qué se contorsiona con los ojos y los puños cerrados. El niño que trata de entender por qué están ahí, en medio de tantos otros que se parecen físicamente, como si fueran hermanos entre todos, aunque emanen un aura agresiva. El niño que seguramente está pensando en todo, menos en la música que ahora también lo inunda sin darse cuenta.

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Foto: Martín González

Está el rostro ido de los amigos que llegaron llamados por la música y traídos por la caña y la cerveza. Los que miran de lejos lo que pasa en el ojo del huracán cerca del escenario mientras asimilan en su sangre la adrenalina y el guaro. Esos amigos que están ahí por compartir su amistad con la música.

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Foto: Emilia Velásquez

Está el rostro contorsionado de todos los músicos que pisan la tarima y guían el rito desde arriba. Son los responsables de unir a la gente, de mantener la electricidad suspendida en el aire, de poner a girar al pogo y de despertar las melenas. En el Rockcotocollao, los músicos no difieren del público que los escucha. Es más, el público no busca parecerse a ellos y exige ser conquistado para desbaratarse con la música. A medida que sube la intensidad en el acto, la barrera invisible va cayendo y lo único que queda para separar a unos de otros es el desnivel entre la plaza y la tarima.

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Foto: Martín González / Banda: AZTRA

Está la cara de la abuela más dura del planeta, observando todo tras unas gafas de aviador que tapan sus pensamientos encontrados sobre esta masa de gente. La cara de la hija que la acompaña se pregunta el porqué de esta invasión barbárica a la plaza donde saca a su madre para tomar aire fresco. La abuela igual respira. El aire al que está acostumbrada ahora está revuelto por el heavy metal y se siente diferente.

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Está el rostro del amor, silencioso y quieto, congelado en un abrazo protector que se ubica lejos del tumulto para disfrutar de la música con calma. Es un rostro con dos lados, que seguramente se unieron llamados por la música que ahora se materializa frente a ellos, en un concierto que seguramente se veía igual en otra plaza, en otro tiempo.

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Cae la noche y la oscuridad engulle a la masa nuevamente. Al irse y volver a ver todo desde lejos, dejando de estar sumergido en Rockcotocollao, la masa deja de tener rostro. El cielo agoniza a medida que la música cobra vida, cada vez más violenta. No hay frío en el aire, todos están calientes. El escenario queda encendido como un faro guiando a los que llegan a través de la penumbra acentuada por el negro de la mayoría de las ropas. La plaza y la iglesia retumban mientras una hendidura más queda marcada en su historia, que ahora también es parte de la historia del heavy metal.

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5 commentarios

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