Ricardo Pita: Oda al buen trip

Fotos: Emilia Velásquez y Martín González

La sala está oscura, y aunque hay pocas personas sentadas, el lugar se siente cómodo. Quizás es lo cerca que está el escenario de las butacas. Quizás es la cercanía con la que suenan las risas y las voces detrás del telón, como si se pudieran alcanzar con la mano. De repente una voz gruesa y profunda comienza a cantar «Love is In the Air» con total desenfado, hasta que detrás de esa voz aparece Ricardo Pita flanqueado por dos músicos jóvenes. Sin dejar de cantar, se acerca al micrófono y finge que rasga su guitarra para seguir con el tema pero se detiene en seco y con una sonrisa que oculta un poco de vergüenza dice «No Mentira…».

«Quiero que este concierto sea así como estar en la sala de su casa…», explica Ricardo. «Ustedes piden las canciones y nosotros las tocamos, pero vamos a empezar con una canción que escogí yo». Echa una mirada pícara al público mientras encoge los hombros y comienza a rasgar su guitarra nuevamente para hacer que suene «Zapatos Viejos». José Luis Recabarren se suma, tamborileando meticulosamente sobre su contrabajo mientras Carlos Pavón (bautizado como «el japonés», por Ricardo) le pega con soltura a la batería. El show arranca como si nada, sin ceremonias, sin poses y sin protocolo. Así fue el show de Ricky Pita en La Alianza Francesa.

El Japonés.

José Luis Recabarren.

Entre canción y canción Ricardo se detiene para contar una anécdota sobre la composición de su repertorio. Luego, espera las peticiones de un público que todavía está callado, tratando de asimilar lo que pasa, pensando si en realidad podría pedir una canción cualquiera a un artista que parece mostrarse como si fuera un pana más.

Frente al silencio, Ricardo encuentra el espacio para joder un poco con sus músicos buscando romper el hielo. Al ver la insistencia con la que José Luis pide que calibren el sonido de su contrabajo, Ricardo le dice con ese dejo guayaco distendido y sarcástico: «¿Y tú a quien quieres impresionar?». José Luis, viéndose en la mira de todos responde con el mismo aire: «Quiero que esta noche sea perfecta». Se cagan de la risa juntos, Ricardo se rasca la cabeza y el show sigue. Ya que nadie le pide nada, él va a tocar lo que le dé la gana.

Entre el público una persona finalmente le pide que toque «Monedita», a lo cual él responde bromeando que si toca esa «se acaba el concierto». Decide cantar Todos Son después de contarle a la gente que compuso esa canción como regalo de navidad para su familia y al terminarla hace una pausa y cede: «Dije que vamos a tocar lo que pidieran, entonces va Monedita». En medio de la canción se detiene para contarle a la gente que la compuso después de que algún aniñado lo viera en sus trazas de rockero y le regalara un dólar mientras esperaba a cruzar la calle. Todos sonríen. Todos se relajan. El público ya corea con él. El Buen Trip comienza a ganar en la sala.

Es inevitable entrar en calor con el calor de esa voz que parece salir abrigada por el espesor de la barba de Ricardo. Cuando le piden «El Ciclo» se rasca la cabeza y confiesa que con esa le sacan la madre porque tiene harta percusión y coros y todo. Pero se decide, cruza miradas cómplices con sus músicos y se lanza.

Todo nace, crece, se desenvuelve y muere

Ricardo por su parte va sintiéndose más dueño del escenario poco a poco, y aunque sólo tiene dos músicos y sólo lo está viendo un puñado de personas, y aunque parecería imposible tocar ese tema con el ensamble que tiene, le parte la madre al micrófono y saca bramidos de su garganta que crecen en intensidad haciendo temblar las tablas por encima de su guitarra. Luego sigue sin esperar peticiones, toca temas de El Amuleto jugando con su voz como si estuviese solo: sube, baja, susurra, ruge, se calma. Ricardo sí se siente en la sala de su casa, o tal vez siente que está tocando en un escenario del tamaño de Woodstock, o tal vez le da lo mismo. Como sea, se nota que lo está disfrutando como si hubiera nacido para eso.

Cuando llega su hermano lo presenta a todo el público y con total desenfado le dice que llega tarde, «como todos los Pita». Nicolás Prieto y Fede Idrovo, miembros de Arkabuz están presentes también, mirando el show de su pana. Nico se levanta y le comparte un poco de su vino de cartón. A estas alturas, el recital hace que todos se sientan como amigos. Eventualmente alguien pide Viento Eterno y Ricardo accede. Antes de empezar a cantarla cuenta, rasgando su guitarra suavemente, que compuso esa canción después de que, en el atardecer de alguna playa galapagueña, la mamá de Fede y Nico se acercara a él para soplarle su aliento al oído y susurrarle que ese era el viento eterno. Entonces se deja llevar, y con él van también Nico y Fede una vez que los invita al escenario. Ya hay electricidad en el aire.

Arkabuz is in da house

«Todo sale del viento eterno»

Nico y Fede se bajan sonrientes del escenario. Ricardo se ve aliviado, sonriente, totalmente relajado. Les dice a Carlos y José Luis que le den un chance, que ahora quiere cantar solo. Ambos se van y José Luis aprovecha para tomarle el pelo de vuelta. Una vez que desaparecen saca la cabeza por el telón y le pregunta a Ricardo qué tema va a tocar. «El Árbol y El Mar». –le responde. «Ahh ya…entonces anda a comprar un vino que sí tenemos chance»  le dice socarronamente al japonés, que ya se escondió hace rato. Ricardo ríe y luego cuenta que compuso esa canción cuando estudiaba en Buenos Aires y sentía sus raíces llamarlo con nostalgia, más que nada cuando iba a la tienda y no podía «coger una colita» en paz.

El show ya se siente íntimo, Ricardo comienza a exudar su alma en los acordes y se nota. Toca dos temas solo antes de volver a llamar a sus músicos para despedirse con la «Canción para el Resto de los Días», el clímax de todo el show. Todos cantan, todos sienten que ya no habrá mal que pueda maltripearlos hoy. De yapa toca «La Negrita Grita», para dar chance a que José Luis y Carlos se luzcan con dos solos improvisados que hacen brillar el escenario como si esto ya no fuese un concierto sino un jam.

Termina el show, todos están extasiados, todos se sienten más livianos. La voz gruesa de Ricardo ya se adueñó del puñado de personas que llegaron esa noche lluviosa de miércoles a verlo. Él se despide llenando la sala de agradecimientos. Regala a todos una última sonrisa y se pierde entre las telas con José Luis y Carlos. Ya se terminó y todos salen con una sonrisa parecida a la del cantante, convencidos de que la vida es buena de verdad.

«Ya no hay mal que pueda maltripearme hoy»

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