El artista y diseñador ecuatoriano nos presenta un ensayo visual cargado de reflexiones sobre la pandemia y sobre el oficio de artista en nuestro medio.
Este es un ensayo visual inspirado en mi experiencia de varios meses sobreviviendo la pandemia de coronavirus en Ecuador.
Estar lejos de mi familia inmediata, perder a mi papá, encargarme a la distancia de mi afligida mamá y, al mismo tiempo, lidiar con mi creciente ansiedad y depresión, puede sonar como algo demasiado complejo de manejar. Sin duda, es así.
Como un diseñador/escritor/artista operando a cientos de kilómetros de los llamados “hot spots” del arte, soy imperturbable a las noticias que llegan sobre galerías cerradas, ferias canceladas o redes culturales fraccionadas alrededor del mundo. Mi ciudad, Guayaquil, el supuesto motor económico del país, cuenta con dos galerías, un museo de arte contemporáneo que no sirve para un carajo y cero publicaciones impresas.
Debo preocuparme de mi salud física y mental, pero, ¿del bienestar de nuestra industria cultural?
Para nada: lleva toda la vida en la Unidad de Terapia Intensiva.
La nostalgia es un fantasma con el cual no quieres encontrarte durante una cuarentena. Hace pocos días, me senté e hice una playlist enorme en Spotify, celebrando a mi papá al ritmo de sus canciones favoritas de todos los tiempos. Casi tres horas de disco y clásicos del soft rock son demasiado para mi corazón invadido de salsa y reggaetón. Tampoco puedo mentir: llegando al clímax de “Under Pressure”, el hit paranoico de Queen y Bowie, empecé a entender lo que significa estar roto en mil pedazos. Sentí que no podía mas. Aún me siento así.
Esta mañana, me encontré bailando en el baño. Así que quién sabe. Puede que haya perdido a un compañero, pero como descubrí hace muchas noches, la pista de baile se apaga solo cuando tu decides.