La “mejor película del año”, según los Óscar, es una tragicomedia brillante y compleja que cae como un baldazo de agua fría por su aguda crítica al sistema en que vivimos.
No es fácil que una película haga reír y llorar a la vez. Menos aún, que logre mantener cautivado al público, al filo del asiento, mientras lo confronta con alguna parte incómoda de sí mismo. Peor aún, que encima de todo logre ser genuina y coherente con la realidad que retrata, mientras convierte ese retrato en algo completamente universal. Parasite lo logra.
La “mejor película” del año según los Óscar es, en muchísimos sentidos, una cátedra de cine. No sólo por lo acertado y prolijo de su forma, sino por lo contundente —preocupantemente contundente— de su fondo. Seguramente, si no fuera porque la academia gringa avaló a la película y la puso en el foco de atención del mundo, no estaría en nuestras salas de cines ni en la boca de tanta gente. Más allá de te gusten o te disgusten esos premios, de si les creas o no, es innegable que son una especie de prueba para cualquier film que pretenda ser visto de forma masiva.
El hecho de que Parasite sea accesible, tras haber recibido este reconocimiento, es algo por lo cual agradecer. Gracias a ello, mucha más gente de lo que hubiera sido esperable en un inicio puede verla y cuestionarse a sí misma sobre su propia naturaleza “parasítica”. Y, gracias a ello, las pantallas de cine más asequibles nos muestran ahora un retrato magnífico de nuestra propia decadencia.
No recomendaría seguir leyendo esto si es que aún no la has visto. No porque vaya a incluir spoilers sobre la trama, pero porque, a mi parecer, no vale la pena contaminar el juicio propio con la saturación de información ajena que flota alrededor de las películas en temporada de Óscares. Sin embargo, si algo de lo que dice acá ayuda a reinterpretar la carga de significado que tiene la peli, o te motiva a verla finalmente, en buena hora.
Corea somos todxs
Es importante reconocer el contexto a la hora de analizar esta película. Estamos hablando de uno de los peores inicios de año de la historia reciente. Amenaza de tercera guerra mundial, incendios catastróficos, una posible nueva pandemia. Si se suma a todo esto la ola de levantamientos sociales que vivimos alrededor del mundo desde finales del año pasado, incluido el de nuestro querido Ecuador, tenemos un cuadro catastrófico.
El sistema pútrido del que todos somos parte responsable, está llegando a un límite crítico de crisis, valga la redundancia. El mundo parece ya no aguantar el modelo socio-económico que ha adoptado, por inercia, con el paso de la historia. Parasite aparece en pantalla para contarnos una parte de todo ese panorama, siendo coherente y fiel con su propia realidad de origen.
Corea del Sur es uno de “Los Tigres Asiáticos”, una economía prometedora que se expande de forma feroz, con audaces promesas de progreso en lo financiero y lo tecnológico. Sin embargo, según la BBC, también es el país donde las viviendas asequibles están semi-enterradas y son secuelas de una guerra fantasmagórica. Donde un sinnúmero de personas educadas terminan ejerciendo trabajos para los que están sobrecalificadas. Y donde tres de cada cuatro jóvenes afirman querer irse del país frente la situación de estancamiento y precariedad que este les depara.
Esta película logra ponernos frente a esa realidad, sumergirnos en ella, y asimilarla a la nuestra valiéndose de las imágenes y las acciones, con todo su poder. Destaca en este sentido la verticalidad como un eje central del desarrollo de la historia. Los ricos se mueven hacia arriba, los pobres hacia abajo. Los ricos están en lo alto de las colinas, los pobres bajo la tierra, donde no llega el sol y donde vive el desamparo. Este no es un camino de doble vía. Su sentido ya ha sido fatídicamente marcado. No es necesario ser erudito en historia coreana para notar esa desigualdad, y lo mucho que se parece a todas las otras.
Bong Joon Ho, su director, parece haberse inspirado mucho en la simbología que Hitchcock daba a las escaleras para comunicar esta noción. Es decir, recurrió a un recurso del cine clásico y le dio la vuelta. Con eso, hizo de la situación socio-económica de su país algo metafórico y reconocible por muchos.
Esta universalidad no se siente pretenciosa. Sólo es un producto de la certeza con que se nos cuenta la historia de estas dos familias. Ellas se devoran entre sí porque forman parte de un sistema que las condiciona a hacerlo. Un sistema que se manifiesta allá, tanto como acá, aunque tenga sus formas particulares.
Párásitos somos todxs
Ahora bien, aquí la premisa de la película: somos nuestros propios parásitos. Somos parte de un mundo en el que la movilidad social es casi un mito, en el que las brechas económicas parecen agrandarse a diario, en el que la violencia que surge por debajo se siente cada vez más a flor de piel. Somos una sociedad autofágica. Y dentro de este juicio, no caben los moralismos. No hay héroes ni villanos en la lucha por la supervivencia.
Parasite es un espejo de todo ello porque en su construcción de personajes no recae en clichés gastados sobre “lo bueno y lo malo”. Estas nociones se evidencian y se entremezclan en los valores que motivan las acciones de los personajes. Esta una capa de complejidad sumamente difícil de manejar en el cine, y que sin embargo no llega a sentirse pastosa.
Sería muy fácil condenar a los Kim, la familia pobre protagonista, por aprovecharse de la confianza de sus patrones e infiltrar su casa por medio de mentiras. Sin embargo, detrás de su proceder bajo “la ley del más vivo”, existe el afán de tener condiciones de vida más dignas frente a una realidad visiblemente precaria: vivir en un semisótano donde no pega el sol, donde los borrachos orinan junto a la ventana, donde el trabajo paga una miseria.
Del mismo modo, sería muy fácil beatificar a los Park, los patrones acaudalados, por llevar un estilo de vida que representa muchas de las aspiraciones más comunes que conocemos. Sin embargo, son visibles las grietas de esta “familia perfecta”, en la que el padre es una figura ausente, la madre una mujer alienada, los hijos dos infantes mimados.
Nosotros, los espectadores, vemos todo el espectro. Vemos las dos caras de la moneda con todas sus luces y sombras, y de una u otra forma logramos entender que en el fondo, estas realidades se fracturan por su incapacidad de mirarse entre sí. Dicho de otra forma, por la falta de empatía que impera en nuestra sociedad hacia las realidades “ajenas”.
En el fondo, no es culpa de nadie del todo, puesto que fuimos lanzados a este mundo sin escogerlo. Sus estructuras hicieron metástasis hace siglos. Sin embargo, la película nos recuerda que la realidad es así, está ahí, y que no querer verla también es, de alguna manera, una forma de parasitar sobre ella. De alguna manera, también somos responsables de todo esto.
Nadie sabe si reír o llorar
Eso nos lleva al último punto. El más pesado. Si nadie tiene la culpa, y todos somos responsables, ¿qué se hace? ¿por dónde se empieza? ¿ahora qué hacemos? Frente a estas dudas, creo que nadie sabe si reír o llorar. Parasite nos incita a hacer ambas cosas. Dentro de todo, sigue siendo una “comedia”. Una “tragicomedia”, para ser precisos, como la vida misma.
Esta una película completamente digerible. Está estructurada dentro de los cánones clásicos del cine. Su ritmo no es el de una obra contemplativa y complicada. Sus acciones son claras y fáciles de entender en la estructura lineal de la historia. Es emocionante y fácil de ver. Sin embargo, muy difícil de asimilar. Muy áspera y chocante por exponernos directamente al sistema que alimentamos de una u otra forma, y de las consecuencias -llevadas al extremo de lo absurdo, claro está- de lo que hace su alienación social.
Yo al menos, salí de la sala con un nudo en el estómago, partiéndome la cabeza frente a lo prolija que había sido la película para mostrar algo tan incómodo y abrumador. Y estoy seguro de que no soy el único. Cualquier ser humano con un gramo de empatía podría identificarse con esa sensación extraña de no saber si reír o llorar.
Creo que eso hace de esta película una gran obra de arte: su capacidad para incomodar y levantar cuestionamientos profundos y relevantes. Más allá de lo depurada que está su técnica cinematográfica en todas las dimensiones, lo que vale es que esta haya sido puesta al servicio de algo tan importante como retratar la crisis social que vive el mundo, sin moralismo. Esta crisis que se observa desde ángulos cada vez más fragmentados y que que nos hunde a todos.
Y creo, por eso mismo, que más allá de las contradicciones, es valioso que esta película haya recibido el máximo galardón del cine mainstream. Finalmente, eso implica que una declaración importante le ganó al algoritmo de las industrias culturales y su hegemonía. Es decir, una vez más, el que esta película esté en boca de todxs, solamente puede significar algo bueno. Creo que todxs nos merecemos, de alguna manera, la misma bofetada en la cara.