Por: Leydi D.
Era un 31 de octubre, a las 9:30pm. Había terminado de cenar con mi familia. Mi papá estaba descansando antes de prepararnos la avena que nos preparaba siempre antes de ir a dormir. Cómo todas las noches a esa hora nos reunimos a ver la novela «La mujer del presidente». En ese momento mi mamá giró su vista hacia el acuario que teníamos en la sala. El pececito que le habíamos regalado a mí papá estaba saltando en la superficie del agua. Mí mamá dijo, riéndose a carcajadas, “mira, el pez de Miguel, está contento”. Todos miramos hacia el acuario y por un momento fue muy divertido. Por un momento.
De repente el pececito quedó flotando en el acuario. Lo revisamos y estaba muerto, todos nos miramos, y nadie profirió alguna palabra. El ambiente se tornó triste. Al instante, sorpresivamente, vimos varios chispazos, como luces de bengala, que rebotaban contra las paredes. Mí mamá corrió hacia la ventana y casi al instante exclamó: «nos van a matar». Mi papá corrió a cerrar la puerta de la sala, pero no pudo: fue impactado varias veces por las balas.
En ese instante vi entrar a la sala a varios hombres. Era evidente que estaban disparando, pero los tiros no se escuchaban. Sentí horror al ver tantos hombres tiroteando a mi papá. Y ese horror creció después de que vi cómo uno de ellos levantó a mi mamá y la estrelló contra las paredes. En ese momento abracé a mi hermanita y corrimos con nuestra perra, Kasandra, una doberman amaestrada para cuidarnos. Fuimos a nuestra habitación y, una vez adentro, nos cubrimos con cobijas. No pasó mucho hasta que uno de los asesinos entró. Cuando Kasandra lo vio entrar, se orinó y se escondió debajo de la cama. Para mí fue aun más aterrador ver cómo el asesino se aproximó a nosotras, nos hizo señas para que guardáramos silencio, cerró la puerta y se fue.
Cuando ya todo estaba en silencio, salí de la habitación. El olor a pólvora que había en el aire era muy fuerte. Mientras más me aproximaba a la sala, mayor era mi horror al ver la cantidad de vidrios rotos cubiertos de sangre en el piso. Había mucha sangre también en las paredes. Bajé mi mirada y allí estaba el cuerpo semidesnudo y ensangrentado de mi mama, y a unos pasos, ya sin vida, el cuerpo de mi padre.
Mi madre, a pesar de haber sido gravemente herida, sobrevivió a este atentado. Estaba claro que ni mi mamá, ni mis hermanos, ni yo estábamos seguros. Las amenazas y la persecución eran constantes y huimos a varias ciudades de mí país. Pero con el tiempo esto dejó de ser suficiente para salvaguardar nuestras vidas. Ni siquiera contábamos con la ayuda de amigos, familiares o autoridades que pudieran darnos protección. No había duda de que teníamos que salir urgentemente de Colombia, y Venezuela fue la opción que se nos puso por delante.
Hay que decir que la entrada a este país fue irregular y que la estadía tampoco fue grata. Sufrimos discriminación, abuso de la población y autoridades. Por ser colombianos, fuimos catalogados como «guerrilleros y terroristas».
A pesar de todas las adversidades, empecé a estudiar con una excelente profesora. Ella me apoyó desde el primer día de clase, a diferencia de los demás profesores, profesoras, la directiva del plantel y, sobre todo, los demás alumnos. Estos últimos me gritaban,
«Colombiana sin papeles, colombiana muerta de hambre, vete para tu país guerrillera. Ustedes los colombianos se alimentan como perros, asco comen sardinas y patas de pollo —en verdad, en Venezuela esta comida es arrojada solamente a los perros—». A diario tenía que defenderme de algunas personas que se juntaban para golpearme. No salía del salón en mis horas de descanso. Sabía que me esperaban, con vasos de arena y piedras, y tenía que esconderme para ir al baño.
Pero no todo fue malo. En mi empeño por terminar mis estudios y salir adelante, poco a poco fui haciendo amistad con algunos alumnos que llegaron a ser buenos compañeros. Terminé mis estudios, mas no pude graduarme, porque no tenía documentación. Tiempo después, a los 18 años, tuve una relación donde quedé embarazada y que no funcionó.
Algún tiempo después, la situación política en Venezuela empeoró. Nosotros, los colombianos, fuimos despojados de nuestras propiedades y, gradualmente, expulsados del país. Nos sacaron de nuestra casa, nos torturaron y nos acusaron de » paramilitares» y confiscaron nuestras pertenencias.
Afortunadamente, logramos huir a Ecuador, un país que nos recibió con gran hospitalidad en su frontera. Nos dirigimos a la provincia de Esmeraldas. Al comienzo, vivir aquí no fue fácil. Pasé muchas necesidades, peligros y sufrí la negligencia por parte de las autoridades. Pero todavía hay gente con gran corazón que me sugirió ir a » HIAS». Grande fue mi sorpresa al encontrarme con personas que me brindaron su apoyo y me guiaron.
Ellos me explicaron que hay personas y equipos de apoyo para nuestro bienestar legal, físico, psicológico y educativo, como lo son las Naciones Unidas, el ACNUR, el Consejo noruego para refugiados, RET y MIES. Estos organismos me han enseñado nuevos modelos de superación. Con HIAS, aprendí a tener una alimentación balanceada, recibí educación financiera (supe cómo administrar mí presupuesto) y empecé a trazarme metas a corto, mediano y largo plazo. También me gradué por primera vez y recibí un certificado. Y así di mis pasos para emprender en artesanías, perfumería y cosmética. Pero eso no fue todo.
Aprendí, así mismo, cómo funciona el sistema de salud y cómo solucionar problemas internos en mi hogar. He conocido mis derechos y a dónde podría acudir si algo me llegase a suceder. A defenderme sin verme en la necesidad de emplear la fuerza.
Y, lo más importante de todo, he encontrado un grupo de amigos en los momentos de alegría, unos compañeros en los momentos de angustia y una familia en los momentos de enfermedad.
¡Hoy puedo decir que soy una nueva persona, una mujer emprendedora, segura y valorada..!
¡Gracias, Ecuador, por tu solidaridad!