Mejor No Hablar (De Ciertas Cosas) y la construcción de un País inexistente

por José Peña

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Los productos culturales son incapaces de desprenderse de su pertenencia a un sujeto, al sujeto que los crea. Y este sujeto es también incapaz de desprenderse de su pertenencia a un entorno, al entorno que lo crea. Por lo que se sabe, el entorno que ha creado a Javier Andrade, director de “Mejor No Hablar (De Ciertas Cosas)», -su ópera prima- más que como persona, como cineasta, es una mezcla de lugares, música, cine, relaciones, vivencias, que van más allá de lo ecuatoriano en términos folclóricos. Y van más allá también de la imagen del joven burgués que tiene acceso a una cierta universalidad que en otras posiciones socioeconómicas no se da.

“Mejor no Hablar (De Ciertas Cosas)”  tiene una narrativa sólida, personajes muy bien construidos, complejos. Una buena fotografía, buena dirección de actores; en fin, no tiene errores técnicos demasiado bulliciosos y esto permite que se pueda analizar a la película en términos discursivos.

Deleuze dice que el cine es capaz de crear conceptos, de ahí el valor filosófico de éste; y que el valor de la crítica está en hurgar en el film para dejar ver esos conceptos e intentar definirlos con mayor claridad. La película que nos concierne maneja una serie de ideas, algunas más claras que otras, algunas más fuertes que otras. Sin embargo hay una que quedó retumbando en mi cabeza, así como quedó retumbando la voz de doña Carlota Jaramillo, en la sala de cine. Y es la posibilidad de construir un lugar a través de la ficción, un país, una provincia, una ciudad. Andrade hace de Portoviejo una “rock city”, donde una banda de punk tiene un manager que los puede hacer famosos. Crea un Sid Vicious criollo, igual de irreverente, y posiblemente igual de simpático. Lo interesante de este ejercicio es que no solo inventa sino que re-inventa, y por supuesto también reproduce.

Inventa un país de multitudes donde es posible organizar un  “gran concierto” o un “gran discurso político”. Claro que cuando regresamos a ver a las multitudes, queda en evidencia que no son tal; vemos veinte pelagatos saltando, aplaudiendo y sabemos que estamos en Portoviejo, en el de «adeveras«. Asimismo reinventa nuestros supuestos “valores” musicales (culturales) y les da la fuerza y la relevancia que hasta ahora nadie les había concedido en el cine. J.J. es más que «Nuestro Juramento» y «Cinco Centavitos». Cuándo suena en la película no lo hace porque sí, no lo hace por el simple hecho de ser ecuatoriano, lo hace porque representa la construcción de una visión de Andrade sobre el mundo; y el corazón responde pesares, pesares. En esta misma línea, aparece la voz de Carlota, y el joven (Luis) irreverente que hace un cover del albazo “Esta Guitarra Vieja”. Entonces no es una cuestión de identidad, no; se trata de explorar el entorno que nos envuelve, nos forma y nos deforma. No se trata de exponer canciones ecuatorianas para sentirnos más patriotas, para nada. Se trata de construir individualidades constituidas por factores externos, factores culturales, y se trata también de hacer homenaje a esas formas que, lejos de hacernos sufridores, nos otorgan dignidad ante la vida.

Por supuesto que también reproduce discursos que superan a Andrade como individuo, que forman parte de una hegemonía cultural. Pero hay el intento claro de empezar hacer un cine de ideas, en el que estas ideas estén intercaladas con el ser del film. Andrade no se ahoga en querer decir demasiado, en querer abarcar demasiado, narrativa, visual, y conceptualmente.

 

 

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