Maricas y lesbianas en cuatro autor+s ecuatorian+s

por María Auxiliadora Balladares

 

María Auxiliadora Balladares

Diseño: Marx Corella

Maricas y lesbianas en cuatro autor+s ecuatorian+s

Desde la perspectiva de una escritora y académica

Por: María Auxiliadora Balladares

 

 

Ante la invitación de Juan Sebastián (Jaramillo) a escribir sobre la literatura LGBTQI+ en Ecuador, escogí reflexionar sobre cuatro de mis autor+s favorit+s. Este no pretende ser un recorrido exhaustivo, sino afectivo más bien.

En poesía

Desde hace unos dos o tres años, dicto la clase de poesía ecuatoriana en la San Francisco. La primera parte del curso se concentra en las expresiones poéticas de hasta la década de los sesenta, en las que quizás la pregunta central gira alrededor de qué significa ese gentilicio, “ecuatoriano”, lo que ha supuesto cuando interviene en la producción poética de un país de tantas complejidades, en un país ahogado en sus propios prejuicios. En la segunda parte del semestre —poesía desde los setenta—, la cuestión racial que es central para cierta producción vanguardista va cediendo paso a otros intereses políticos o quizás, sobre todo, micropolíticos. En ese curso, leemos a dos de mis poetas favoritos. Uno de ellos se suicidó muy joven, antes de cumplir los 27. Su nombre, David Ledesma Vázquez. El otro, vive en hoy en Portovelo (El Oro), la ciudad en la que nació en el año 1958. Su nombre, Roy Sigüenza.

Aunque Roy es un lector consumado y ciertamente lector de Ledesma, hay una postura que lo distingue radicalmente del poeta guayaquileño y es que, mientras a Ledesma lo atraviesan el dolor y la frustración por no poder vivir a plenitud su sexualidad y por no poder amar y ser amado —ahí está el poema de Cuaderno de Orfeo en el que Eurídice se lamenta porque nadie en el mundo la puede amar, o el “Poema final”, esa especie de testamento literario en el que le advierte a un amante que solo muerto Ledesma podrá ser amado—, la poesía de Roy es la absoluta celebración del amor marica. El amor se vive, el amor se despliega en los cuerpos deseados y penetrados, pero también en el paisaje, en la piedra, en el río. Esa celebración del amor en la poesía de Roy –que pasa por la locura que propicia el rompimiento amoroso y también por la melancolía– es síntoma de una libertad que Ledesma no experimentó, de una libertad cuya imagen especular se encuentra en la militancia trans de los noventa en nuestro país.

David Ledesma

Hay una ciudad que tanto Ledesma como Sigüenza escogen trabajar en al menos uno de sus poemas: Sodoma. En la obra completa de Ledesma, existen muy pocos poemas luminosos, en el sentido de irradiar una imagen alegre. Hay ardor, pero difícilmente se cuela la esperanza. “Los ángeles que huyeron de Sodoma” es una excepción a esa regla terrible. En ese poema, sostiene su autor: “Comerciaban en granos y perfumes / y el arado y el trigo y los metales / eran puros allí, porque ese suelo / estaba arado por hombres que tenían las manos puras, / y amaban al amigos que –a la tarde– / después de sudar juntos en las eras / brindaban el vino de su amor al hombre / con una luz purísima en sus ojos”. La palabra “pura”, en diferentes variantes, se repite tres veces en esta estrofa. Esa pureza que irradia de Sodoma y sus habitantes en nada se parece a los sujetos abyectos que pinta la Biblia cuando se refiere a los sodomitas. A esto se suma que la Sodoma de Ledesma es la ciudad anticapitalista por excelencia. El trabajo satisface necesidades básicas y hay un tiempo para el amor: cada movimiento del cuerpo es un movimiento amoroso, incluso si están trabajando en el campo. No se practica la acumulación, ni la violencia. Es la ciudad de la verdad y la belleza.

Sigüenza escribe “La misión” que refiere la destrucción de una ciudad, en un gesto evidentemente colonial, porque desaparecen la comida, el agua, las lenguas originarias. El poema cierra así: “Mas los escasos sobrevivientes levantaremos / Sodoma aquí, otra vez”. Esa promesa de futuro, el ser sobreviviente para erigir la ciudad que ha sido destruida por la ira y por la codicia —astuto juego en el que se iguala la furia de Dios a la ambición del conquistador—, aseguran la pervivencia de la ciudad para sus habitantes, aunque sean los del futuro, los que todavía no nacen.

Los poemas de David y de Roy no se parecen. En ambos, sin embargo, el trasfondo y el sueño es exactamente el mismo: una Sodoma redimida, una Sodoma libre de Dios, de la modernidad capitalista y de la esclavitud de los cuerpos.

Roy Sigüenza. Foto: Roberth Mendoza

En narrativa

Hay dos escritores que trabajan la cuestión del deseo desde una perspectiva que me interesa en dos relatos: “Accidente”, cuento de Gabriela Ponce Padilla —contenido en su libro de cuentos Antropofaguitas, y Vita Frunis, novela de Esteban Mayorga.

En “Accidente”, Ponce cuenta la historia de dos mujeres que se enamoran y entablan una relación, ella e Ileana. Para ella, es una novedad la relación sexual con una mujer; ha estado solo con hombres antes y, de hecho, mantiene una relación romántica con uno desde hace tiempo. Ileana, por su lado, tiene una relación con una mujer mucho mayor que ella y vive abiertamente como lesbiana. Viven en ciudades distintas y su primer encuentro ocurre en una ciudad ajena para ambas. El sexo con Ileana activa en ella, cuya perspectiva es la central en el relato, la necesidad de romper con los estereotipos que hasta ese momento han dominado su vida. Hay unas fuerzas, sin embargo, que la maniatan y que parecen casi condenarla a vivir su relación a escondidas. En la plenitud del encuentro amoroso, Ileana sufre un accidente que le hace perder la memoria de los eventos recientes de su vida y, por lo tanto, su encuentro y su amor con ella. El dolor y el silencio que sobrevienen, la repetición en loop de llamadas de Ileana que quiere saber quién es ella –una y otra vez porque siempre vuelve a olvidarla–, la imposibilidad de la intimidad o de la cercanía, vuelven a este relato una especie de infierno doloroso, muy parecido al de Orfeo —que es motivo en la poesía de Ledesma—: ella no puede recuperar el amor de Ileana y viceversa. La tragedia de ella es, a diferencia de Ileana, tener conciencia de lo que se ha perdido.

Gabriela Ponce. Foto: Florencia Luna

En Vita Frunis, Mayorga compone una suerte de anti-novela de formación. Fruno, el protagonista, inicia un recorrido que terminará con la consecución de una carrera como escritor reconocido. El absurdo, que es central en la narrativa de Esteban, permea cada momento de la vida de Fruno: desde la ridiculez de la trama que culmina siempre en la risa por su radicalidad, hasta el trabajo con el lenguaje que es parte fundamental de su proyecto narrativo –el lenguaje interrumpido por la voz de un subalterno, de un migrante que es el propio yo autorial y que escribe en ecuatoriano ahí donde nada puede ser ecuatoriano realmente. Al inicio de la novela, Fruno mantiene una relación con su compañero de trabajo y roommate. Mayorga explora la intimidad de su personaje de una manera que, aunque no parezca a simple vista, es absolutamente conmovedora. El interés que me produce Fruno radica en que nada de lo que vive le resulta antinatural, todo deviene un camino posible. Es un personaje despojado en todos los sentidos: es pobre y apenas puede sobrevivir, no tiene familia ni oficio, pero también está libre de prejuicios. Se hace preguntas, pero ninguna resulta una traba en su vida. La deriva del deseo en esta novela es la contraparte de esa imagen de despojamiento y termina siempre por imponerse.

En estos relatos, el amor y el deseo se viven de forma distinta: desde el sufrimiento por su imposibilidad y desde la ausencia de pensamiento o reflexión. Porque leemos en clave de lo que no está, porque leemos justamente en clave de esas ausencias, es que se despliegan ambos con fuerza en el panorama de la literatura ecuatoriana.

 

Esteban Mayorga. Foto: archivo del autor

 

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