Por: Bernarda Carranza
Tengo un recuerdo impregnado en mi memoria de una Navidad, cuando tenía siete años. Mi papá hizo que escoja un par de zapatos que ya no utilizaba y los ponga afuera de mi cuarto la noche del 24 de diciembre para recibir a cambio un regalo de su parte. En Noche Buena había recibido y abierto ya, todos los regalos de parte mis padres, mis abuelitos, mis tías, etc. Pero había un regalo en especial que mi papá quería que abra el 25, porque era diferente al resto, me decía. Había estado esperando aquel regalo toda la semana con gran ansiedad. Todos los otros parecían quedar cortos a lado de este regalo que había generado tanta expectativa en mi cabeza. La mañana de Navidad me desperté y lo primero que hice fue saltar de mi cama en busca del paquete. Naturalmente, destrocé el papel navideño porque la curiosidad supera el orden para un niño.
Ante mí habían dos libros largos, delgados y llenos de color de la autora argentina María Elena Walsh: “Dailan Kifki” y “La nube traicionera”. Mi padre me había enseñado a leer dos años atrás y siempre que podía me compraba cuentos de hadas para alimentar mi imaginación. Sin embargo, fueron estos dos libros infantiles, sobre todo “Dailan Kifki”, que despertaron mi interés por la lectura. Puedo recordar hasta ahora cómo se sentía cada pasar de páginas, la textura lisa de la hoja era como una caricia en mi mano. La emoción de acercarme cada vez más con mi separador de páginas al final del libro era indescriptible. Hasta el día de hoy siento esa emoción.
Esa emoción, sin embargo, no es la misma al leer un libro en el iPad, tablet, Kindle, etc. La lectura se limita a una pantalla y ya no es tanto una experiencia sensorial. Digo sensorial porque al fin y al cabo tener la presencia física de un texto implica palpar la textura de las hojas, percibir el olor de nuevo o antiguo o sucio o fresco que emana el libro, visualizar el grosor del libro, escuchar el sonido sutil del cambiar una página y emocionarse cuando el marcador de páginas avanza y entristecerse cuando éste va llegando a su fin. Todo esto aporta al contenido del texto y la experiencia que el lector tiene cuando lo lee.
La tecnología avanza y facilita nuestras vidas. Si necesitamos investigar algo la información está a nuestro alcance, si queremos comunicarnos con alguien el Skype es la mejor herramienta, si deseamos información inmediata y corta el Twitter funciona, si queremos leer las noticias buscamos en la página de El Comercio, o El País, o la BBC, en fin. Estamos leyendo constantemente. Leyendo tuits, leyendo estados de Facebook, leyendo información útil o inútil. No puedo negar que prefiero mil veces buscar en Google la información que requiero para un trabajo que ir a una biblioteca en busca de todos los libros que contengan esa información. Es más rápido, más eficaz, más práctico.
Ese concepto práctico es justamente la razón por la cual surge la idea de descargarse libros y leerlos electrónicamente. ¡Es una idea brillante! Un objeto pequeño y ligero como el Kindle o el iPad puede contener más de 200 libros. Puedes llevar tu propia biblioteca a donde desees sin preocuparte por el peso o el espacio. Si te gusta la experiencia del libro hasta se simula la sensación de cambiar de página al arrastrarla por la pantalla. Y ante todo, puedes encontrar un sitio web un poco rebuscado para descargarte los libros sin ningún costo.
¿Entonces por qué sigo empedernida con la idea de que cuando vaya a leer una novela o un libro de poemas, sonetos, cuentos, necesito sentirlo físicamente en mis manos? No sé. Me atrae la experiencia sensorial. No es lo mismo tener una biblioteca entera comprimida en un objeto electrónico a entrar al cuarto donde está la biblioteca física, no virtual, llena de libros que contienen historias y anécdotas personales. Abrir un libro viejo, percibir el olor que emana y recordar el momento en el cual se cayó la gota, o varias gotas de café encima de la página 127 o por qué subrayaste con lápiz una frase de la novela y después con esfero de color rosado en las páginas que seguían. O en mi caso, sacar el libro “Extremely Loud and Incredibly Close” del librero y ver que las últimas veinte páginas están despedazadas por completo y recordar el día que regresé de la universidad y encontré a mi perra, Cayetana, en mi cama con un hocico lleno de palabras.
Me pregunto cómo cambiaría mi percepción de un libro si lo leo virtualmente. Me pregunto si a la final cambiaría. Me pregunto si “Dailan Kifki” hubiera tenido el mismo impacto que tuvo en mí a los siete años si lo leía en un iPad.
Capaz al sumergirme por completo en la tecnología de los ebooks, encuentre esa facilidad, esa practicidad, que he encontrado con otros aspectos de la tecnología y abandone por completo la manera “antigua” de leer. Quizá ya no necesite ni guste de la experiencia sensorial, que tanto he hablado, de leer un libro no electrónico. Lo dudo.