Ser mujer en el ecosistema musical se compone de experiencias diversas. En el marco del 8M queremos resaltar la perspectiva de Vanessa Bonilla, madre, feminista, comunicadora e investigadora social y trabajadora de la cultura.
Texto por Vanessa Bonilla
Las mujeres en la escena de la música independiente en Ecuador es lo que me convoca para usar la palabra, para poner mis argumentos siempre abiertos a ser cuestionados y repensados, pero en colectivo y no como un ejercicio individual del ego. Aquí me referiré exclusivamente al campo de la música y las artes sonoras en Ecuador; campo que carece de fondos y espacios formales para su investigación.
Es importante entender que sin la investigación es imposible pensar en un futuro, ya que no hay un registro del pasado. Tampoco hay una documentación vasta que construya una memoria histórica, y, por ende, las reflexiones y decisiones sobre el presente resultan coyunturales. Todos estos factores limitan la posibilidad de indagar quiénes somos y qué hacemos, pero también nos niegan las múltiples posibilidades de pensarnos, de hacer una autocrítica, exigir garantía de derechos al Estado, políticas públicas, líneas de fomento, la oportunidad de reflexionar sobre la participación, la organización y demandar inversión al sector privado.
Los pocos estudios que se han realizado, no han sido divulgados de maneras eficaces o no han tenido el seguimiento adecuado. Afortunadamente ya se están implementando carreras universitarias, de pregrado y postgrado, que apuestan por ver a la música y las artes sonoras como generadores de pensamiento ligado a diversas formas de expresiones musicales. Existen pequeños fondos que permiten a investigadorxs y gestorxs formales e independientes reflexionar y estudiar a la música y las artes sonoras como un hecho social.
Evidentemente, hacen falta más espacios para publicar, debatir y compartir estas iniciativas. En este sentido, este texto es, para mí, esa posibilidad de ponerme como sujeto de investigación y como investigadora a la vez. Usando las palabras de Carol Hanisch, una feminista estadounidense de la segunda ola, que reinvidicó a “lo personal es político”. Y también es la oportunidad de abrir una posibilidad de estudio en un campo que debe preguntarse sobre sí mismo y que necesita ensayar respuestas. Ensayar como esa manera de errar – acertar – errar y ser una posibilidad cíclica de aprendizaje.
¿QUIÉN? (sujetos)
Ser mujer en el ecosistema musical se compone de experiencias diversas. Experiencias que no solo están atravesadas por el género, sino también por la clase, los accesos, privilegios, raza, derechos y oportunidades. Hago aquí una pausa para situar mi lugar de enunciación. Esta es mi historia, una secuencia que empieza con los discos de acetato y los cassettes que sonaban en mi casa, colección de mi padre y madre. Mientras nos reíamos, cocinábamos o limpiábamos, de fondo siempre había sonidos como los de Promesas Temporales (mi disco favorito del mundo mundial).
Vengo de una familia de clase obrera que tuvo el privilegio de acceder a la educación pública superior, y de estudiar artes plásticas y escénicas. Mi padre y mi madre siempre estuvieron vinculadxs con el arte, el cine, el teatro y la música popular. Uno de los recuerdos que marcó mi vida, fue asistir a una marcha en dónde varios colectivos se movilizaban en contra del gobierno de León Febres Cordero (No perdonamos, no olvidamos. Memoria, verdad y justicia).
Desde niña siempre me marcó la exigencia por justicia social y por los derechos humanos, sentidos que agradezco con mi padre, mi madre y su entorno. Con los años ese privilegio del acceso al arte se convertiría en una forma precaria de subsistencia, porque en Ecuador ¿quién vive del arte? Mientras iba creciendo, me sentía una adolescente en un mundo de adultos y quería descubrir mi propia identidad. En ese momento, la única manera de vincularme como mujer a la escena musical, era de la mano de hombres —amigos y novios—.
Con estos enlaces, lograría habitar espacios vitales que hoy por hoy me permiten ocupar un lugar en el ecosistema musical. De los hitos más importantes que recuerdo, ha sido mi paso por Radio Latina 88.1 exclusividad para la inmensa minoría en el 2000. Mario Díaz, uno de los directores de la franja, sería el primero que me animó a explorar la radio como un canal de comunicación, a usar un micrófono y me daría la llave para ser parte de una comunidad. Luego vendría el sitio web Plan Arteria, con Darío Granja, que me invitó a escribir sobre música ecuatoriana. Mi primer texto fue sobre la banda Tanque, mi paga, el disco: Hasta la muerte de su titular (2007). Y más tarde, Fabiano Kueva me ayudaría a averiguar cómo se hacía radio sin formatos, con total libertad, sin estrés, ni tiempos, en FLACSO Radio en el 2011.
En el camino me encontré con gente muy valiosa que me enseñó sobre música, locución, producción y las posibilidades amplias de la comunicación, y en su mayoría, estas personas eran hombres. En los últimos ocho años, me empecé a preguntar ¿dónde estuvieron las mujeres en este mundo musical que parecía ser únicamente musculino?
Siempre estaré agradecida con Mayra Benalcazar, Fernanda Karolys y Susana Anda. Ellas fueron mis primeras referentes en la escena musical quiteña, ocupando un lugar visible y aunque nunca fue su intención ser referentes, marcaron un camino para muchas de nosotras. Con mis últimas investigaciones, reflexiones, ponencias y mi relación ampliada con el feminismo, y en diálogo con Ruda Colectiva Feminista, otras mujeres del ecosistema musical, la Coalición de Periodistas Musicales del Ecuador, la investigación Disonancias (sobre los procesos creativos de mujeres en el ámbito de la música), mis trabajos empiezan a tener mayores claridades. Y es ahí que empiezo a indagar qué es lo que hacemos las mujeres y por qué en este espacio siendo tan feminizado, los que deciden sobre lo que sucede y no sucede, toman decisiones, quienes ocupan los lugares jerárquicos, dan entrevistas, son visibles en lo público o tienen la voz para negociar: son hombres.
Entonces, ahora que he conversado con informantes/entrevistadxs que estuvieron y fueron parte de la escena local en las dos últimas décadas, descubro que había más mujeres de las que yo identifiqué, pero que habitaban esos lugares siempre en las catacumbas. Eran quienes sostenían —desde un lugar de invisibilización— muchos procesos, quienes estaban detrás de sostener esos conciertos: que iba desde organizar que todo salga bien, pasando por las que hacían las cuentas, las que llevaban y traían cosas, hasta ser las que le ponían el alma, pero de las que nunca nadie supo de su trabajo.
La gran mayoría tenía conocimientos amplios y vastos sobre música, gestión y producción, y casi ninguna tenía la oportunidad de disputar el espacio del show, de tocar un instrumento o de liderar procesos. Combatían y peleaban el lugar siendo las sabiondas, las que aguantaban/sostenían todo o eran las aprendices eternas, a cambio de poder estar en esos espacios, viviendo la escena. Finalmente hacíamos un trabajo feminizado, que parecía era lo que nos correspondía o la única forma de ser parte de esta escena musical. Escena incapaz de cuestionar el pacto patriarcal, la desigualdad de género y el trabajo de cuidado. Sabemos que existe una brecha de género que atraviesa los ámbitos sociales, políticos, laborales y culturales del país, pero siempre hay un argumento para justificar el por qué las mujeres no estamos en la toma de decisión.
Cuando pondemos este tema en la palestra nos dicen que hay que pensar en el sector completo y que ya habrá tiempo de complejizar la presencia de las mujeres. Una vez más no somos prioridad y tenemos que postergar nuestras exigencias. Pero este escenario es mucho más enmarañado de lo que parece, porque no solo es la negación de la discusión de la brecha de género, el techo de cristal o las políticas públicas con perspectiva de género.
Esconde además dos problemáticas centrales, uno: que vivimos en un sistema que está perpetuado y que permite estas exclusiones; y dos: el trabajo de cuidado, al ser una extensión del afecto, termina siendo un deber en las mujeres. Recordando a Silvia Federici: “eso que llaman amor es trabajo no pago”, es decir que el trabajo que hacemos nosotras se asume como parte de los roles afectivos que cumplimos las mujeres, pero que además es invisibilizado y no reconocido en términos económicos.
Todas estas condiciones son una forma de violencia, que está en la vida cotidiana y, permea y se manifiesta en el campo de la escena musical independiente. Esto impide construir sociedades y ciudades inclusivas, sostenibles y justas. Es importante entender que las condiciones no solo están en el espacio de lo práctico y lo laboral, sino también en los ámbitos afectivo, ético y psicológico y que atraviesan el trabajo y las prácticas diarias en la vida pública y privada. Cambiar estas condiciones permitirá demandar políticas de equidad y espacios libres de violencia machista.
También hay que indicar que, existen varios estudios latinoamericanos que han demostrado que la presencia de mujeres en la escena musical es menor a la de los hombres y que, en esta esfera, nuestro lugar de trabajo generalmente está vinculado con espacios predominantemente administrativos o de gestión (trabajos de cuidado).
En este contexto, la brecha de género no solo se hace visible por la presencia desigual y minoritaria de mujeres en los espacios musicales, sino también aparece como una construcción social que determina la asignación de roles de género desde el mismo nacimiento, afianzados por la persistencia de una estructura patriarcal y de una división sexual del trabajo propia del capitalismo. Con el fin de generar otro tipo de espacios laborales y de construcción colectiva es importante explorar las condiciones (objetivas y subjetivas), que impiden que las mujeres tengamos una presencia igual o mayoritaria que los hombres en el ecosistema musical. Así como entender las razones por la que muy pocas veces nos es posible asumir puestos para la toma de decisiones en la esfera de las políticas públicas culturales.
¿QUÉ? (el escenario)
Las mujeres que generalmente hacemos trabajo de gestión o administración destinado al sostenimiento de procesos, somos relegadas a ser las imperceptibles, las invisibles, o las multitasking porque nuestro trabajo no es reconocido ni tomado en cuenta, ya que nuestro accionar carece de relevancia para otrxs. Como dice Remedios Zafra: “en un marco neoliberal de mayor desigualdad, las mujeres se ven interpeladas en asumir (como antes, como siempre), los trabajos que reptan por el suelo, pocas veces considerados empleos, de cuidado y atención social” (2017, 24).
Por razones como estas vale la pena pensar cuántas veces las mujeres trabajamos sin ningún tipo de reconocimiento (sea este verbal, escrito o a través de una remuneración económica); con qué frecuencia nuestro trabajo ha sido minimizado o puesto en duda; cuáles son las limitaciones que implica el desarrollo de trabajos remunerados mientras realizamos tareas domésticas no pagadas; así como las percepciones que existen en cuanto a nuestra participación en la oficina, por ejemplo, donde nuestros roles pueden implicar servir café, planificar reuniones, gestionar espacios o pedir comida para el equipo de trabajo, aspectos de gestión igualmente poco reconocidos. Es en este tipo de situaciones […]