El pasado 19 de abril, Sal y Mileto dio un concierto legendario en La Ideal, en Quito. Este es el recuento de un fan que cumplió su sueño al verlos de cerca.
La primera vez que escuché Sal y Mileto fue en la entrada a la adolescencia, ese momento crítico de la vida en el que uno no es «ni chicha ni limonada», como dicen los viejos por acá. Fue en la casa de un amigo que me lleva un par de años de diferencia, y que se estaba convirtiendo en chicha al son del rock pesado y el heavy metal. Fue porque él me hizo escuchar «Kito con K».
«¿Kito con K le pongo?», preguntaba esa voz de mujer serrana avinagrada en el parlante de su computadora. Yo no tenía idea de quién era ella, y fue hace poco que me enteré de que es la voz de la célebre actriz ecuatoriana Juana Guarderas. Aún así, sentía que la había escuchado antes y que esa pregunta absurda era una incógnita que resonaba dentro de mí. Seguí escuchando fascinado mientras me sumergía en la historia de la canción, al compás de sus cuerdas funkeras y su batería neurótica. Entonces entendí, sin darme cuenta, que esa música se iba a quedar tatuada en mí para siempre.
Con el tiempo, tuve el afortunado accidente de entrevistarme con Víctor Narváez, alias Narviko, uno de los fundadores de la banda. Ahí conocí todo acerca de la génesis y la evolución del grupo que tantos corazones ha incendiado desde el 94. Ahí me enteré de que nació de la reunión de un grupo de jóvenes locos que se exiliaron en una hacienda en Tilipulo para hacer música y poesía, y que por eso se pusieron el apodo de «La banda de Los Hornos». Ahí pude entender todas sus mutaciones.
Todas, desde la formación original, pasando por la aparición del power–trio de Paúl Segovia, Igor Icaza y Franco Aguirre (que muchos consideramos el clímax de la banda); que luego se convirtió en el ensamble que hizo Igor con músicos más jóvenes para rescatarla del olvido tras la muerte de Paúl; y que finalmente tuvo un renacimiento reciente como trío otra vez, en las manos curtidas de Franco, Igor y Lucho Pelucho, otro guitarrista insigne que tocó con ellos a mediados de los 2000.
Entonces pude poner en perspectiva mi relación con la banda y adquirí un respeto aún mayor por su legado. Sal y Mileto, más que ser una agrupación musical, es un coloso que ha permanecido escondido entre las sombras luchando contra la muerte. Su voz todavía retumba y remueve conciencias cuando se despierta. Sal y Mileto no encajaría nunca en una definición genérica porque engendró un género musical que tiene vida propia: el rock libre ecuatoriano.
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Por eso, era inevitable que se prendiera de nuevo la esperanza cuando Franco, Lucho Pelucho e Igor se reunieron a finales del año pasado para tocar nuestros himnos nuevamente. Era imposible no emocionarse cuando nos enteramos de que la mosca miletera alzaba el vuelo de nuevo para picarnos a todos con su veneno. Y la noche del 19 de abril de 2018 fue especial por eso. Era el día en que el power–trío tocaba de nuevo en Quito.
La cita se concertaba gracias a la gestión de Pío Pío, la productora de conciertos responsable de El Carpazo. El concierto de Mileto también se sentía especialmente simbólico para ellxs. Después de lo descorazonadora que fue la cancelación de la última edición del festival de la carpa, en la que iba a tocar el trío de la muerte, este show era como una muestra de que la música independiente no desfallece, y de que ellos siguen en la lucha.
A las nueve de la noche de ese jueves intenso ya había una fila que le daba la vuelta a la cuadra en la que está La Ideal, una sala de conciertos que está convirtiéndose rápidamente en uno de los venues más importantes de la escena. Caras expectantes y variopintas alzaban la mirada entre el humo de los cigarrillos y la luz opaca de los faroles, impacientes por el momento en que los dejarían entrar a ese sitio que se convertía de pronto en un templo pagano. Todxs eran feligreses ansiosxs por purgarse.
Adentro, entre la penumbra y las luces rojas del escenario, el aire se iba cargando de electricidad a medida que la gente se acomodaba entre las sombras. Lucho, Igor y Franco se escabulleron hacia el camerino sin llamar la atención. Mientras tanto, el público vibraba con una excitación común que podía sentirse en el aire.
MINIPONY, el proyecto de metal experimental que comandan Emilia Moncayo y Amadeus Galiano, subió al escenario una vez que la sala se veía abarrotada. Tomaron por sorpresa a todo el mundo. Junto a Carlos Sánchez (también baterista de 3vol) nos soltaron su música como la descarga de una ametralladora. Les bastó con la guitarra de Amadeus, los martillazos de Carlos en la batería, un sampler y la computadora de Emilia para producir un set que se sentía como un corrientazo eléctrico, y que no dio tregua mientras duró. Cuando terminó, quedamos con la piel de gallina y los nervios de punta.
La energía de MINIPONY quedó flotando como una estela que distrajo a todo el mundo durante el breve tiempo de espera que quedaba. Minutos después de los teloneros, el “trío ternura” salió de su guarida y se abrió camino hacia el escenario, sigilosamente, entre el montón de fans enloquecidos que querían tocarlos, desearles suerte, respirar junto a ellos. Se cuadraron sobre las tablas sin hacer bulla. Todo se congeló por un instante y ellos dieron el primer zarpazo a los instrumentos, desgarrando la atmósfera con «Avisos Clasificados».
«Arriendo piso sin flores, en la colina tercera, de la esquina de los pájaros, a mano izquierda»… esos versos, y todos los versos de esa canción, me dejan obnubilado cuando los escucho. ¿Qué cabeza degenerada fue capaz de escupir esas palabras que suenan tan bonitas y tan fuertes al mismo tiempo?, me pregunto cada vez que escucho el tema. No podía creer que estaba ahí, junto a ellos, viéndolos tocar esa música maldita en el mismo presente que yo. Bastaba ver las cabezas sacudiéndose o los ojos llorosos que contemplaban estupefactos a los músicos para saber que todxs nos habíamos disuelto con Sal y Mileto.
«Esto es de una sola vuelta», dijo Igor, sacudiendo sus baquetas frenético tras la batería. Franco iba y venía en su propia fiesta, entre el micrófono y la mirada de sus compinches. Lucho Pelucho punteaba su guitarra con una concentración de samurai que se interrumpía por momentos cuando intercambiaba alguna sonrisa con el público, le daba tragos largos a su cerveza o pedía aguardiente para calmar la sed. Nos llevaron a volar con algunos de sus temas instrumentales, nos revolcaron con algunas joyitas del Tres, nos hicieron echar el «corazón a tierra», nos dejaron extasiados.
Pese a que los años ya se dejan ver en sus cuerpos, cobijados por la música eran tres guambras embalados tocando sin preocuparse por nada más en el mundo que por ella. En un momento dado, uno de los sonidistas tuvo que acercarse a Franco a darle la noticia incómoda de que les quedaba un tema más.
«¡¿Una Más?! ¡Qué ingenuos, UNA MÁS!», respondió Igor cuando Franco le pasó la voz, convirtiendo su dedo del medio en el número uno. Hicieron caso omiso a la advertencia, y nos regalaron como cuatro más… creo que en la emoción todos perdimos la cuenta. Atacaron con “Cessio”, “A Propósito de Un Día Común”, “Soledad” y llegó el momento de catarsis máxima cuando empezaron a repicar las cuerdas del bajo, anunciando «Aguanta». «Esta es para que no dejemos que la clase política nos vea las huevas», dijo Franco. «Todo va a estar bieeeeen», sentenció después con ese sarcasmo lascivo con el que ha cantado la canción toda la vida.
«¡AGUANTA QUÉ PUES HIJUPEUTAAA!», coreamos todxs una y otra, y otra vez, con una ira ciega y sorda que ha atravesado a generaciones enteras. Una ira que, tristemente, sigue estando vigente ante el estado de las cosas. Todxs nos indignamos por igual mientras sacudimos el cuerpo con esquizofrenia porque afuera del templo y de la música todavía quieren enseñarnos “de qué color es la diferencia entre el que tiene y el que no tiene”. Todxs quedamos rendidos una vez que se acabó el tema.
Los tres se bajaron del escenario secándose el sudor con la misma toalla, respirando con alivio porque nos habían llevado sanos y salvos a través de la catarsis. Pero la gente clamaba por más. Nunca es suficiente. Lucho Pelucho fue el primero en atender al llamado, y sin pensarlo comenzó a acariciar su guitarra con las notas lastimeras de “Mi Vida es un Yahuarlocro”. Entonces los otros dos se unieron a él en el escenario e Igor se adueñó del micrófono para cantarnos cómo “poco a poco se va volviendo loco”. El público coreó a voz en cuello, purificándose con la saliva amarga del desamor.
El tema terminó, ellos se tomaron una foto abrazados y radiantes frente a la batería, se bajaron, y de repente todo se calmó, pero nadie volvió a ser la misma persona. Fans aún enardecidos se colgaban de las barreras con lágrimas en los ojos pidiendo un autógrafo. Otros miraban el setlist con ojos codiciosos.
La gente abandonó la sala poco a poco, respirando más liviana, pero electrificada hasta el tuétano al mismo tiempo. Mileto vibró con furia esa noche, y lo hizo con la solidez que le han regalado sus 24 años de existencia. El concierto fue una explosión intensa y fugaz, como la llamarada de una bomba molotov. Su eco quedó resonando en las centenas de cabezas afortunadas que lo presenciamos. Todxs nos fuimos contentos, sintiendo “que el camino aún está caliente y aún nos lleva a un extraño lugar”…