Del creador de La Marujita se ha muerto con leucemia nos llega La Reina de la China, una obra cargada de risas que te fascinará. Prepárate para divertirte, pero también para cambiar tu percepción estética.
Dirección y guión: Luis Miguel Campos
Protagonistas: Santiago Segovia, Alex Altamirano, Orlando Eraz
Vestuario: Sara Constante
Coreógrafa: Carolina Vascones
Producción: José Cabrera y Baltasara Campos
Funciones: del miércoles 19 de junio al domingo 28 de julio de 2019, Patio de Comedias
Casi toda obra de calidad es apenas un destilado de un conjunto muy diverso de materiales y momentos. A primera vista, el proceso que hizo posible la obra que disfrutamos nos parece muy sencillo. Pareciera como si el autor hubiera escrito las líneas que leemos en un buen libro en un único arrebato de inspiración—o, en este caso, los diálogos que escuchamos en una obra teatral—, en lugar de haber pasado meses, años incluso, sentado en un escritorio, revisando, corrigiendo y reescribiendo.
El escritor ecuatoriano Luis Miguel Campos parece saber mucho de esto. Pues, según cuenta, dar forma a La Reina de la China—obra teatral que podrán ver en el Patio de Comedias— le tomó tres años. Tres años de escritura y rescritura, de investigación y comprensión. Pero si la elaboración fue lenta y cuidada, el origen, como el de mayoría de obras de ficción, fue el encuentro con una imagen mental.
“La fuente principal de inspiración fue muy simple: una actividad cotidiana que se repite rutinariamente en todos los seres humanos y que consiste en ponerse y sacarse la ropa. Pensé mucho en esta actividad que pasa desapercibida por realizársela espontáneamente y no me fue difícil deducir que el mejor ejemplo es el que realizan los travestis, cuando se transforman en otras personas a través del maquillaje, el vestuario, y una particular forma de comportarse”, afirma el escritor y director.
Así nació la historia de Juan, Santiago y Roberto, tres hombres que, gracias al travestismo, aparentemente cambian su personalidad y se convierten en otrxs por la noche.
Cada uno de los tres personajes representa un arquetipo dentro del imaginario colectivo. Juan es el marido responsable y fiel, atormentado por el engaño que practica ante su familia. Roberto, un hombre de personalidad arquetípicamente “femenina”: soñador, interesado en los chismes y desdeñoso de las pretensiones de quienes abrazan la “alta cultura”.
Pretensiones que parece encarnar Santiago, prototipo del hombre revolucionario de izquierdas de décadas anteriores, quien, no obstante, esconde un lado que es incapaz de revelar a sus compañeros de movimiento. Su válvula de escape: el teatro y la pretensión intelectual —con frecuencia presume su afición por obras de Sartre, Simone de Beauvoir y Ernst Cassirer, entre otros—.
El contraste entre los temperamentos tan distintos de los personajes provoca risas en los espectadores casi de inmediato, en especial las peleas frecuentes en que se enfrascan Santiago y Roberto. Es un recurso empleado para imantar al público.
“Uno de los factores más importantes del teatro es la creación de personajes. Suelo construirlos muy marcados, muy especiales, casi rayando en el estereotipo. Cuando los personajes están bien definidos, los actores se enamoran fácilmente de ellos, y también el público. Cuando los personajes tienen personalidades marcadas, es más fácil y más rico que se confronten entre sí”, señala Luis Miguel.
Uno podría pensar que el uso de personajes que rayan en el estereotipo podría ser perjudicial para la verosimilitud de la obra, dadas las ideas comunes sobre el travestismo que abundan en el mundo. No obstante, el efecto que Campos consigue es el contrario. Paradójicamente, y contra las expectativas del público, a través de los alter-egos acabamos por conocer más a profundidad a los personajes.
No importa que la veracidad de las anécdotas se ponga continuamente en tela de juicio —por la condición de narrador poco fiable de cada uno de los personajes—, al final, la personalidad de cada uno se vuelve más sólida y evidente para el espectador. Los tres hombres que vemos sobre el escenario no se han transformado en alguien más. Por medio de lo exagerado, lo impostado, han revelado el lado oculto de su rostro. En otras palabras, cuando uno busca ser otro, se convierte más intensamente en uno mismo.
Ello ocurre en especial con los alter-egos de Roberto y Santiago. Beauvoir, el alter-ego de Santiago, hace más patente la continua reticencia de este a adoptar un tono más confesional en sus palabras. Cuando no se enoja está fingiendo. Mientras que el de Roberto, La Reina de la China, potencia su personalidad soñadora. Su habilidad para contar los hechos que definieron su carácter encandila a tal grado al público que este llega a olvidarse incluso de hacerse una pregunta que sí se hace a la salida: ¿El vestido que lleva procede realmente de China?
En tanto, Juan, con Chantal, parece ser, de los tres, el único que se trasforma en alguien más. No vemos en su alter-ego mayores señas de la personalidad que muestra al principio de la obra. Parece ser una persona distinta por completo. No obstante, los parlamentos del personaje quizá sean los más políticos. Porque contienen, junto con unos pocos pronunciados por Roberto/La Reina de la China, una muestra de la mirada feroz y escrutadora que la sociedad dirige a los individuos que no se amoldan a los roles que la sociedad asigna.
Tan intenso es el rechazo que la sociedad —esté encarnada por un niño o por un adulto— muestra respecto a los cuerpos considerados anómalos, que quienes experimentan las miradas penetrantes que se ciernen sobre ellos llegan a sentirse, así sea por un pequeño momento, teñido por la vergüenza, como monstruos. La Reina de la China plantea una oportunidad para que los espectadores se pregunten si tienen esa mirada, y, de ser así, para que la dejen atrás. En suma, para superar una herencia cultural gastada y abrazar otra percepción estética.
Por ello, la única intención política de Campos es clara: «conseguir que esos seres considerados raros o hasta monstruosos mostraran su belleza a través de otras formas de estética».
Uno de los aspectos más discutibles de La Reina de la China es la condición de bucle infinito que muestra su trama. No hay un cambio, no hay una evolución en los personajes. Comprendemos que, una vez que se quiten el maquillaje y vuelvan a portar los atuendos de la vida diaria, esta última dará inicio nuevamente, lo mismo que el perfomance que practican en las noches, en una suerte de repetición perpetua.
Sin embargo, el uso de tal recurso no es un hecho negativo en sí. En realidad nos remite al camino gris por el cual avanzan muchas vidas. La esperanza del cambio —que podemos ver en las palabras de La Reina de la China/Roberto o, incluso, en las de Chantal/Juan— jamás es satisfecha. Siempre hay algo que, de forma conveniente, detiene el salto a una nueva etapa. Tal vez ello sea una muestra de la indolencia de la sociedad y del rechazo alérgico que muestra por lo distinto.
Por eso, los tres personajes seguirán deleitándonos con sus hilarantes ocurrencias por toda una eternidad…hasta que alguien rompa el círculo.