La memoria de Guayaquil: A propósito de Sin Otoño, Sin Primavera

por Los Detectives Fantasmas

banner-Detectives-Fantasmas (1) Texto: José Echeverría Gómez

A Mario Vejez G.,

generoso amigo

“Y todo es una parte del diverso cristal

de esa memoria, el universo.” 

Everness, J.L. Borges

El guayaquileño, entidad errante, falto de espejo, inquiere un reflejo, sabiéndose y negándose como un ente partido, una igual entidad rota por los rasgos de una ciudad destruida y enterrada. Y como pretexto, el año incompleto, la zona del planeta incapaz de conmoverse por Las estaciones de Vivaldi o el Verano Porteño de Piazzolla; una ciudad perdida del resto del mundo, una ciudad que ha perdido partes de su identidad en algún momento de la historia, porque en ninguno encuentra semejante – y su lengua igualmente perdida en los espacios de la indiferencia. Pero ¿en qué indiferencia habremos de hallarnos? En la que ninguno posee, porque no existe nada que ignorar, nada qué saber, porque el guayaquileño se ha encontrado consciente de su naturaleza: El desahucio.

Y el desvarío. Antes encontrémonos con el popular juicio de la audiencia que, al enfrentarse con el flagrante discurso que Mora, sin vergüenza, despabila en su prima ópera, esquiva su pavorosa verdad. Dos son las partes en las que se divide el ecuatoriano (porque hay que entender en el guayaquileño simbólico la efigie de todo un pueblo, aunque el regionalista se empeñe en negar): El que no encuentra en las palabras (o guión) lo que vacuo espera; y el que piensa, arrogante y resentido, en la política diseminación del país. Conversemos con el segundo, para asomarnos armados al primero:

No hay que ser danés para experimentar, junto a Hamlet, los atavíos del destino y la naturaleza. El problema yace en el intérprete no-guayaquileño, que se siente ajeno a una condición humana por no encontrarse en las mismas “locaciones”. ¿O tendríamos que asumir que ninguno de estos exclusivos cinéfilos sufrió la traición que Anakin ejecuta contra su maestro Obi-Wan, por el llano hecho de no haber sido Jedi ni haber pertenecido a La república? La trascendencia de los personajes no subyacen en las condiciones de las películas, sino que se vuelven todo ser humano como efecto de la tragedia. Aquel preso de las fútiles herramientas de su tiempo con trabas penetrará en el sentido humano que nuestro pueblo, doliente, cruza.

Entendida la incapacidad que el que critica a la película de “regionalista” sufre, atengámonos al primer problema: los iletrados, que ajenos a las letras no las comprenden, y permanecen ciegos frente a la hermenéutica de un lenguaje reprimido por sus andanzas. No han podido elucubrar de la obra, Sin Otoño Sin Primavera, algún efecto ajeno a la estructura, o acaso lo que la falta de estructura supone. O incluso la subordinación a otro motivo expresivo, otro eje narrativo no contenido en el guión. El receptor ya desarmado de su incompetencia inquisidora, se enfrenta contra la infranqueable barrera que su poca comprensión del lenguaje (y del cinematográfico) le impone… ¿o no?

A propósito de Sin Otoño Sin Primavera

¿Es acaso el anterior un ataque inmisericorde a la audiencia doliente que, desnuda, encuentra pretexto en su historia o en sus supuestas falencias para poder olvidar el espejo partido? En ese caso, con la más indulgente disculpa, hemos de atenernos a la más simple comprensión de lo que el guayaquileño, como símbolo de nuestro pueblo, sugiere. Acaso y ahora, víctima este autor de la semejanza que encuentra entre la audiencia ecuatoriana y sus vísceras, ha de redimirse recolectando los espejos rotos.

Asumiendo dos de las múltiples partes que el discurso cinematográfico nos proporciona – la historia y su cronología – , sin intento alguno de repasar aquí la película, recordemos la variedad de personajes cuyas historias se cruzan a medias, y los caóticos andares en el tiempo, las imprevistas proyecciones y retrospecciones. Un comentario que se gasta es: “No hay identificación con ningún personaje; no ahondaron en ninguno de ellos”, debido a la poca ortodoxia de su composición y tratamiento. Pero empuñemos una casi emblemática sentencia: “El guayaquileño tiene tres opciones: se adapta, se va, o se vuelve loco”. Y reconozcamos a tres personajes axiales con esas tres aptitudes: Rafa, Martín y Lucas: El adaptado, el migrante y el enloquecido, respectivamente. Cada uno reflejo de las tres supuestas alternativas a las que nos condiciona la ciudad. Y podríamos, acaso, asirnos de alguno de ellos para encontrar identificación. Pero no, porque cada uno sufre sus alternativas, y la audiencia no las ve justificarse, su querida solución, sino que la violentan las tres musas: Ana, Antonia y Paula. Cada una sufriente de los estragos de un pueblo que jamás las anidó o decidió sacrificarlas. Y cada alternativa encuentra su cuestión, cada héroe su medusa, y la combate a ciegas, desarmados y engañados por una ciudad condenada. Y acaso también cualquier espectador pudo encontrarse en alguna musa, pero toda musa lo traiciona, lo deja, o la ciudad se la niega, cual Lucas, que, preso del engorroso ambiente de una ciudad suicida, cuando traiciona a su musa lo hace contra sí mismo. O pudimos sentirnos todos consolados, pero, como a Sofía, la mano que alimenta guarda, cual as, la espada. Y por eso el espectador deja la sala de cine sin ninguna solución personal ni justificación encontrada. Y piensa la película caótica, y prefiere, así, sentirse indiferente a ella. El espectador ha creído hallar la indiferencia en el caos de una ciudad que prefiere no poseer.

Pero “no existe nada qué ignorar” y por eso la injuria, y critica, o a menos asume su desnudez y comenta: “No sé qué tiene la película, pero algo me causó cuando acabó”. El espectador, antes nombrado guayaquileño, no se ha hallado en la película – el más ciego asume en ello su desprestigio; el menos petulante su inefable reacción. Ahora he de tomar la sapiencia de un guayaquileño sensible, a quien adulo en el epígrafe, quien humilde prestó nuestra conversación a este propósito.

A propósito de Sin Otoño Sin Primavera

“No nos hallamos en la película porque no nos hallamos en Guayaquil, porque no hay nada qué encontrar”, “Al guayaquileño le duele saber que no es ninguna persona, sino muchas a la deriva”. “Recuerda el estadio de los espejos de Lacan, y la consciencia de sí mismo que hace el niño al verse. Ahora imagina a todos los espejos rotos, y al niño encontrándose en todos, suponiendo que debería estar en todo el estadio, pero el estadio se ha demolido.” Esta es la relación entre el guayaquileño y Guayaquil, de megalómano y melancolía. El guayaquileño es todos los personajes sin otoño ni primavera; todos esos personajes uno solo: el guayaquileño. No existe modo en el que el espectador se encuentre en un personaje, porque ni está él completo como para verse reflejado, ni la película pretende engañar al espectador de lo contrario. No es una diversidad de personajes, es la fragmentación de una identidad que por distintas calles y vidas deambula, encontrando entre ellas, entre las piezas incompatibles, en los espacios perdidos, la esencia melancólica del guayaquileño (repito): El desahucio. Y entiéndase por guayaquileño un humano, el guayaquileño es una excusa para hablar de un humano que no encuentra su espejo, o sea, así mismo, que sufre un tiempo y una historia ajenas. La película ha sido el espejo honesto cuya única intención era que nos veamos partidos, un lugar dónde poner los fragmentos con los que cargamos. El reflejo o ejemplo que uno ha de ser de su ciudad lo ha encontrado imposible el guayaquileño, y es migrante, inmigrante, preso y delirante de la misma ciudad; es el muerto, el desvaído, el ignorante y el militante; es todas las personas de todas las épocas y de ninguna; el guayaquileño no es nadie ni pertenece a ningún lugar, porque tal lugar no existe, o está incompleto. Acaso el guayaquileño es una esquizofrenia, acaso el guayaquileño ha creado otras personas para entenderse a sí mismo, a otros personajes, como muchos pueblan la película en función de uno solo, acaso Mario Vejez G. soy yo. Y Mora ha articulado una obra cuya naturaleza no es la coherencia de las palabras ni la articulación de una cronología, sino la aprehensión de un sentimiento que trasciende al individuo y a la configuración del tiempo, y escribe un poema, una canción, de paisajes y tiempos y fragmentos de una persona; y es éste su eje, el verso, el acorde; ésta su estructura, la estructura tan partida como su ciudad y como el guayaquileño, que el espectador no acostumbra, pero cuya intención es penetrarlo a costas de su comprensión.

¿Por qué suicida? ¿por qué caótica? “Porque la ciudad está harta de sí misma y nos estrella contra su pavimento”, citando de nuevo a mi amigo. No es que quiere quitarse la vida, es que se lanza contra sí misma, partiéndose una vez tras otra, porque no soporta no poder hallarse, y es cada vez más un conjunto de fragmentos que ya no recuerda de qué. La única identificación está en esa identidad partida que juntos (todos los personajes) conforman. La película y la canción no es sobre muchos guayaquileños, es sobre ti, lector, espectador, partido en las tres caras y las tres musas, o más, intentando encontrarse entre las laberínticas calles, irremediablemente. Piérdete, espectador, que no estás en ningún lado, y no resientas saber tu desahucio. No habitas ningún lugar y allí, en el abismo, has de verte. No es una película sobre Guayaquil, es el mundo hecho ciudad y tú hecho trizas. Esto no es un llamado a tu intelecto ni a tu crítica, es una invitación a recolectar los fragmentos que eres y que no pertenecen a un solo espejo, vidrio o vinilo; a reconocerte, guayaquileño, como una aleatoria combinación de fragmentos reflejando una ciudad desaparecida. “…Y todo es una parte del diverso cristal de esa memoria…” Guayaquil.

 

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