Así, ideas y sensibilidades que, por culpa de la estructura social, han estado ocultos, salen a la palestra de una forma incontenible, abrumadora. Como sucede en lo que hoy nos ocupa.
Desde hace unos años, y en especial a lo largo de esta década, la literatura ecuatoriana femenina ha copado espacios que le estaban vedados. De pronto, algunas de las autoras más interesantes del momento han pasado a estar presentes en las perchas de las librerías ecuatorianas como nunca. Sin embargo, eso no es todo.
En España, uno de los grandes reflectores a nivel cultural de habla hispana, las creadoras ecuatorianas han encontrado un espacio amable para publicar. Hoy, algunos de sus libros figuran en listas de medios tan importantes como el New York Times o El País, y han sido elogiadas por varixs de los escritorxs contemporánexs más prestigiosxs.
¿Un mero fenómeno editorial? ¿Otro boom literario como tantos antes? Según tres personas del medio literario de nuestro país, las cosas no son tan sencillas y otros puntos de vista deben tomarse en consideración. Empezando por el lugar y el tiempo desde el que estas autoras hablan.
“Yo lo comprendo de esta manera: una escritora es una persona sensible a su presente, que está receptando los debates que le dan sentido a la escena contemporánea, y que constituyen el horizonte de nuestro pensamiento y nuestras escrituras”, afirma Alicia Ortega, crítica literaria y docente de la Universidad Andina Simón Bolívar.
Una opinión parecida es la que sostiene el editor y crítico Fausto Rivera, quien cree que la escritura femenina tan interesante que se hace en nuestros días no es algo completamente nuevo. Siempre ha estado ahí, esperando la atención merecida:
“Yo pensaría que si ahora vemos con mayor atención a la escritura de mujeres es por una serie de circunstancias personales e históricas que hacen que finalmente puedan ser más visibles. Siempre han estado escribiendo, siempre han estado produciendo, siempre han estado interpelando, siempre han estado imaginando. Sólo que ahora hay unas condiciones literarias, sociales, políticas e históricas que permiten que eso sea más visible, ¿no?”
Por supuesto, las opiniones que critican algunas de estas obras no se han hecho esperar. Ante el cuestionamiento de algunos sectores respecto a la “calidad literaria” de esas propuestas, lxs tres son rotundos.
“El sentido de la calidad responde a cierta perspectiva patriarcal que pone en competencia las cualidades de una obra con las de otra. Yo creo que la literatura escrita por mujeres se enfoca en otras cosas. Te puede gustar o no, y ahí puedes dar tus razones. Pero lo más importante aquí es el riesgo, el riesgo que se asume al contar estas historias y contarlas de la forma en que se las cuenta”, puntualiza el escritor y periodista Eduardo Varas.
Alicia Ortega añade un matiz más acerca de una consideración de este tipo: “Me parece que pensar que esa visibilidad es el resultado solamente de un negocio editorial es, por un lado, una ignorancia, un desconocimiento, y, por otro, una expresión de poca generosidad, que a veces pasa en nuestro gremio, en nuestro medio”.
Uno de los aspectos más visibles de las nuevas escritoras ecuatorianas es su cercanía con las discusiones políticas más urgentes de la sociedad contemporánea: el género, la sexualidad, los marcos jurídicos, el aborto, entre otros. Un apartado que Ortega cree muy positivo:
“Te diría, llana, franca, que son mujeres muy comprometidas con los debates del presente. Todas y cada una de ellas. Y responden desde distintos lugares. Cuando hay movilizaciones, todas están en las calles, haciendo distintos tipos de activismos, talleres, gestión cultural”, señala, destacando a algunas autoras que, como Daniela Alcívar o Gabriela Ponce y María Auxiliadora Balladares, trabajan en instituciones culturales o son docentes universitarias.
Y, por más que, como ocurre en toda la literatura, la pelea principal de estas autoras sea como lenguaje como vehículo de expresión, la creación artística no nace en el aire. Es fruto de una cosmovisión, de un lugar en el mundo y de los condicionamientos sociales que la hicieron posible. Así lo cree Rivera, quien, para clarificar este punto, cita a la escritora argentina María Moreno:
“Saber que el texto lleva una marca de autora no es inocente. Implica determinados avatares del conocimiento. Una relación con la lengua, con la teoría, con la producción, con la historia de la cultura, que no excluyen su cuerpo sexuado, femenino. La autora tiene una posición de ajenidad con esos discursos que pueden, sin embargo, apropiarse. El cuerpo no como anatomía, menos como destino, sino como límite. Pero no límite donde algo se detiene, sino aquello a partir de lo cual algo inicia su presencia. Cuerpo que teoriza sobre sí mismo y que ha sido trabajado por el lenguaje: nombrado, sexuado”.
Sin embargo, no todo se encuentra exclusivamente en el plano político más personal. Hay mucho más en los libros de estas escritoras. Y para comprobarlo basta con leerlos.
“Con relación a sus posiciones políticas, ahí sí deberíamos preguntarles a ellas. No sé que responder, porque siento que al responder esto estoy sentenciado sobre ellas, y no creo que sea justo. Una persona, como ser político, no tiene que ser a prueba de balas y puede contradecirse. Eso es parte de la vida”, indica Varas.
Por lo general, cuando algo comienza a ser visible en el mercado lo más fácil es pensar que ha emergido exclusivamente de la labor de sus cultivadores más famosos. Pero no es así. “No surge en el vacío, hay tradiciones, herencias genealogías, comunidades lectoras”, señala Ortega.
Una tradición oculta, largamente ignorada y postergada, suele acompañar, de forma subrepticia, a las obras que resuenan en el tiempo más reciente. Entre las autoras, antiguas y contemporáneas, que resalta la crítica guayaquileña están las siguientes:
Alicia Yanez Cossío. Es autora de Bruna Soroche y los tíos (1971), una novela urbana que muestra el enfrentamiento de una muchacha de una familia tradicional quiteña con valores de los años 60.
Natasha Salguero. Una de sus grandes obras es Azulinaciones (1990), novela experimental que trabaja con el lenguaje coloquial y trata sobre las militancias políticas y literarias, y, también, sobre el aborto.
Nela Martínez: Comprometida con la educación desde muy corta edad, fue la encargada de revisar y completar Los Guandos (1982), que Joaquín Gallegos Lara empezó en los 30. Este texto piensa lo indígena en un contexto inmediatamente anterior a los levantamientos populares.
Sabrina Duque: “Una cronista que me gusta mucho. Lama (2017) es un libro maravilloso que retrata el tema del daño medioambiental ocurrido en Brasil”.
Por su parte, Fausto Rivera destaca a:
Luce DePeron: Escribió Una Luz Sin Sombras, “testimonio lúcido, frontal y directo sobre el machismo en el medio artístico y cómo hasta ahora se siguen permitiendo cosas inaceptables sin cuestionarse”.
Otras autoras y libros que menciona son Historia de la leche, de Mónica Ojeda, El lobo, de Sandra Araya, Guayaquil, de María Auxiliadora Balladares, Humo, de Gabriela Alemán — “Bello ejercicio respecto a Paraguay y su historia personal” — y un ensayo reciente, Sostener la mirada, de Karina Marín.
Por último, no sin dejar de manifiesto que, “en el fondo, no les estoy dando ningún tipo de aval, ellas no necesitan ningún aval mío”, Eduardo Varas menciona a:
Marcela Ribadeneira: Autora del cuentario Golems. En palabras de Eduardo, esta colección de cuentos “tiene unos relatos interesantes. Ella tiene una capacidad para contener universos gigantes en pequeños relatos”.
De Mónica Ojeda cita a La desfiguración Silva: “creo que yo que en su forma tiene algo que me atrapa más: el uso del guion, de las entrevistas como estructura me llega más como lector”, y, de Sandra Araya, Un suceso extraño: “una fabulosa historia de fantasmas, ese gótico citadino que me encanta”.
Y nosotrxs también hacemos una pequeña selección arbitraria, como todas, que puede servirte para que empieces a cachar la literatura ecuatoriana escrita por mujeres. Vale decir que esta lista no es exhaustiva ni imperativa. Apenas es una pequeña muestra de la potencia de estas escrituras.
Unas escrituras que no se centran deliberadamente en temáticas específicas. Porque, en definitiva, la literatura femenina, la más interesante que se está haciendo en nuestro país en la actualidad, presenta una búsqueda personal rica por parte de unas voces que ya han dicho bastante y que tienen mucho por decir de cara al futuro.
“Tengo un libro de cuentos para niños que termina en un libro de cuentos para adultos; así son los niños de ahora”
Junto a Alicia Yanez Cossío y otras autoras mencionadas en esta nota, Lupe Rumazo es algo así como una precursora de la literatura que hoy se está haciendo en el país. Pero es mucho más. A fin de cuentas, y como quedó claro aquí, la escritura femenina siempre fue fuerte. Siempre tuvo algo valioso que ofrecer a quienes se atreviesen a cursar sus páginas.
La obra más famosa de esta autora —y recientemente recuperada en el medio editorial—, Carta larga sin final, es una bella misiva literaria, muy en el estilo de las novelas de Marguerite Yourcenar, por la cultura y la profundidad desplegada. Es un texto híbrido, mezcla de ensayo y narración, difícil de leer, pero muy placentero una vez que se le agarra el truco.
Después de todo, Rumazo no utiliza su inmensa cultura para construir intencionalmente una muralla entre ella y nosotrxs, ni para exhibirla con presunción. La emplea más bien para tratar de comprenderse a sí y misma y para comprender la entonces reciente muerte de su madre.
Con esta última establece un diálogo literario donde queda flotando la relación estrecha que mantuvo con ella, incluso dentro de sus últimos días, marcados por lo precario. Es una conversación potente, en la que resuena una crítica ácida a muchas cosas: a la hipocresía social, a la moral de la burguesía —siempre ansiosa de lavar sus culpas con el mínimo esfuerzo y sufrimiento— y a la obviedad de ciertas posiciones políticas que parecen ser sofisticadas, pero no lo son tanto.
No obstante, también laten en estas páginas otros temas más personales, como la ternura y los límites de la confesión personal.
Una mirada “terrestre” para ese misterio interminable que se ubica en “otros planos”.
“Importa poco el intelecto, la verdadera sabiduría reside en el espíritu de vida humana que puede interceder ante las formas y objetos de la naturaleza”
Como en un cuentario anterior, Álbum de familia, Gabriela Alemán se ha decidido por incursionar en la historia popular del país nuevamente. De ahí surgen dos cuentos interesantes, como el atmosférico “El extraño viaje”, o el lacónico “El diabólico Dr. Z”.
Ambos están relacionados con la famosa emisión de La Guerra de los mundos en territorio ecuatoriano y harán las delicias de quienes amen reconocer las correspondencias y diferencias entre la ficción y la realidad.
Pero este libro no se agota en esas dos historias. Hay otros puntos altos, como el cuento intimista “Labios rojos”, o el extenso y trepidante —a causa de los efectos del paso del tiempo, expuestos en formato de diario— “Beautiful But Dangerous”.
El estilo de Alemán es pulido, libre de ornamentos y muy variado cuando es el caso. Y nos sumerge, más que en anécdotas memorables, en el ambiente por el que transitan sus personajes.
Una colección de historias recomendada para aquellos que, en lugar del KO, prefieran las buenas victorias por puntos.
“Esa tarde era otra tarde, como otra, tal como otro, y una, y no había diferencia”
Una historia de todas partes y de ninguna. Un libro que se desenvuelve de forma angustiosa en pueblos impersonales que, obviamente, podrían ser el mismo. La pintura del eterno retorno. La tragedia perpetuamente repetida, como en el recorrido de un circuito pesadillesco, y el horror que, como lectores, no podemos evitar experimentar ante la constatación de lo último.
No podemos evitarlo porque, a las pocas páginas, ya nos hemos encariñado con Amy, la “hija del Dr. Lehman”, una muchacha que, con el transcurrir de las páginas, se habrá desprendido de su memoria. Permanecerá atada únicamente a esas personas a las que se ha visto forzada a llamar familia, de una u otra forma.
Las dudas elementales quedan flotando en el aire: ¿Quién es el misterioso Dr. Lehman? ¿De dónde viene? ¿Por qué está atado a esa espiral sin fin de perversión? Son preguntas que no podemos responder y cuyas soluciones no podemos vislumbrar a través de los datos suministrados por el libro. Tan sólo nos es posible esbozarlas sobre el aire, sin un asidero firme.
La prosa de Sandra Araya —exacta, sencilla, sin alardes formales, y construida con oraciones cortas— nos sumerge en un pavor silencioso que no por ello deja de ser difícil de sobrellevar cuando enfrentamos las revelaciones sucesivas que la trama va desenrollando.
Una novela corta estremecedora, imposible de leer sin que medien las reacciones más extremadas de miedo. Miedo al olvido y a la sutil manipulación que, en este caso, lo provoca.
Siberia – Daniela Alcívar Bellolio (Luna de Bolsillo, 2018; Candaya, 2019)
“Una montaña es una fibra muscular, es un bombeo de la sangre. Una montaña es un pájaro que vuelve puntual a la ventana todos los días para comprobar la continuidad de las horas, para mantener a raya el caos. Una montaña es un cuerpo, es una arruga en un cuerpo vasto sin cabeza”
Entre los versos más bonitos de José Watanabe está el que reza: “la vida es física” —una de las citas más resonantes en Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett—. Esa frase pequeña, de una riqueza considerable, muestra a la perfección que es inevitable hablar sobre el cuerpo en la ficción contemporánea.
Un cuerpo que puede ser, al mismo tiempo, luz y oscuridad, dolor y placer. Y que es, ante todo, sensación y pensamiento. Dos cosas que se entrecruzan constantemente en este texto de Daniela Alcívar Bellolio.
Siberia es una novela —o un texto híbrido; en realidad, no importa— narrada por una joven escritora que se dispone a ser madre y que, no obstante, se enfrenta a un hecho doloroso: la muerte de su hijo a las pocas horas de nacido. El duelo, difícil de sobrellevar y profundo, lleno de una fuerza penetrante que agrieta todos los intentos iniciales de sanación, y reflejado en la psique y en las marcas corporales, se hace cada vez más evidente conforme pasan las páginas.
Porque las sensaciones que acompañan el periodo de gestación aparecen constantemente, recogidas con minucia y sencillez por la voz narrativa. Hay una ternura que conmueve y que vuelve más doloroso para el lector enfrentarse con las reflexiones de la narradora. Pero no sólo está presente su duelo.
También recorremos el pasado y presente de su existencia, ubicados en los extremos respecto al centro del libro. Somos testigos de su educación sentimental, ocurrida, como la de la mayoría, entre la adolescencia y la temprana adultez, y de su vida diaria, que transcurre entre los cielos cambiantes y, paradójicamente, monótonos de Buenos Aires, Quito y Bogotá.
Además, sabemos cuáles son sus gustos, sus manías y sus opiniones. Conocemos sus luchas internas, signadas por su formación y el lugar desde el que habla. Y nos topamos con una mirada irónica y sensible que interroga a la idiosincrasia ecuatoriana y que se detiene, con mucho amor, en los animales.
Y todo ello, plasmado con sensibilidad, con el rumor de la poesía y del pensamiento —a veces, muchas veces, son lo mismo— surcando una prosa sencilla pero trabajada con detenimiento.
Un texto conmovedor y personal que debe leerse con el respiro necesario.
“Apegado como es a las reglas de la estructura, el lector entra de puntillas en la narración, toma el arma que espera sobre la mesa y con sumo cuidado, para no dejar huellas, da dos tiros limpios, mientras ellos bailan abrazados al son de una música inaudible, tan antigua como su historia conyugal”
Dice Eduardo Varas que los cuentos de Solange Rodríguez recuerdan un poco a los de Julio Cortázar. Y es cierto. Es difícil no ver en el quote que he seleccionado las reflexiones cuentísticas que están presentes en algunos relatos del argentino. Pero, como el propio escritor ecuatoriano nos recuerda, estas historias no se limitan a esa clase de astucias narrativas. Hay mucho más.
Y es que los fantasmas que pueblan los cuentos de Rodríguez no pertenecen tan sólo al reino de lo fantástico ubicado dentro de la cotidianeidad. En “Paladar” podemos ver el espectro de la ausencia de una parte del cuerpo. Y en “Un hombre en mi cama” es posible ver las obsesiones de mente.
En tanto que en “La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños” o en “El atanudos” aflora sin ataduras el sabor de lo fantástico.
Un libro perfecto para todxs los que amen los cuentos con un buen punch.
“Las personitas nos habíamos convertido en personas: el daño ya estaba hecho”
Vivimos en una sociedad en la que, en muchas oportunidades, lo monstruoso remite más a la transgresión de los valores establecidos que a los actos verdaderamente despreciables. Al menos en lo que respecta a la mirada de la gente.
Eso es lo que brilla en varios de los cuentos de la guayaquileña María Fernanda Ampuero, que cuestionan con dureza las convenciones sociales. Sí, esas normas que suelen funcionar como un pegamento colectivo, pero que, en realidad, encubren otras realidades ante las que muchxs hacen oídos sordos.
Relatos como “Luto” o “Subasta” nos llevan a un escenario violento y crudo, en el que los hechos más horripilantes e inquietantes suceden en una realidad cotidiana —actual o perteneciente al pasado lejano— que bien podría ser la nuestra. La de todxs. Y es que ningunx de nosotrxs está libre del infortunio o del horror. No importa que estemos en lugares tan próximos como nuestra casa o en la de unx de nuestrxs vecinxs.
Un libro llano y honesto, escrito con un lenguaje minimalista que apela a un efecto inmediato y duradero.
“Soy una telenovela. Haber visto novelas fue, además de mi educación sentimental, el origen de mi miedo por los aviones y el gusto por la respiración en el cuello”
Y, sin embargo, pese a lo que diga la narradora, Sanguínea es todo menos una telenovela. Si bien es cierto que la historia, así como la prosa de algunos pasajes, está transitada por lo que algunos sibaritas podrían tomar por lo cursi, justamente ese sentido queda alterado en este texto. Porque incluso lo cursi puede estar atravesado por poesía, y de la buena.
El progresivo alejamiento que experimenta la protagonista respecto a su esposo, sus incursiones en la cueva de un hombre extraño y el goce sexual intenso y, a la vez, un tanto melancólico, que remite, en la memoria, a los primeros descubrimientos del placer corporal, tan ligado al dolor y a las otras percepciones de la realidad captadas por los sentidos —olores y colores—, conforman una trama sencilla cuyo interés reside en la imagen literaria y en la corporalidad.
¿Esta trama es por momentos un tanto irreal? Sí, y no importa. No estamos aquí para saber en detalle la vida de nadie, ni para encallar en la solemnidad dentro de la que la verosimilitud excesiva podría depositarnos. Sino para captar lo que late en esos pequeños huecos que nos hacen saltar hacia lo verdaderamente profundo.
Lo último se manifiesta en todo el libro, pero especialmente, y de forma más encantadora, en el diario personal ficticio de las últimas páginas. Un diario que es tanto una exploración del cuerpo como una crítica irónica a las convenciones sociales que suelen controlarlo.
Una novela no apta para snobs e hipócritas.
“Creo que ahora entiendo lo que quiso decir: las palabras abren puertas inhóspitas e invisibles en nuestras cabezas y cuando estas puertas se abren ya no hay vuelta atrás”
Muchxs de los lxs que hemos crecido entre los años 2000 y 2010 nos hemos topado con los creepypastas. Sí, esas historias —de ficción o no— abundantes en los blogs y los videos. Seguramente a varixs de nosotros nos contaron en su momento que Angélica, la niña de los Rugrats, no vivió las aventuras que nos mostraron junto a los bebés, sino que, en realidad, había enloquecido y que su única amiga era Suzie.
Luego, más tarde, tal y como se menciona en un pasaje de la novela que aquí nos ocupa, supimos, al vaivén de la evolución de nuestros gustos musicales, acerca de Ricardo López, el famoso acosador de Björk.
Y quizá, en un punto determinado, leímos a Poe y a su continuador afiebrado y ambicioso: H. P. Lovecraft. Y nos horrorizamos hasta lo indecible —una palabra perteneciente a la clase de términos que le encantaban al buen Lovecraft— con los horrores inenarrables de los mitos de Cthulhu, o leímos los poemas de Hongos de Yuggoth.
Todo eso, más otras sorpresas que sólo podrían nacer de la mente prodigiosa de Mónica Ojeda —como el capítulo sobre la blancura de la ballena en Moby Dick—, está en Mandíbula, una de las novelas más extraordinarias de la narrativa ecuatoriana contemporánea. Una obra escrita con un singular aliento poético, repleto de imágenes, y de una desmesura y una contención singulares, por paradójico que esto suene. Con una violencia y un horror imposibles de ignorar impregnados en sus fuertes páginas.
Lo experimentamos de la mano de Fernanda, cuyo encuentro con la misteriosa e hiper-desarrollada intelectualmente Annelise, en las paredes de un colegio de élite de Guayaquil, se tornará, al mismo tiempo, placentero y riesgoso. Por la amistad y la traición.
Y también lo hacemos a través del punto de vista de Clara, la profesora de ambas, una mujer infortunada que es, sucesivamente, víctima y victimaria. De su madre y de sus alumnas.
Una novela de aprendizaje trepidante y abrasiva que recuerda, pero en clave contemporánea, a la primera novela de Robert Musil, Las tribulaciones del estudiante Törless.