Por Andrés Cárdenas Matute*
Cada libro tiene su historia, dice Diego Zúñiga, y la de Camanchaca, su primera novela, no deja de sorprender a su propio autor. Originalmente la publicó el 2009, a sus 22 años, en una pequeña editorial independiente chilena llamada La Calabaza del Diablo. Fueron apenas 300 copias que se regaron poco a poco hasta convertirlo, aquel año, en uno de los 100 líderes jóvenes según diario El Mercurio, el más importante de Chile, que lo calificó como la voz de su generación literaria. Diego empezó a recibir felicitaciones inesperadas de gente que admiraba. Mails de editoriales españolas para reeditarlo. Una propuesta de Mondadori –que aceptó–, probablemente la editorial de narrativa en castellano más grande del mundo, para imprimir y distribuir la novela en España, México, Argentina, Chile. Solicitudes –que, lógicamente, también aceptó– para traducirla al italiano y al francés. Camanchaca, que en aimara quiere decir neblina, está, como su protagonista, en plena juventud tras cinco años trascurridos desde su publicación.
El narrador de la historia nos cuenta todo en primera persona, con una imagen repitiéndose y repitiéndose siempre en su cabeza: ver bailar a la chica que le gustaba en el colegio toda la noche mientras él se quedaba sentado siempre sin pareja. La novela cuenta el corto viaje que hace un chico de veinte años junto a su padre, desde Santiago hasta Tacna (la última provincia de Perú en la frontera norte con Chile). El chico es estudiante de periodismo y viaja para visitar un dentista –en su ciudad la medicina es muy cara– porque le sangran los dientes, pero eso no es nada comparado con las hemorragias internas causadas por los avatares de su familia, episodios que va intercalando en el relato. Sus padres se divorciaron cuando él era pequeño y ahora solo son dos personajes más –junto al abuelo testigo de Jehová, el tío asesinado, la prima desaparecida– que, como todos, esconden historias que el tiempo ha ido convirtiendo en tabú. Se trata de un infierno silencioso, frío, del que nadie se percata.
El problema de los dientes recuerda a una escena de la película Affliction (1997), de Paul Schrader, en la que Nick Nolte se arranca la muela con un alicate. Ese personaje, al igual que el narrador de Camanchaca, arrastra un dolor físico a lo largo de toda la historia que termina siendo insignificante al lado de su dolor espiritual. Ambos están solos, absolutamente solos: el de Schrader rodeado de nieve en el invierno norteamericano, el de Zúñiga rodeado por el desierto chileno. Y sus heridas no están localizadas en una parte indiferente del cuerpo, están dentro de la boca, esa cavidad que sirve para transformar lo interior en exterior.
A lo largo de la narración, tenemos la impresión de que asistimos al relato de una familia común. Común es que nadie hable con nadie de lo que verdaderamente necesita. La familia aparece aquí como una reunión de extraños, como una molécula con los vínculos magullados y heridos, como una posada para forasteros, para gente emocionalmente extranjera, llena de resentimientos y ofensas. En la vida diaria, los audífonos del mp3, de la computadora, la puerta cerrada del cuarto, son los puentes dinamitados en una carretera que supuestamente es única. El protagonista –que, en la historia, no tiene nombre–, durante sus estudios universitarios, utilizaba a su madre para “practicar entrevistas”, convirtiendo a esa instancia en el momento posible para entablar un verdadero diálogo. Para hacer preguntas que, a estas alturas, le ayuden a entender un poco lo que le rodea: “Suena grande, numerosa, la palabra familia. Me gustaría preguntarle a qué se refiere”.
Después de leer sus artículos en la sección cultural de la revista chilena Qué Pasa y en el sitio web 60 watts que él mismo dirige y dedica a la literatura, pude chatear varias veces con Diego para conversar sobre su novela.
El personaje no sabe muy bien por qué se separaron sus padres, ni por qué dejó de ver a su prima, ni por qué murió su tío. ¿Cómo hacer que una novela funcione sin darnos información sino escondiéndola?
Si supiera cómo hacerlo, probablemente todo sería más simple, creo. Pero no sé. Creo que en Camanchaca hay muchas cosas que nacieron a partir de ciertas intuiciones que me cuesta plantear de una forma más racional. Pero creo que es fundamental tener cierta consciencia de que dar más información de la necesaria casi siempre es un error, es tratar al lector como un tarado, finalmente. Explicar y sobreexplicar, como si uno no pudiera entender a partir de ciertas sugerencias. Me parece que la literatura tiene que ver con las sutilezas, con esas sugerencias que van diseñando los lugares y las historias.
En este sentido, la “camanchaca”, la neblina, funciona también como metáfora de las relaciones interpersonales.
Es una posibilidad. Hace un tiempo, cuando estaba terminando de buscar el título para la novela nueva, pensé mucho en cómo llegué a la palabra “camanchaca”. Porque efectivamente, creo que esa palabra tiene que ver con cómo está contada la historia. Esa imposibilidad de relacionarse que tiene el personaje, es como si siempre todo fuera neblinoso. Por supuesto no llegué a ninguna conclusión: no sé cómo llegué a esa palabra, pero creo que describe muchos sentidos del relato.
Por ejemplo, la única manera que tiene el personaje para acercarse a su madre es creando una situación no ordinaria: entrevistas periodísticas. ¿Estamos tan separados de nuestros padres?
Es una buena pregunta y no sé si voy a dar una buena respuesta. Creo dos cosas: primero, que el personaje sí está alejado de sus padres, de sus abuelos, del mundo en general, y que solo a través de una forma artificiosa logra interactuar con alguien tan importante como su madre. Eso en términos concretos. Lo segundo, que me parece más interesante, es que más allá de que estemos separados de nuestros padres, muchas veces la forma principal que tenemos los hijos de conocer el pasado es a través del relato de los mayores, de esos mismos padres. Ese pasado puede ser personal, pero también el pasado político de un país. Entonces me parece que esa idea de la entrevista puede funcionar como un ejemplo de esto: para hablar de un pasado incómodo, para que los padres hablen de ese pasado incómodo, a ratos la única manera es plantear una forma no ordinaria como la entrevista.
En un momento dado, la madre del protagonista dice que “es mejor no recordar nada”. ¿Coincides con ella?
En términos íntimos, supongo que muchas veces, por comodidad, preferimos olvidar ciertas cosas, ciertos traumas que nos hacen más difícil la vida. Pero también la frase puede tomarse como algo político, y ahí sí que uno no puede estar de acuerdo. No hay que olvidar, hay que recordar. La literatura tiene que hacerse cargo, para mí, de esos recuerdos incómodos: recuerdos íntimos, recuerdos colectivos. Los libros que para mí han sido fundamentales funcionan en esa línea.
¿Por ejemplo?
Hace poco releí El desierto y su semilla[1], de Jorge Barón Biza, y la verdad es que me golpeó más que la primera vez. Creo que esa novela está hecha de recuerdos incómodos, de una escritura bellísima pero también incómoda: la reconstrucción de ese rostro, la forma en que Barón Biza describe todo ese proceso, todos esos días, es devastadora. Creo que a eso me refiero.
En el epígrafe de la novela, Richard Ford dice: “Ahí tienes una historia familiar”. Y, en la primera página, sabemos que se trata de las consecuencias de un divorcio.
Claro, una historia de familia, para una buena parte de los que nacimos en los ochenta, es una historia media incompleta, donde el concepto de familia cambia: a veces están todos, pero casi siempre faltan el padre o la madre. Somos la generación de los padres separados.
Mientras más se acentúa el individualismo en la sociedad, más se escriben historias sobre padres e hijos. La carretera de Cormac McCarthy es un gran ejemplo contemporáneo. ¿Por qué se da esta paradoja?
No sé, la verdad. Creo que siempre se ha escrito muchos libros sobre padres e hijos. A lo mejor, en el último tiempo la figura del hijo ha sido quien ha empezado a narrar estas historias, y por eso parece algo nuevo.
También dices, en una entrevista, que el personaje se parece a quienes fuimos niños en los noventa. ¿Cuáles son esas características?
El tema de ser hijo de padres separados me parece fundamental. Al menos en Chile lo vivimos así. Porque también recién se aprobó una ley de divorcio hace alrededor de 10 años, entonces era algo que compartíamos: se miraba mal a las familias separadas en los noventa y supongo que eso determinaba en parte cómo nos desenvolvíamos como personas.
Las creencias del abuelo –testigo de Jehová– lo muestran, sobriamente, como un ser un poco patético y desconectado de la realidad. ¿Crees que ese es, en general, el resultado de las religiones?
No podría dar una respuesta tan tajante. Creo, sí, que cualquier fanatismo siempre es muy peligroso y yo lo vi en muchos casos: tengo tíos evangélicos, mi abuelo es testigo de Jehová, alguna vez mi madre perteneció a la Iglesia Católica y yo también lo hice, en el colegio. Entonces ahí vas conociendo gente que sí, que parece desconectarse de la realidad a partir de ese fanatismo desenfrenado. También conocí personas valiosas, pero esa es otra historia.
El peruano Gabriel Ruiz Ortega, al presentar tu libro en la Feria del libro de Perú, te señaló como una excepción en la literatura latinoamericana contemporánea por no escribir con los ojos puestos en la mediatización. Por no estar obsesionado con “ser escritor”. ¿Cómo ves el panorama en este sentido?
Yo creo que hay de todo, como siempre. Igual, puedo sonar un poco ingenuo, pero creo que finalmente siempre prevalece la literatura. Por más campañas mediáticas y todo eso que puede rodear a un escritor, lo que importa siempre es el libro. Después de todo el ruido, queda la novela, quedan esos cuentos, esos poemas y queda el lector, que se enfrenta a ellos y ve realmente qué hay ahí.
[1] En esta novela el protagonista socorre a su madre a quien un ácido corrosivo –arrojado por su padre en el juicio por el divorcio– le está destruyendo poco a poco el rostro. Y, al mismo tiempo que es testigo de la decadencia biológica de la carne, se va cayendo la historia de su familia.
Andrés Cárdenas Matute
Colaborador invitado de Radio COCOA. Periodista. Delantero lesionado (1989).