TINTA SANGRE: La casualidad en Quito siempre tiene algo de amarga

por Ga Robles

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Que Quito es un pañuelo sucio, bromean algunos, un poco hartos de la pequeñez de sus círculos y de las pocas posibilidades de conocer a alguien sin tener algún grado de relación. En Tinta Sangre, Mateo Herrera utiliza el recurso de la casualidad quiteña para mostrar la amargura envuelta en pasiones universales.

“Pensamos que somos únicos e irrepetibles” es la frase inicial que aparece por pocos segundos en la pantalla, para dar paso a tomas del basto universo de la clase media de la ciudad. Al norte o al sur, clase media al final. La misma rapidez con la que cambian las escenas de edificios y calles, configura las seis historias de la película. Todas ellas dan cuenta de un ambiente casi siempre hostil con los personajes. Son historias de un amor amorfo y pasional, que no alcanza a completar el ideal de perfección antes de transformarse en algo más parecido al odio.

Las seis relaciones se posan en imaginarios que tenemos como seres humanos sobre estar con alguien, para reafirmarlos o destruirlos: la forma de entregar afecto, el momento idóneo para el sexo, las edad de las parejas, la clase. Herrera se entretiene en los clichés formados en torno a los hábitos de las relaciones quiteñas, además de mostrar personajes estereotípicos de la cultura de clase media: El músico alternativo, la madre soltera ejecutiva, los místicos-naturistas.

Pese a las diferencias en la forma de vivir, la humanidad es un punto en común. El mismo Herrera cuenta que la película nace de un “intento de mostrar la deshumanización en las relaciones humanas”. La intención se vuelve clara en la repetición de la frase “no por haber tirado debemos andar pegados como chicles”. Cada vez que es mencionada en el filme, tacha las experiencias pasadas para dar lugar a la amargura que contamina una a una las seis historias.

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Mateo Herrera escribió el guión junto a Ana Cristina Franco aludiendo a experiencias personales que quedaron en su memoria y construyeron ideas sobre el amor, tanto en sus momentos de pureza, como en su estado de descomposición. De ahí que este sabor amargo se ve también en la producción de la imagen. Los tonos verdes de la película no nos permiten ver los paisajes de Quito Turismo a los que estamos acostumbrados. En su lugar, una ciudad nublada y fría nos encierra en la soledad de los personajes.

Otro de los elementos que nos sacude y no nos deja tranquilos es el sonido de fondo. La música es el vicio recurrente de Herrera y en esta ocasión, igual que en veces anteriores, es hilo conductor de las emociones y de la amargura general del largometraje. Esta vez, utilizó el efecto pálido de la música electrónica para mantenernos bajo el ambiente gris verduzco del desamor.

En este Quito de encuentros y pocos grados de separación entre personas de una misma clase, la casualidad no se pone en duda. La gente que se queja mucho se va. Tinta Sangre muestra el lado de los que permanecen y terminan envenenados por la banalidad y las pasiones fugaces, sin derecho a réplica.

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