El pasado 2 de Febrero, Jazz the Roots dio uno de sus shows más grandes en 8 años de trayectoria. Esta es la historia de cómo se entretejen su pasado, su presente y su futuro en un momento de auge para su música.
Esta historia podría tener muchos caminos. Todos convergen y explotan en un mismo centro radioactivo, pero no dejan de fluir en la misma sintonía. La música de Jazz the Roots es así. Aunque se dispara por todas partes, siempre llega a la misma diana: el cerebro de quien la escucha. Esta banda no es un sistema rítmico. Se parece más a lo que sería el caos si se lo pudiera entender en sí mismo como una forma de orden o belleza. Así existe, así sobrevive, así llega, y por ende no hay mejor forma de narrar su historia que intentando armonizar las tangentes.
Sin embargo, como todo relato, este también debe empezar por algún lugar, y ese lugar es una sala de ensayos de una universidad quiteña, donde se enseña jazz desde hace ocho años. Fue en ella donde apareció una semilla que luego echaría cinco raíces recias y singulares; raíces que se plantaron y crecieron como una de las bandas más poderosas y particulares que han brotado entre la música independiente ecuatoriana.
En el 2011, un profesor cubano (que estaba practicando escalas en el aula contigua mientras se llevaba a cabo esta entrevista) impartía una materia llamada “Improvisación” en esa sala. Sus clases estaban orientadas principalmente hacia el jazz, pero entre sus estudiantes había dos con una curiosidad particularmente filuda, que no se conformaban con aprender música en un solo idioma.
“Yo cachaba que él tocaba reggae”, dice Gabriel Jofré, “el Chileno”, guitarrista de la banda, refiriéndose a Ismael Villaroel, el bajista. “Yo tenía hartas ganas de tocar reggae y dijimos: ‘Ya, hagamos algo’”. Tan sencillo como eso. El afán de “hacer algo” que fuera más afín a sus gustos y más desapegado de la academia fue el catalizador que los juntó fuera del aula para empezar a jamear. No había pretensiones más que tocar su música a su modo. Uno podría pensar, irónicamente, que estaban “improvisando”, utilizando lo aprendido formalmente para romper las reglas.
A la par, Raúl Molina (batería), Luis Sigüenza, alias “Lord”, (saxo) y Miguel Gallardo (teclas) improvisaban por su lado, en las sombras, como si fuesen parte de una logia oculta. La misma curiosidad y la misma inquietud los juntaban fuera de las horas de clases en un mundo paralelo donde se tocaba sin presunciones ni apuros. El Chileno e Ismael se introdujeron en él, y tocando comprobaron que podían comunicarse en la misma frecuencia que Lord, Raúl y Miguel. Más que palabras, lo que había de por medio era música. Lo que les sucedió a continuación fue solamente lo evidente: se conformaron como banda.
Eran casi todos forasteros, del otro lado de la montaña. Tres guayacos y un chileno que se juntaron con un quiteño por el poder de la música, sin mapa y sin currículum. “Esa parte de la búsqueda, ahora que yo doy clases, creo que mucha gente dentro de la universidad la ha perdido, ¿sí sabes?” dice Raúl ocho años más tarde, convertido en profesor, en el mismo lugar donde se consagró como músico. “Como que ya no tienen ese interés de juntarse. Pero yo en mis clases sí los incentivo a que busquen esa huevada porque así se formó esta banda”. “Si seguimos es porque nos fue bien después, pero en el comienzo fue algo desinteresado”, complementa Gabriel.
En el inicio, ni ellos mismos tenían idea de cómo les iba a ir, y eso tampoco parecía importarles. Después de cachar que había química al tocar juntos decidieron lanzarse a dar un concierto de dos noches, pensando que iba a ser el único. “No fue nadie” dice Lord con una sonrisa. “Fueron 30 personas”, dice Raúl. “Yo leí que eran 15 en otra entrevista”, les respondo. “Cinco, la primera noche”, rebate el saxofonista. Gabriel es quien finalmente termina de asentar el debate: “Había dos mesas. Una eran dos minas que habíamos conocido la semana pasada en un carrete…” “Y mi primo”, complementa Lord. “Tocamos dos temas nuestros en todo el repertorio”, agrega Ismael al final, después de escuchar sonriendo en silencio.
Todo esto pasó entre un miércoles y un jueves en “El Pobre Diablo”. Seguramente es uno de los fracasos musicales más célebres de la historia del bar y de la bohemia de Quito. Pero lo fue en el lugar y en el momento indicados. En ese entonces, Pepe Avilés, el dueño del lugar, era algo así como un mecenas de los pobres diablos que querían hacer arte en la capital ecuatoriana. “Pepe igual fue un incentivo”, reconoce Raúl. “Nos dijo: ‘A mí me gusta, toquen’. Tocamos y ahí fue un poquito más de gente. Y después de eso ya… tocamos un par de festivales”.
Flash Forward al 2 de Febrero. El sol se oculta tras el Pichincha y afuera del Teatro Capitol, uno de los más insignes de la ciudad, hay una fila de unas 50 personas apiñadas contra la pared. Son las primeras 50, de las 600 que agotaron los pases para el show, dos horas después de su anuncio en internet. Raúl y Lord están parados en la entrada de servicio junto a Henry, su fotógrafo, compartiendo unos tabacos para evitar el frío, pero en camiseta, como buenos costeños. Parecen estar relajados mientras observan a la gente que sigue llegando. Solamente el apuro con el que fuman delata sus nervios.
Dentro, el teatro se siente inmenso. El vacío amenaza con tragarse todo, pero el trajín y la bulla lo contienen. Gabriel se ve diminuto en el escenario probando sus pedales y su guitarra. Ismael lo observa desde las últimas butacas mientras conversa con su novia. Miguel está junto a la consola echando chispas, (siempre está echando chispas pero nunca deja de sonreír) y al ver entrar a Raúl le pregunta: “Una palabra en inglés para ‘humo’” -“Smoke.. o fog”, le responde el operador de la consola. -“Sí, bacán, fog”,- responde él, pasándole una pelota de energía a la chica que está a su lado preparando los visuales del show en una computadora. Cada cual vacila su patín, pero todos están masticando la misma emoción.
Flashback al día anterior. Miguel entra en la sala de ensayo, echando chispas. El resto de la banda ya ha tomado su lugar y junto a ellos un puñado de alumnos que Raúl invitó para verlos ensayar. “Chicos, si quieren tener shows tienen que sacar un RUC y aprender a llenar formularios”, les dice Miguel, como buen profesor, mientras llega junto al teclado y acomoda sus cosas en una silla. “Si van a hacer algo con la Secretaría de Cultura de Quito prepárense para llenar 45 hojas, con anexos incluidos. Si no, no van a tener shows”. Los estudiantes lo miran atentos, como si les estuviese regalando la respuesta del examen. La banda le presta más atención a sus instrumentos para terminar de afinar mientras él se sienta frente al suyo.
Flashback a una media hora antes de ese momento. Raúl continúa: “Yo siempre digo que es la sinceridad con la que se hacen las cosas (…) A pesar de que son composiciones de distintas cabezas, siempre suena a ‘Jazz the Roots’. Esa cosa es difícil de encontrar en cualquier banda.” Tiene razón. En medio de una escena donde el indie predomina sobre todos los otros géneros, donde la oferta musical pareciera estar saturada y donde la audiencia es impredecible, la nave de Jazz the Roots se eleva a la estratósfera, y eleva consigo a quienquiera que la escuche.
A mí me consta. Los he visto armar pogos del tamaño de un tornado en una plaza y bajo una carpa de circo. He visto a gente de todo tipo poseída por su sonido sin letra, de todas las formas. Eso es lo que seguramente les pasó a las chicas que los vieron tocar junto al primo de Lord y a Pepe Avilés en su primer concierto. Es lo mismo que le va a pasar a 600 personas más, 24 horas después de la conversación que estamos teniendo en ese momento. No hay para qué intentar nombrarlo. Mejor así. “Varios amigos míos me han dicho que es como un partido de fútbol”, dice Raúl. “Nunca sabes qué va a pasar”.
“Las sensaciones que se crean con la música instrumental hacen que la gente diga ‘quiero ver eso’”, dice Ismael. “No es algo que esperas como cuando es cantado. Esperas que todo sea lo mismo…” “Que todo sea perfecto, que todo sea como el disco”, complementa el baterista. En el escenario, Jazz the Roots se da el lujo de desarmar sus álbumes a su antojo. Agarran lo que está compuesto y lo descuartizan, lo aplastan, lo moldean como si fuera plastilina. Abren en sus articulaciones agujeros negros por donde se filtran solos instrumentales diabólicos que se chupan el alma del público
Sin embargo, para poder hacer eso, trabajaron en su repertorio con un rigor que parecería querer emular a la perfección. De los dos únicos temas originales que tocaron en su debut brotaron 20 más que difuminan las fronteras de los géneros musicales y que se encajaron en dos discos: Jazz the Roots (2013) y Lúpiter (2017). Entre ellos salpican nombres de pesos pesados como Guanaco MC, Tiano Bless o el Koala Contreras, MC de “Cómo Asesinar a Felipes”. Pero quizás, los nombres que más hablan del rigor que la banda puso en la grabación de su discografía están en las consolas, un terreno que se esconde de la gloria de la fama, pero que la soporta y la empuja desde las sombras.
Para mezclar y masterizar los sonidos que habían parido con tanto esmero se apoyaron en los hombros de gigantes. En el primer disco fue Jim Fox, responsable del sonido detrás de los álbumes de Inner Circle, Los Cafres, Cultura Profética, o “todo el reggae, todo”, como dice Lord. En el segundo, el encargado fue Russell Elevado, miembro del legendario crew de los Soulquarians (si no saben quienes son, por favor instrúyanse aquí), quien mezcló los discos más icónicos de Erykah Badu, D’Angelo y Common.
“Fue súper loco. Por alguna razón me puse a investigar cómo sonaban mis diez discos favoritos y de esos, cuatro habían sido mezclados por Russell Elevado”, cuenta el Chileno. “Dije: ‘Ya, ¡esto es por algo!’. Me puse a investigar más, vi que estaba el contacto, le escribí, hablamos por mail, arreglamos una llamada de Skype que duró dos minutos, súper gringo. Él me dijo: ‘Ya, vamos a hacer esto. ¿Cuánto tienen?’ Cuando le conté respondió: ‘Puta, creo que nunca he cobrado tan poco, pero ya, hagámoslo’. Y funcionó”.
La prueba de ello se hizo palpable pocos minutos después de que Gabriel me dijera todo eso. Una vez que Miguel ha terminado de acomodarse le pregunta a la banda si ya afinaron, y para comprobarlo les pide que toquen la nota “La”. El Chileno escribe el nombre de cuatro temas en una pizarra y empiezan a tocar sin decirse nada. Escucharlos ensayar es suficiente para que el hechizo surta efecto y todos los presentes quedemos idiotizados. Pero ellos detectan una imperfección en la línea del bajo y con una obstinación que no admite cuestionamientos repasan una de las últimas secciones del segundo tema de la lista una y otra vez, sin chistar.
Al verlos tocar se vuelve totalmente comprensible el hecho de que hayan entregado sus canciones a manos con tanto oficio para inmortalizarlas. Lo hicieron desde el principio. Si bien el trato con Elevado fue una experiencia enriquecedora en extremo, la meticulosidad que representaba no era algo inédito. De hecho, estaba presente desde su primer disco. Ellos lo consideran un trabajo más “nostálgico” y “pasional”. Es producto de un proceso que resuma amor por la música. El responsable de completarlo en ese entonces fue Xavier Muller, miembro fundador de Tanque. Durante años, en sus tiempos libres de punk, se dedicó a pulir el sonido de Sudakaya, discutiblemente la banda de reggae más importante del Ecuador. Llegaron a él a través de Ismael, quien en sus tiempos libres de jazz toca el bajo con Sudakaya, también desde hace años.
Ahora es justamente Ismael quien no termina de encontrar el tempo indicado para terminar de surcar la sección final del tema que están repitiendo. Raúl toca una versión simplificada de su línea de batería para ayudarlo a reconocer el lugar donde tiene que acelerar. Miguel lo mira tranquilo y finalmente dice: “tranquilo, de ley en el show mañana ya sale”.
En efecto, sale. El toque en el Capitol representa la primera vez que interpretan todo su repertorio en vivo. Igual que en el ensayo, cuando empiezan no hacen falta las palabras de nadie. No se dicen nada entre sí, ni le dicen nada a la audiencia. Entre ellos bastan las miradas y el conteo de las baquetas de Molina. Poco a poco empieza a expandirse una ola sónica que hipnotiza al público mientras ellos van desgranando las canciones con aplomo. La música es su lenguaje y solo ellos saben cómo hablarlo de esa manera, cómo deformarlo y replicarlo. Solo ellos saben cuál es la llave para encerrarla en un cofre y evitar que se desvanezca en lo efímero cada vez que una nota pasa lamiendo las neuronas de lxs espectadorxs antes de desaparecer en el aire.
“Es la joda, ¿me entiendes? Queremos pasarla bien”, decía Lord el día anterior. Esa es la llave, y con ella han sido capaces de reversionar sus propios temas una y otra vez en el escenario. Con ella fueron capaces de componer rompiendo sus propios esquemas para invitar a cantar otros, o para ponerse a cantar ellos mismos sobre melodías improvisadas. “Somos instrumentales pero no pensamos encasillarnos nunca, porque tenemos tantas opciones para probar y probar, con tantos criterios distintos que como sea, instrumental o cantado, va a salir algo bueno”.
“Eso es bacán”, afirma Raúl. “Igual cada uno se desenvuelve en el ámbito personal”. Desenvuelven es poco. Cada uno toca por lo menos en dos bandas más, y no solo eso. Hoy por hoy, cada uno está en un lugar distinto, física y mentalmente. Miguel acaba de regresar de una maestría en Nueva York. Lord acaba de empezarla. Gabriel vive en Chile y viene a Ecuador solo cuando puede. Raúl enseña en la universidad. Ismael va de un lado a otro con casi todas las bandas de reggae del país. Pero eso no importa, el consenso es claro: no tocan si no son ellos cinco. “Yo creo que todos aquí pensamos lo mismo: que somos como hermanos a pesar de las cosas que nos separan de una u otra manera”, afirma Molina. “Nos planteamos desde un principio que pase lo que pase no iba a haber ningún reemplazo”. “Eso muy poca gente lo entiende”, complementa el chileno.
En el escenario del Capitol, funcionan con total autonomía y sin embargo empatan orgánicamente, como si no les costara nada. Son cinco cabezas distintas que mueven una parte distinta del mismo cuerpo en perfecta sincronía.
Raúl hace parecer que la precisión es un acto de magia que no requiere esfuerzo. Gabriel tiene la mirada siempre altiva y las orejas bien afiladas para puntear la guitarra. Lord baila por el escenario cuando su saxofón está en silencio, y se deja ir entero en los soplidos cuando le corresponde. Ismael es como una banda elástica en tensión que contiene el fondo de todo el sonido. Miguel es como un niño. Su energía alborotada y ligera desborda en muecas que se traducen de su rostro a sus dedos y viceversa.
“Es tan fuerte la banda así, que probar con otra persona, que sí puede ser un músico virtuoso y todo, no va a ser el mismo feeling. Muy aparte de que cada uno tiene sus temas. Es como por respeto al autor. Eso fue lo que nos mantuvo”, sentencia Raúl. “Lo pasamos bien. No hay obligación, ese es el tema”, confirma Gabriel. La pasan tan bien, que el público en el Capitol se contagia de energía y durante la segunda mitad del show manda a la mierda la solemnidad del teatro para ir al frente y empezar a bailar en una fiesta que crece y crece sin vergüenza.
“No sabíamos qué iba a pasar”, decía Molina el día anterior. “Yo estaba preocupado a full por la promoción. No salía por unos papeles del municipio y yo decía ‘puta, vamos a valer verga, de ley no se va a llenar esta huevada, y encima es gratis’”. Mientras le pega a la batería con furia y elegancia al día siguiente, comandando los cuerpos de la masa creciente que abandona sus asientos y se acerca al escenario, es evidente que estaba equivocado. Han pasado ocho años desde que se equivocaron con su primer concierto, y sin embargo no han perdido nada de la gracia que los hace triunfar cuando piensan que fracasan.
“Eso te da una esperanza también”, continúa Molina en la sala de ensayo. El chileno le roba la palabra: “Siendo honesto, también esa es una fuerte razón por la que seguimos en esto. Se nota que nos gusta y funciona, y no solo para nosotros”. La viada crece y mientras el show se acerca a su clímax la gente se vuelve loca y arma un pogo histérico. Lord deja el saxofón a un lado para bailar solo en el escenario mientras el resto de la banda hace estallar a sus instrumentos en orgasmos múltiples. Luego lo vuelve a tomar y se acuesta en el filo del proscenio para tocar mirando al cielo mientras la gente gira a centímetros de su cuerpo.
Las últimas notas estallan en el aire como moléculas en un reactor nuclear. La explosión llega a su cúspide y de repente todo termina en una llamarada. Los cuerpos jadeantes se detienen sobre y bajo la tarima. Ellos abandonan los instrumentos y se acercan para la venia, sudorosos y sonrientes. El público hace lo mismo, en las mismas condiciones. El silencio ya no existe. En adelante solo se desparrama la música.
El afán de seguir componiendo, pese a las barreras geográficas y temporales, sigue encendido y eso es indiscutible. No saben aún de qué manera ni en qué formato, pero confían en que la experiencia les dará las herramientas para funcionar como grupo pase lo que pase. “Cada uno puede tener sus composiciones pero la banda es lo que le da el toque “Jazz the Roots”, dice el chileno.
El tiempo de la entrevista se está agotando. Miguel está por llegar y yo debo apagar la grabadora para dejarlos ensayar. Me queda una última pregunta. Dejé para el final la que me parecía más irrelevante: “¿Por qué aceptan cripto-monedas como forma de pago para sus discos en su página web?”. La respuesta prueba que yo también estaba equivocado al creer que esa interrogante era miscelánea. Por suerte estoy con los maestros del fracaso, los que mejor saben convertirlo en oro. El Chileno vuelve a tomar la palestra.
“Yo cuando me enteré de que existen las cripto-monedas dije: ‘Ya, ¡esta wea es el futuro!’”. Lord se caga de la risa. “Mi hermano maneja un exchange en Chile del Cripto-Market. Sirve para descentralizar un poco la cosa. Si es que alguien lo maneja te compra el disco un man de Lituania y me llega la plata de una y le puede llegar el disco a la casa de una… Creo que a nadie le gusta mucho acá el sistema en el fondo”. Los demás ríen y se miran entre sí. Raúl toma la palabra: «Sí somos anti-sistema creo, eso es normal. ¡Es reggae también! En el fondo creo que todos somos conscientes». “¡ROOTS!” agrega Lord mientras manotea el piano que tiene a su lado. Ismael sonríe en aprobación.
Yo les creo. Y estoy cien por ciento seguro de que por lo menos 600 personas más les creen también. Jazz the Roots opera fuera de las lógicas del sistema, y punto.