Hay una imagen que se repite antes de cada entrada: los integrantes de la banda se abrazan en un círculo, se miran fijamente, bajan la cabeza, repiten un mantra y se separan. Uno a uno suben un par de gradas que los llevan al escenario. La caminata tiene un aire de entrar a un matadero. Salen los Monks. Las luces se prenden. Bauman, un vocalista que alude en baile a Mick Jagger pero en pinta a un alemán que crece en los andes – alto, rubio y con la melancolía en un rostro largo- se para al borde de la tarima. No tiene que ser visto. Su cuerpo se tensa: espera un espectáculo eclético. La música empieza. La gente grita. Bauman entra para cantar.
Silencio. Camerino. Si este sería un show cotidiano en Quito, el espectáculo de los Swimg Original Monks daría cierre al concierto, pero lo de hoy no es normal. Lo de hoy explota. Va a explotar. Mientras los Monks continúan con su show, una despampanante sudafricana calienta en el Camerino. Escucha hip hop. Cuando alza sus brazos , le caen desde los hombros una serie de colgantes blancos que recorren su cuerpo hasta las manos. Es la imagen de un Cristo de espaldas con plumas de brillantes y cuerpo de pera . Su pelo es rosa. Está quieta. Estira sus manos recibiendo algo. Se congela. De repente el silencio se corta y la mujer transforma el ambiente gris del camerino en el declive electrónico de una sociedad futurista: así se sienten los movimientos de Cata Pirata de los Skip & Die.
En el escenario la sensación se multiplica. La vocalista se entrega a la multitud. Negro. Blanco. Cata aparece. Cata desaparece. Sus movimientos se fusionan con el parpadeo de las luces. Tambores. Sonidos computarizados. En un ambiente africano futurista, Cata salta de la tarima. El público la envuelve.
“El Huma Huma es más como un mantra, algo que repites una y otra vez para conseguir otro estado” dice José Cruz, mentor del concierto, tres días antes del evento. Lo entrevistan para una nota que cree expectativa del show. Lleva una chaqueta con capucha, un jean y responde tranquilo, casi acostado sobre un sillón: “tienes que detenerme cuando respondo, ya sabes que yo puedo hablar horas de esto”. Tres noches después, cuando el público se deja hipnotizar por la sudafricana eclética que baila en medio de una masa de gente entusiasmada, José mira la escena desde una esquina. No sonríe. Lleva una camisa ajustada y un pantalón de terno. En la mano derecha tiene un intercomunicador. Toda la noche se pasea entre los camerinos y el escenario. Su paso abre camino entre los pasillos.
“La idea nació hace más de un año. Queremos crear un festival grande y está es la primera prueba”, agrega José el día de la entrevista, y continúa: “el sueño de muchos músicos es tocar en un escenario enorme, pero lo que pasa es que cuando llegan a uno de esos no se preocupan mucho de su imagen: tienes un tarima enorme con una gran pantalla donde solo se pasa el logo de la banda y ya”. Huma Huma está aplastado por el color. Cada presentación está acompañada con un mapping prediseñado que se proyecta sobre una escenografía blanca: un montículo de bloques a cada lado que encierran a un gran rostro mitad humano-mitad primate.
Cata Pirata vuelve a este escenario. La gente intenta rozar sus manos cuando se abre paso para volver a la tarima. Cata sube. Los bloquees blancos se pintan morados y una nueva canción vuelve a explotar. José entra a los camerinos. Minutos después, los Skip & Die lo acompañan.
Nicolá Cruz los reemplaza en el show. Su música experimenta con sonidos más suaves. El público se mueve lentamente. Es la combinación perfecta para disminuir la intensidad que dejan los Skip.
“Nos hubiera encantado cerrar el concierto con Delfín Quishpe. Lo llamamos pero su costo se salía del presupuesto”, concluye José en la entrevista. Se para y agradece al entrevistador por su tiempo. No dice algo como “ahora solo hay que esperar” “esperemos que nos vaya bien”. Cruz no es de ese tipo. Enfatiza que tiene a un grupo de gente difundiendo el evento y vendiendo entradas. Se despide y se va.
Cuando los Skip & Die entran de regreso al camerino ya no hay silencio. Los escenógrafos, músicos, organizadores se abrazan y festejan por el concierto. Afuera hay más de 300 personas que bailan con la última banda. Cruz festeja hacia dentro: no dice nada. Termina de tomarse un par de fotos y vuelve a vigilar al escenario. Al día siguiente, el show se repite en Guayaquil.