La nueva canción de Stich le apunta a generar una catarsis emocional por medio de arreglos orquestales de tono optimista.
El Alelí florece al terminar el invierno. Su aparición es señal de que pronto acabarán las durezas del frío para dar paso a la primavera. ¿Será por eso que Steven Dagenais, Stich, decidió tomar prestado su nombre para bautizar a su último sencillo?
“Alelí” es “una canción que rinde homenaje a todas las personas que no pudieron despedirse de sus seres amados durante estos tiempos de confinamiento”. Una balada lenta y cargada que le apuesta a generar un clima catártico combinando elementos acústicos y sintéticos en arreglos orquestales.
El nervio principal de la canción es la guitarra acústica, fiel al sonido que Stich labró con su último trabajo de larga duración, Los Jardines de la Memoria. Su rasgado lento y delicado invita a sumergirse suavemente en las notas, hasta que de repente se quiebra. Entonces, una oleada de sonidos diversos inunda todo.
Esta estructura parece repetirse cíclicamente con cada estrofa, en crescendo constante, hasta llegar al estribillo, donde florece finalmente. El viaje se construye a partir de la integración orgánica y radiante de varios instrumentos. Sobre la melodía principal va apareciendo una armonía envolvente y luminosa que en su clímax remite a las mismas sensaciones que un coro de gospel.
Mientras se descuelgan, cada capa parece desenrollar a la siguiente: los sintetizadores al piano, el vocoder a la voz de Sitch, el arreglo de cuerdas a la guitarra. Esta armonía se va desenvolviendo con ímpetu y suavidad a la vez, tiñendo de optimismo a las imágenes que describen los versos. Éstos, por su parte, se mantienen atados a lo sencillo, generando un balance interesante.
Durante los primeros tres cuartos de la canción, Stich describe imágenes pequeñas en un tono muy personal. Como si fueran retazos de su memoria que evocan momentos alegres de un tiempo pasado, en la infancia. Esto provoca que nuevos elementos instrumentales emerjan como pinceladas finas y juguetonas, tildando a las palabras.
De esta manera, se compaginan bien letra e instrumentación. Aunque una parte es más bien grandilocuente, y la otra discreta, se terminan de empapar de la misma energía. Forman un solo entramado sonoro que se estira hasta un poco después de la mitad de la canción.
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Es ahí que se resuelven finalmente, cuando aparece la flor que da su nombre a la canción en una melodía alegre. Esta vez incorpora todos los pétalos que fueron apareciendo progresivamente. Llega la calma, inyectada de nuevos colores.
Este sentimentalismo, impregnando cada parte del tema, remite claramente a las influencias que el compositor cita para su construcción: James Blake y Bon Iver. Dagenais menciona también a la canción latinoamericana como contraparte. Y aunque esto trasluce de forma menos evidente, no le resta fuerza al conjunto.
El resultado final es un trabajo delicado y potente. Una canción que invita a la imaginación a situarse apaciblemente en un entorno de alivio, reminiscente de imágenes cálidas y sencillas, pero muy vívidas.