El “Manaba” no había tocado en Manabí

por Martín González
La Papaya Dada se regodea en su capacidad de poner a bailar a la gente en todas las latitudes. O al menos, eso nos hizo reflexionar su presentación en la última edición del Canoafest.

Fotos: Martín González Sánchez

La Papaya Dada es una orquesta peculiar. Tiene 12 años de existencia, y, al inicio, era un proyecto de jazz de lo más experimental y tostado que se puedan imaginar. Es una banda de esas en las que muchos músicos de peso han dejado un par de notas asentadas. Más claro, es una banda que sabe lo que toca. 

Desde hace unos cinco años, su música dio un giro radical. Le echaron piquete a la fruta y decidieron lanzarse por un camino que quizás ellos —o nosotrxs, como audiencia de nicho—, conocían poco, pero que en realidad es un terreno lleno de familiaridades para otros públicos. Ese camino es el de la música popular bailable, alias Chicha, alias Cumbia. El sonido que indiscutiblemente le ha dado un latido común a toda Latinoamérica, y que en nuestro país —y sus vecinos—, tiene más proyección comercial que ningún otro. 

La plena, las primeras bandas en vivir la vida del rockstar en nuestro país de ley fueron “Don Medardo y Sus Players” o “Los Profetas de Manabí” —si no lo cree, investíguelo—. Esteban Portugal, también conocido como “Manaba”, vio eso como una oportunidad para la banda que ha criado como su hija, y, sin pensarlo mucho, mudó de piel para hacer que la música que componía se volviera 100% bailable.

Esteban Portugal, «El Manaba»

Con todo ese trasfondo, se hace curioso saber que el “Manaba” no había tocado nunca en una de las provincias con la tradición cumbiera más pesada del país, hasta hace poquito nomás. El encuentro de la orquesta con la provincia más pintoresca del Ecuador se dio en uno de los lugares más improbables de todos: Un festival de música —seguramente uno de los únicos a nivel nacional—, que se hace al pie del mar: el Canoafest.

El Manaba, sentado en círculo con su gente tras haber cerrado el festival por todo lo alto, pies y chela enterrados en la arena de la playa, declaraba orgulloso que es “dueño de la banda”. Nada de malo en esa autoconfianza, que podría intimidar a las mentes roñosas. Es más, puede jactarse de algo que demuestra que sabe hacer las cosas con profesionalismo: todas sus cuentas las paga con la Papaya Dada.

Su alejamiento del mundo del “indie”, de lo “alternativo”, de lo “hipster”, es deliberada. La banda camella a ritmo de hormiga, con dos toques en tarima grande por semana, yendo a saltos y brincos por un montón de ciudades que están fuera del imaginario de la gente de otras ciudades “grandes”, como Quito, Guayaquil o Cuenca. A Canoa llegaron después de doce horas, tras haberse presentado en la encendida del árbol navideño municipal de Riobamba. Doce horas que se debieron, en parte, a que tuvieron que parar por tres horas a las afueras de Quito para esperar y recoger a un clarinetista nuevo.

El clarinetista en cuestión tuvo tocar en vivo con partitura, cosa particularmente difícil en una banda que no llega para hacer música solamente, sino para dar un espectáculo a la audiencia. Baile continuo, de inicio a fin, arriba y abajo de la tarima, con la vecina, con el primo y con la ñaña, ese es el show de la Papaya. Tan así, que su stage-manager —porque es una banda de esas que puede viajar con su propio stage-manager— usa una máscara de luchador mexicano y baila con gusto si tiene que ir a solucionarle cualquier ajuste técnico a cualquiera de los músicos.


“Así es cuando eres nazi”, dice el Manaba en tono jocoso. A lo cual después añade, mirando a la luna alzarse sobre el mar y dirigiéndose a todo su equipo: “regalémonos esto como cena corporativa de navidad y fin de año”. El man es un empresario buena gente. De esos que saben hacer que el negocio quede en familia, y cuya familia es toda aquella persona que sea capaz de resonar con lo que uno quiere hacer bien en la vida. En su caso: tocar chica radioactiva para la gente.

Sin duda, tener a una manager igual de pro a su lado le permite gozarse su música como trabajo, con tanta estabilidad. Su nombre es Nicolasa Pachacamac, y da la casualidad de que también es su esposa. Ella es la responsable de poner las fichas en orden, y de buscar la manera de mantenerse a la vanguardia del juego, mientras bregan por consolidar su nombre en lo más alto de un mercado que les es tan propio como ajeno.

Es que visto en contexto, lo que hace la Papaya Dada es un juego de equilibrismo. Es tratar de jugar todo el tiempo con la tradición, sin convertirla en pastiche. Para ello conciben a la Chicha Radioactiva como la música que haría bailar a tu tía en los 80 años de tu bisabuela, tanto como a la pelada de pelo suelto y sonrisa coqueta que quieres conquistar en la Fiesta del Cumbión.

Al pensar en eso, es fácil notar que no es casual que la banda haya empezado a pavimentar camino al estrellato en aquel notable evento. No es casual por eso, que el dueño de esas fiestas haya sido manager de la banda en algún momento, y que ahora sea mencionado como “Consulting Manager”. Esta es gente con ambición y visión clara. Gente que sabe que para sonar bien hay que llegar a la tarima con in-ears propios, por ejemplo. Saben que hay concentrarse bien en el estudio y subirse al escenario sonriendo. 

Eso lo muestran con orgullo: hay mucho camello invertido en la banda. Desde el vestuario hasta la gráfica que usan para su material promocional. Si alguna vez vieron un cartel de La Papaya en un poste o en un paso a desnivel —y les recordó a los afiches de peñas bailables con disco-móvil que hay regados por la calle—, tampoco era casual. De hecho, una línea de esos afiches fue diseñada y elaborada en Perú, país que supo hacer de la chicha un artículo criollo pop, sin comprometer su esencia: la chicha de beber y la de escuchar por igual.

Afiche promocional del concierto de 12 años de Papaya Dada, diseñado en Perú por «Afiches Hupik».

Con todos esos elementos cuidadosamente mezclados, la Chicha Radioactiva resulta ser música que suena como si la hubiera compuesto Andrés de Colbert; pero que fue hecha por un músico formado en el jazz más puro y duro. Los arreglos de esta orquesta son una de las cosas más aniñadas que el oído melómano podría escuchar. Y es notable pensar que del 2015 para adelante todos son gozadera pura, para bailar con canelazo y vacaloca, para poner a gozar al que sabe de música tanto como el que solo sabe cómo gozarla.

El Canoafest se convirtió, sin quererlo, en una especie de prueba para el poder de la banda. 

Carlos «La Pulga» Valdivieso, como le dicen de cariño, fue el vocalista de Suburbia Ska durante años y ahora comanda las vocales de La Papaya.

El festival en cuestión es un evento bacán y complicado en iguales proporciones. A pesar de haber vivido su sexta edición, su emplazamiento se ha probado particularmente desafiante a la hora de permitirle proyectarse a más público o a un crecimiento más notorio. Pese a tener un nivel de producción y de curaduría notable, con un montón de ideas interesantes de fondo, se desarrolla en un clima social adverso, que refleja las muchas brechas que quedan abiertas en el tejido social de nuestra patria, querida patria.

Para que se entienda, refiéranse a una frase dicha por un músico manaba —no “El Manaba— que tocó en el festival de este año: “lo manaba está sobrevalorado”. La traducción para serranos bobos, como uno, sería que tenemos nuestra visión de esta provincia costera convertida en un mosaico romántico; la hemos barnizado con ignorancia, poniendo un filtro “pintoresco” a algunas problemáticas sociales complejas. Machismo y corrupción se agazapan en las playas hermosas y entre la candidez de la gente. Pongan sobre la mesa al terremoto que la golpeó hace casi cuatro años y se darán cuenta de que es un lugar agrietado esa provincia, literalmente. 

Sus oriundos tienen un refrán que dice que “manaba come manaba”. Un festival de música y arte producido por un par de metaleros bonachones es un producto difícil de filtrar en un mercado como ese. Las circunstancias jugando en contra de la nobleza, básicamente. Un escenario complicado y particular. Un sueño tocar junto al mar, pero un reto hacerlo para una comunidad que, con todo respeto, cabe mucho dentro de la definición de “pueblo chico, infierno grande”. 


Pero la Papaya reventó los amplificadores y fue capaz de unir a la gente bajo el compás de su música, multiplicando modestamente al público frente a la tarima. Sufers, gringxs, un puñado de personas del pueblo y de turistas serranxs, todxs terminaron bailando alegres sobre la arena. Fueron capaces incluso de gritarle al gobierno de turno que es una mierda y de hacer una rendición cumbiera de “Gimme The Power”, sin que la gente desenchufara de la fiesta. Y todo eso lo dirigió un man al que le dicen “Manaba”, pero que no había tocado antes en Manabí. 

Respaldándolo estuvo un equipo de músicos bien parados, de esos que se han acostumbrado a que los conciertos sean sus ensayos sin quejarse y sin jalarse. Entre ellos se encuentra también, desde el inicio de la metamorfosis, Carlos Valdiviezo, a quien podrían recordar como el antiguo vocalista de Suburbia Ska. Y para mantener pegado al combo está también un crew de producción bien convencido de su trabajo. 

Esa noche, esa orquesta brava cumplió con una función vital para el festival, demostrando que para poder poner a gozar a la gente se requiere de valores proactivos tanto como de carisma. Con ello, le regalaron un buen soplo de vida al cierre de la sexta edición del Canoafest, demostrando que, pese a las complicaciones que lo atraviesan, el evento encierra el poder de hacer gozar a todo el mundo y con ello acercar acercar al arte a la playa.

«Vinimos a tocar para ustedes», le decía el Manaba a el público que estaba terminando de conquistar en la playa.

Decir que “el futuro se ve prometedor” para la Papaya Dada no sería justo. Es más acertado afirmar que mientras sigan andando sin dar papaya, justa y paradójicamente, seguirán labrándose un presente brillante. Y es así cómo podría ser que su música siga explotando las posibilidades de abrir más puertas grandes como la que le tendió este festiva inesperadamente. Puertas por las que se filtren mezclas maravillosas como Chicha Radioactiva al pie del mar. 

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