La línea aguda-REC

El entretenimiento como antítesis del arte

By Radio COCOA

May 20, 2013

Por: Miguel Molina Díaz

www.molinaopinion.blogspot.com

Hace algunos meses, cuando leí ‘La Civilización del Espectáculo’ de Mario Vargas Llosa, por primera vez advertí la posibilidad de estar en medio de una descarnada contienda entre el entretenimiento y el arte. Una contienda tan aguda y caótica que ha borrado las líneas fronterizas de ambos bandos. Y una en la cual, probablemente, está ganando el entretenimiento. Varios fueron los reparos que tuve con las tesis que Vargas Llosa sostiene en su libro. No obstante, pienso que tiene razón en algo: el arte no es entretenimiento.

En divagaciones por el estilo me hallaba cuando Ana María me pidió que escriba un artículo. Durante semanas no se me ocurría nada concreto. Pero, como suele suceder en los albores de una idea, aconteció un milagro que me otorgó una inesperada claridad en el pensamiento. Asistí a la presentación de la obra ‘Souvenir’, escrita por Stephen Temperley y dirigida por María Beatriz Vergara, basada en la vida de la maravillosa Florence Foster Jenkins, más conocida como la peor cantante de la historia.

Florence Foster, interpretada por la prolífica actriz Cristina Rodas, fue una niña a quién le obsesionó la idea de ser cantante lírica. Huyó de su casa muy joven para perseguir su sueño. Pero la oposición de su familia, incluido el esposo con el que se casó, no le dio tregua jamás. Ellos, que pertenecían a la aristocracia neoyorquina, no concebían que Florence los ponga a todos en ridículo. Y es que ella, por decir lo menos, carecía de talento para el canto.

Después de la muerte de sus padres y de la separación del marido, Florence decidió cumplir su sueño. Contrató al pianista Cosme McMoon y se lanzó al estrellato. Para sorpresa de todos, Florence fue ovacionada en su primera presentación. Pronto le pidieron que grave un disco. Era famosa y las entradas para sus conciertos se agotaban a penas salían a la venta. Y no, no era su canto un prodigio. Florence era el hazmerreír de Nueva York. El público llegaba hasta las lágrimas por las carcajadas que la voz de Florence producían.

Pienso en Florence Foster y entiendo las más hondas preocupaciones de Vargas Llosa. En ella convergen dos mundos antagónicos. Ella encarna la contienda que me he propuesto analizar. Vivimos, desde hace mucho, en sociedades en donde el verdadero arte no encuentra espacio. Buscamos entretenimiento, espectáculo, titulares obscenos, momentos engañosos que nos despisten de nuestros problemas o nuestra cotidianidad. El arte es todo lo contrario, no es un disuasivo a la realidad ni un antídoto al aburrimiento. Es la posibilidad, tal vez perdida, de enfrentarnos al vacío de nuestra existencia y darle sentido. Es una ruptura con nuestra realidad. Una búsqueda de lo oculto, de lo trágico, de lo esencial. Una lectura entre líneas. Un salto y un vuelo.

Florence pagó muy caro el precio de haber sido una artista. De hecho, pienso que tenía aquello que hace la diferencia entre el artista y el sofista: era valiente. Creía en lo que hacía y, pese a las carcajadas de la civilización del espectáculo, su canto era una revelación de un valor y un coraje que, en mi opinión, resquebraja los tediosos cánones de la estética, ahora difuminados en el mundo del entretenimiento. Y es que la estética es una construcción subjetiva individual, no social, que enfrenta y pone en crisis parámetros valorativos. Los cánones del entretenimiento son más fáciles: una comedia romántica de Hollywood siempre podrá sacar risas y aplausos. El verdadero artista es distinto, puede morir sin reconocimiento como Van Gogh o sufrir la incomprensión como Rimbaud. Lo que los diferencia es su valor, su propuesta estética, su capacidad para abrir camino en lo desconocido. Como lo hizo Florence Foster, al regalar su vida para que otros construyan uno de los más fascinante personajes de teatro y de quién la gente podrá decir que cantó mal, pero jamás que no cantó.

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