Crónicas del ATARVE: Noche de rabia en Casa Dixión

Antes de contarles sobre esa noche reveladora, emocionante e intensa, es de extrema necesidad definir «EL ATARVE»: Sustantivo/verbo/adjetivo cuya agresiva concepción lingüística encarna la violencia, la incomodidad, la adrenalina y la furia que contiene el rock, reviviendo a unos, ahuyentando a otros.

Todas las fotos por Martín González.

La Mariscal es como una mujer con dos caras. Está la cara maquillada, con rímel y labial, que invita a los turistas con ganas de fiesta a un distrito «cosmopolita» y «divertido», donde podrían parrandear «como se hace en Quito». La otra tiene el ojo morado. Es una mueca incómoda, llena de borrachos, pushers, prostitutas y oscuridad amontonándose en las esquinas lejos de los bares caros.

En medio de esa marea sórdida y dispar está la «Casa Dixion», templo pagano del underground quiteño, gestionado por Germán Mora (más conocido como «Pecker»), uno de los mejores bajistas de música pesada en el país. Allá fui a parar yo, casi sin querer, un viernes cualquiera en la noche, arrastrado como tantas otras veces por el amor a la música de mi primo. Él es bajista a medio tiempo (cuando no está trabajando en la petrolera del Estado), y yo soy algo así como su groupie número uno. Lo he visto tocar en vivo tantas veces que perdí la cuenta, con tantas bandas diferentes que verlas es casi lo mismo. Pero ninguna presentación suya me aburre, y si puedo ir a tomar fotos o hacer de cheer-leader yo voy. Cero huevadas. 

Mi primo

Esa noche, llegué hasta una casa de fachada deslucida y evidentemente magullada por los años. Algo de bulla se escuchaba adentro, y a lado de un auto lo distinguí a él entre las sombras, con camisa y chaleco, como recién salido de la oficina. «Papacho», me dice al verme, me pasa lo que me falta para el cover por las rejas del garaje y con eso me acerco a pagar. Los cobradores son un grupo de amigos suyos que cuidan la puerta acompañados por maría y unas cervezas.

El pase a esta fiesta de los marginados me cuesta menos de $5. El ticket que sella mi pacto con el underground es un pedazo del 8 de corazones rojos de alguna baraja desafortunada. Adentro, en el patio trasero de la casa, se apiñan unas 20 personas que cabecean ligeramente o conversan despreocupadas al compás punkero de uno de los últimos temas de la banda de turno. Una reja de hierro divide al público de los que tocan. Mientras tanto, el sonido se revienta en cada una de las 3 paredes estrechas del cuarto. La reja es la línea que marca el espectro. A ambos lados, los músicos y el público parecen animales enjaulados y furiosos.

Mi primo es bajista en dos de las bandas que van a tocar esa noche. Entre los que se camuflan con el público hay arquitectos, economistas, oficinistas, uno que otro vago, casi ningún músico de profesión. Saludo con algunos de ellos, también son mis panas. Desde niño me colaba al cuarto de ensayo de mi primo para sentirme bacán escuchándolos mientras incomodaban a los vecinos y a mi bisabuela. Ahora me siento más bacán mientras me dan la mano y me palmotean la espalda con confianza. Soy, digamos, parte del círculo.

La segunda banda del cartel, Efímero Pánico, está a punto de tocar. Desde que comenzaron, he visto como maduró su sonido, fusionando el rock pesado con el hip hop, el funk y ciertos toques jazzeros. En esta mezcla eléctrica nace algo que me suena como si Primus, Tool y The Roots se hubieran juntado con Donny Hathaway para crear una especie de frankenstein con corazón ardiente. Violento y elegante al mismo tiempo.

En medio de la oscuridad matizada por un foco rojo, EP toca no más de seis temas para un público que mira desde fuera a una distancia conservadora de la reja. Dentro, ellos se desarman en medio del sudor y la penumbra, mientras la gente amaina el frío con más cerveza y tabacos al otro lado. Terminan una presentación rápida con la que dejan la mecha de la fiesta a punto de prenderse en serio. Después de los aplausos el baterista saca sus propios platos, el guitarrista y el bajista desconectan ellos mismos sus propios amplificadores y el vocalista se seca el sudor él solo. Nadie viene a ayudarlos a desmontar el equipo. Ellos mismos son sus propios sonidistas, asistentes y representantes. Después de 25 minutos de música y un par de cervezas, en las nubes, regresarán el día siguiente a ser un arquitecto, un comerciante, un comunicador social y un pasante en una productora. Al menos en los toques pueden escaparse del reloj que los confina a un cubículo, a un montón de papeles o a un traje formal de 9 a 5.

«Una banda de una vez al año»

La tercera banda entra a setearse en la sala estrecha mientras alguien de la fiesta pone Rage Against the Machine en un parlante prestado, para entretener a los que están al otro lado de la reja queriendo acercarse. Viene Clausurado Sin Retorno, una banda «de una vez al año».

Sebastián Rodas, su front-man, vive en Bariloche, y cada Febrero regresa a visitar a su gente en Quito. Como si de un ritual se tratara, sus amigos cercanos se juntan para tocar y «atarvar» a todo el mundo intensamente y sin descanso mientras él está cerca.

Clausurado tiene algo de math-hardcore, una combinación extraña que comienza a desatar la euforia en serio. Con hinchada propia va desenvolviendo sus temas, mientras afuera la gente comienza a agolparse en la reja. Cuando tocan «Vulva Velluda», los fans se vuelven locos y saltan como si su selección hubiera anotado en la final del mundial.

El tema de nombre insurrecto es la barra oficial de «Kito con K», el equipo de fútbol barrial en el que patean Sebas, una parte de músicos del cartel y un puñado de locos en el público. Mientras afuera los vitorean, Sebas se saca los zapatos en medio del set como si nada importara. Se siente mejor la vibración del piso estando en medias. El Chamo (Jorge Lara) se saca la camiseta empapada de sudor mientras revienta su batería eléctrica. Javier (Enríquez, guitarra) saca la lengua y se pega a Sebastián como queriendo que sus guitarras conversen. Machete (Daniel Maldonado) no deja de moverse como loco cargando el bajo mientras se pega al Chamo; metido en un gorro y un saco de lana comienza a convertirse en olla de presión con la música que crece en intensidad. A Sebastián le da por cantar y a falta de pedestal, una mano gentil del público (que ya está dentro de la sala) le ayuda a sostener el micrófono. La banda acaba con un mini-discurso de agradecimiento del músico errante: «Puta loco…¡Gracias a la Casa Dixion por este espacio para todos!». Clausurado se despide por otro año, Sebas se vuelve a poner sus crocs y el escenario estrecho queda libre para la última banda de la noche.

BSC

Es la hora de la banda más pesada, la cereza del pastel: Bastardos sin Conciencia. Su «propuesta musical Bastarda» -como ellos la definen-, «no tiene conciencia de lo comercial, conveniente o agradable». Danzando entre el hardcore y el blues, esta banda llega para cagarse en las mentes de todos, entrando por sus oídos como una bala de metralleta. Todos saben del tamaño que tienen en el mundo underground, y más aún del tamaño de su front-man, considerado como una leyenda viva del rock ecuatoriano.

Él está ahí sin hacerse notar. Envuelto y encapuchado en una gabardina verde de pana, con pantalón y zapatos de terno, José Rodas observa todo sin inmutarse y con los brazos cruzados. A su alrededor hay un aire extraño, como si la gente le tuviera recelo. Todos, todos saben que dentro de su abrigo hay un monstruo que se desata al coger un micrófono. BSC es lo que mutó de «Hijos de Quien», una de las bandas que más hizo temblar a los escenarios de la escena rockera ecuatoriana en las décadas pasadas. Nunca encontraron su lugar en el mundo, y sin resolver de quién eran hijos, se convirtieron en Bastardos. 

Mientras Rodas está parado en su propio reducto del espacio-tiempo, la banda arma los instrumentos adentro. Él se pierde detrás de una puerta escondida en un pasillo de la casa…quién sabe qué hay adentro. La ansiedad se siente en el ambiente, la gente no puede esperar más para que los bastardos revienten el escenario, pero Rodas no sale todavía. Los que saltaban al compás de Clausurado ya entraron a la sala como horda. Ante la impaciencia, Sebas Rodas (hermano de José) vuelve a coger una guitarra y comienza a tocar los éxitos de Hijos de Quien con los músicos que están listos.

Ya nada importa, la explosión comenzó al fin y la gente se volvió loca armando un pogo violento y breve en un espacio con menos de cinco metros cuadrados. José sale de la nada, encapuchado todavía. Agarra el micrófono y canta con displicencia los versos que quedan del primer tema que brotó de la ansiedad. Los demás músicos, emocionados comienzan a tocar «Dejar de Querer», uno de los temas más sonados de HDQ, pero el vocalista deja de cantar y dice: «Si van a tocar huevadas yo me voy». El público bloquea su paso con más malas palabras y empujones. Con una sonrisa maliciosa él regresa a su lugar y los bastardos por fin toman el suyo.

El vocalista bastardo comienza a perder su vestuario a medida que la locura comienza a crecer sin control. Rodas canta dando la espalda a la audiencia. Como director de orquesta, mira a los otros músicos mientras se deja ir cada vez más profundo en las notas. En la banda aparece nuevamente el Machete, bajista con Clausurado, baterista con BSC e Hijos de Quién; también músico en una banda de vallenatos de reuniones sociales. La guitarra suena templada en las manos de Edgar Granda (también vocalista de La Mala Maña). Mi primo cierra el ensamble golpeando el bajo como si no hubiera mañana y como si la oficina en la que trabaja tampoco existiera.

«Bye Motherfuckers»

Todos los ojos están puestos en José. Parece estar poseído por todos los demonios del mundo mientras se contorsiona, baila, grita con el alma entera y se dirige al público lanzándole toda su furia en medio del sudor y la saliva. Primero se queda descalzo, luego deja a un lado la gabardina, se pone la camiseta de «Kito con K» que le pasa su otro hermano desde el público, la besa para mi cámara, se revuelca en el piso, se vuelve a parar, se prende un pipazo en los puentes de las canciones, se quita la camiseta y se arrodilla de nuevo ante las rejas. Está escupiéndole al mundo en la cara con sus letras y desfogando la ira de un espíritu que nunca supo encajar donde le decían. La electricidad de Rodas se esparce entre todos, todos nos sentimos pesados. La ira que dio origen al rock hace décadas y resucitó a un sinnúmero de generaciones desposeídas está viva aquí, el ROCK está vivo aquí. Todos los que lo resucitaron esa noche valen mucho…y les pagan poco.

Rodas salta como niño y con la voz llena de cinismo dice a todos: «¡Vamos! lo vamos a lograr». Al rato se acaba «A DIÓS MUNDO CRUEL» y el público queda saciado. Hay calma después de un orgasmo rabioso. Guardo la cámara, también sacudido por la catarsis. La noche se acaba con salsa sonando desde una computadora en el fondo mientras los músicos entran a sacar lo que queda de sus instrumentos. Mientras ayudo a cargar los amplificadores de mi primo, Sebas Rodas me regala el EP de Clausurado que estaba a la venta a $2. «Por el acolite broder», me dice. José le regala dos dólares a mi primo para que pague el parqueadero a lado de la Casa Dixion y se va entre la noche sin regresar a ver a nadie diciendo «Bye Motherfuckers». Me subo al auto de mi primo y sé que mañana él volverá a trabajar en una petrolera, y yo volveré a ser un estudiante universitario cualquiera.

Efímero Pánico calentando motores.

El Machete comienza a sudar rock and roll.

"Sin zapatos se siente mejor la vibración en el suelo".

Clausurado sin Retorno brilla en medio de la penumbra.

El Machete y el Chamo...descarga.

A falta de micrófono...

Vulva Velluda...Kito con K ataca la sala de Casa Dixión.

Un pipazo en medio de los puentes.

Kito con K hijueputas.

Más intenso que Nine Inch Nails en Woodstock 94.

"Valemos Mucho, Nos Pagan Poco".

Rodas echando un pasito.

Rodas expulsando sus demonios.

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