Ni el calor, ni los picados de mosquito importan cuando se trata de música a las orillas de Parque Lago.
Mi conocimiento sobre la Perla era casi nulo. Sin haber estado por allá en más de una década, me intrigaba y emocionaba retornar al Guayas y mejor aún, por la música.
Llegué el viernes 2 por la mañana sin cachar una. Se abrieron las puertas del aeropuerto y paf, explotó el calor. Ese calor guayaquileño que redondea los 27°, ese calorcito del que te salvas cuando alguien dice «vamos unas bielas» o el milagroso «tengo piscina», pero que igual te mantiene con las perpetuas gotas de sudor en la frente.
Conocer una ciudad de mano de las bandas y por motivo del festival, me presentó a su gente de una manera más creativa. Los panas de las bandas, los organizadores, son otro trip. Empecé cachando Urdesa y Las Peñas con Tayos Tayos Tayos, y caminé por el centro con su estética miti New York, miti Miami ochentero, que representan claramente el término «Guayami».
Me hospedé en el hotel El Manso, que nos abrió sus puertas a las bandas y a mí, con una vista directa al malecón. El camino al festival desde el malecón fue de aproximadamente una hora, bastante fresco cuando sales a la vía a la costa. “Traerán repelente”, fue la voz general de la gente que ya estaba tripeando en Parque del Lago.
Rock del Lago nos abrió las puertas de su décima edición con un ambiente relajado y ecológico. Es un festival caracterizado por el uso de espacio natural alejado de la infraestructura urbana, en este caso, en la reserva del Chongón. La experiencia que vives ahí es fresca y relajada: salir de la ciudad, caminar por las orillas del lago, sentir la brisa y ver el vuelo de las libélulas, todo mientras escuchas el sonido nítido de las bandas y te das una vuelta por los espectáculos artísticos y exposiciones de fotografía y arte.
Parqueamos el carro con Matazar a las 2 de la tarde, y fui a ver a los guayacos Lorenzo Once, que con trajes futboleros le tocaron al sol y a la gente. Las bandas precedentes, Tayos Tayos Tayos, Cometa Sucre y Dr. Beta, habían llenado el lugar de buena onda y eso se notaba en la pequeña pero relajada audiencia que a la sombra de los árboles disfrutaban en grupos de la música con un helado. Después vino Boards con su surf-rock que nos llevaba a bailar acompañados de shows artísticos a cargo de Mango Margarita, artista visual y escénica cuencana que deslumbraba a todos con su hula-hoop y demás artilugios, bailando con la gente y las bandas, contagiando de magia a todos.
La emoción se hacía sentir en el ambiente cada vez más, mientras bajaba el sol. La gente se levantaba para escuchar la música cada vez más cerca, eran las cuatro de la tarde.
Salí a ver los lugares de comida y me compré una arepa. El festival pet friendly me traía amigos perrunos por doquier, dándole un ambiente súper amigable a mi paseo. Dando vueltas me encontré con una exposición de fotografías, donde artistas como Constantino Endara y «PLASTI-ART» de TapiArt mostraban su perspectiva del mundo a través del lente, en objetos, Imaginarium y retratos.
De regreso al escenario ya era el turno de Matazar, banda cuencana conformada por Sebastián Zurita, Daniel Piedra y Sebastián Zaldumbide, quienes mezclando grunge y rock clásico la rompieron con la batería a mil y sus características disonancias. Trajeron al primer invitado especial del festival: Fico de Molicie quien se subía a cantar un tema inédito. Luego llegó El Extraño, que dominó el escenario mientras empezaba a caer el sol en el horizonte, cerrando la hora dorada con la colaboración de Roberto Chalela de Boards para «Las Chicas Van en Auto».
Cuando el sol se asentaba por detrás del lago, a mano izquierda del escenario, recibimos a Cactus Gamarra, una banda guayaquileña muy esperada después de su larga ausencia. Prendieron a todos con «Figura Imposible» y le dieron la bienvenida a su nuevo disco: «Inexistencia Absoluta y Cuatro Dimensiones», dejando plasmada la imagen de sus hermosos kimonos coloridos que usaron como vestuario, para contribuir a la mágica caída de la noche, pintándola de psicodelia desértica.
El momento más esperado: Rock del Lago en la noche y con headliners. Los esperadísimos Da Pawn respondieron al público que crecía a medida que se acercaba su concierto, manifestando el amor por sus fans guayaquileños con un setlist lleno de hits. El público no daba más al cantar «3000 Días» o «Mares de Argumentos», se las sabían todas.
Ni los pequeños rascones producto de la picazón de los mosquitos que atravesaban la ropa y que hasta al Mauro le picaron, podían parar lo que estaba pasando: el sonido impecable retumbante en los oídos de todos los presentes, desde el backstage hasta el parqueadero, con un juego de luces que iluminaba a los árboles, las personas y a los destellantes músicos que pasaban por el escenario. Todo se fusionaba para crear un oasis sinestésico, un espectáculo vibrante que mezclaba lo visual y lo sonoro en un paraje que nos llevaba a todos en una emoción colectiva.
Y para el final, lo mejor. Nadie movió un músculo hasta que salió la Rocola Bacalao, quienes regresaban al Manso después de tres años. Con la banda completa y haciendo saltar a todos, vino un repertorio perfecto que como Iván Mendieta dijo: «es la única vez que lo hemos tocado completo». La emoción del público fue correspondida cuando invitaron a Ricardo Pita, representando a la ciudad en el icónico tema «Guayaquil City», con una actuación especial por todos los presentes.
Mientras continuaba el baile y el pogo, Iván Mendieta se detuvo ante la próxima canción cuando la artista de hula-hoop, Andrea Salinas, pidió la palabra y gritó «¡Aquí me huele a pescao!», una petición concedida pero aplazada por la legendaria «Quisiera Comerme un Encebollado», que la pedimos en conciertos como «¡Papaaaaaaas!». Pero claro, la sierra es a la papa como la costa es al…verde.
Lunes, verde. Martes, verde. Miércoles también verde. Jueves y viernes, verde. Sábado en cambio verde con encebollado. Domingo, otra vez verde.
Y para cerrar con las sorpresas, la petición de Andrea no quedó sin contestación, pero tampoco sin condición. Con un hula-hoop de luces de neón fue invitada a subir al escenario para bailar al son de «Suavecito, esquivando la huevada, dejando la canallada, vacilando mi patín».
El show cargado de energía sonora y visual que alimentó a los espectadores embalados en un gran pogo, fue el cierre perfecto de la décima edición de Rock del Lago.
Todo un día de música, arte, mascotas y fotografía, acompañado de la vista de la reserva del Chongón, lugar lleno de fauna y flora, un hábitat gigantesco de valor inmesurable que me dio el panorama perfecto para una gran primera experiencia en los festivales del Guayas.
Con el estómago casi lleno, la blusa mojada y mi celular sin batería, despedí el festival con una biela. Al igual que la mayoría de asistentes, me abrí al hotel solo para encontrarme con ganas de regresar al éxtasis de la obra, a moverme frenética con individuos tan hambrientos que se comen las s y sienten la música a flor de piel sudada.
Con el resago del after, el domingo me dejó a una Perla soleada. Conocí un poco más de la ciudad y su gente, y ahora cacho por qué Guayaquil se mueve como su calor.
Mientras nos alejamos con rumbo a Cuenca, aún me pican las piernas.