El Metro de Quito fue graffiteado hace unas semanas, lo que provocó un mar de opiniones. Esta nota busca dar una perspectiva acerca del hecho que vaya más allá de los lugares comunes.
En marzo de este año, en su programa semanal, el alcalde de Quito, Mauricio Rodas, hizo un comentario que ha repercutido en varios debates a lo largo de estos meses: «le hemos declarado la guerra al graffiti». En ese mismo programa radiofónico, Rodas puntualizó que se refería al “graffiti vandálico”, el que, en sus palabras, daña la propiedad privada y pública.
Meses más tarde, el 9 de septiembre, un vagón del Metro de Quito fue pintado con aerosol en la madrugada. “Vandals” fue la leyenda que podía leerse entre los caracteres cercanos al bombing —esta palabra se refiere a la propia actividad de salir y pintar sobre grandes superficies, sin mucha técnica o detalle. Generalmente, los bombs consisten en caracteres redondeados que se llenan uniformemente con pocos colores—.
La leyenda incluyó, además, nombres de graffiteros muertos en Medellín hacía pocos meses, en una suerte de homenaje. Al día siguiente, Rodas anunció acciones legales contra quienes realizaron el graffiti, así como una recompensa de 100.000 dólares para todo aquel que dé información sobre ellos.
De inmediato, opiniones de todos los tipos sobre el hecho aparecieron en las redes sociales y en los medios. Para matizar esas perspectivas, hablamos con gente que está muy cerca del mundo del graffiti, ya sea desde el plano académico o desde el plano artístico. Antes, sin embargo, conviene hacer una revisión histórica de cómo comenzó esta forma de expresión.
Si bien la necesidad de rayar las paredes no es algo reciente —ya se vio algo parecido en las civilizaciones romana y egipcia—, el origen de graffiti, tal y como lo entendemos en la actualidad, no tuvo lugar sino hasta finales de los años 60 y comienzos de los 70. Las calles de New York, marcadas por las desigualdades sociales y por un sentimiento de rechazo hacia la alcaldía de John Lindsay, fueron el escenario perfecto para su nacimiento.
De acuerdo a sus palabras, Lindsay buscó prestar ayuda a los afroamericanos e hispanos de las clases bajas. Para ello intentó construir casas para gente de bajos ingresos en barrios de clase media y dar más control a las comunidades sobre las escuelas. Sin importar cuáles hayan sido sus verdaderas intenciones, el resultado fue malo. Y ello se derivó del poco interés que el alcalde tenía en las clases medias y cómo negociar con éstas. La consecuencia fue una mayor polarización y, por ende, una mayor segregación racial.
Al mismo tiempo, la cultura del graffiti fue creciendo entre los jóvenes descontentos que se encontraban confinados en los guetos. Se alineó con otros movimientos culturales, como el hip-hop, y dio como resultado una reacción cultural. De pronto, las paredes de la ciudad empezaron a llenarse de consignas y mensajes que expresaban la situación que se vivía.
Molesto por la continua aparición de los graffitis, Lindsay llegó a pronunciar las siguientes palabras: “es una sucia vergüenza que tengamos que gastar dinero con este propósito (limpiar los graffitis) en una época de austeridad”. Durante su alcaldía, además de la tensiones de carácter religioso y racial, Nueva York estuvo repleta de basura. Hoy se recuerda su administración como un periodo negativo dentro de la historia de la ciudad. En tanto, el graffiti se ha expandido por todo el mundo, trascendiendo las normas sociales que intentaron definirlo en un inicio.
Ecuador se adentró en la cultura del graffiti en las décadas posteriores a lo sucedido en New York. Quienes lo practicaron, a lo largo de los años, con frecuencia lo hicieron como una forma de expresión política. Como en todas partes, ello no es nuevo. Después de todo, hace casi dos siglos, el día posterior a la declaración de la independencia, apareció este mensaje provocador en las calles de Quito:
“Último día del despotismo y primero de lo mismo”.
Este pequeño texto fue escrito en una pared colonial, siglos antes de que Quito obtuviese su condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad. Desde entonces ha llovido mucho. El mundo y la ciudad han cambiado. Los edificios, que entonces eran exclusivamente el hogar de los quiteños, se han convertido en vacas sagradas, y un aliento patriótico suele estar presente cuando se los menciona.
No es de sorprender, entonces, que, en nuestros días, el dominio del espacio público sea algo que suele discutirse al hablar de los graffitis. Y uno de los argumentos que se manejan en contra de la proliferación de estos es que ello arruina el Patrimonio. Este último concepto se fue transformando en el que conocemos a lo largo del siglo XX. Para ello, las autoridades apelaron, en primer lugar, a la nostalgia.
Con el paso de los años, esta “limpieza”, renovación y conservación de los espacios públicos ha pasado a ser una actividad que, bajo el pretexto de crear una “cultura común”, busca sacar réditos económicos y deja muchos rasgos culturales en el olvido. A otros, en cambio, los absorbe y les quita el significado que tuvieron antes.
“Las narrativas como el patrimonio se han escrito desde el poder, amparadas en otras narrativas patrióticas incuestionadas, y se les ha destinado altísimos presupuestos, como en el caso de Quito. Desde el discurso oficial o la mayoría de medios de comunicación convencionales, nunca ha habido ningún espacio para pensar lo arbitrario del patrimonio”, piensa la documentalista e investigadora social Nancy Burneo.
Pero mencionar el daño del espacio público como argumento contra los graffitis apenas es la punta del iceberg. Detrás de esto se esconden otras intenciones. Así lo cree el artista urbano Paint. “Creo que es una estrategia de enmascaramiento, una estrategia política por parte del municipio para tapar negligencias de la administración. Por eso se hizo tan mediático. Por eso se empeñaron, y siguen empeñándose, en generar una imagen que no necesariamente responde a las dinámicas de la cultura del graffiti, una imagen criminal”, señala.
La pregunta queda en el aire: ¿cuál es el objetivo del alcalde con todo esto? ¿Por qué busca criminalizar una expresión cultural que va más allá del acto vandálico? Una interpretación puede estar en las palabras de Paint. Pero también puede ampliarse, porque, a más de la conveniencia política, se busca restar credibilidad a una práctica que se hace desde cierta orilla. Así, el discurso que sostiene el alcalde busca ser “legítimo” y llegar a todas las voces “autorizadas”, las cuales lo reproducirán.
El sector al que está dirigido el mensaje y el momento están claros. “Estamos a las puertas de un año electoral. El Municipio está tratando de generar una perspectiva muy convencional de lo que pasó. Además, está aprovechar la confusión para llamar la atención, justamente, de la población más conservadora para tratar de distraer la atención de los verdaderos asuntos importantes, que no puede sostener”, dice el artista urbano Ache Vallejo.
Así, por motivos políticos, el Municipio busca posicionar una opinión entre los ciudadanos. Quiere generar una sola visión de los hechos para acallar a otras voces. Pero las palabras no son lo más grave del asunto.
El riesgo de ponerse a graffitear
La imagen que se busca construir en torno a quienes hacen graffits no es el único problema que éstos se han visto forzados a enfrentar. También deben vérselas con una violencia política que ya ha producido víctimas fatales. Hacer graffiti implica colocarse en riesgo. Implica entrar en las dinámicas de una política que busca castigar a los cultores de actividades que cuestionan los discursos oficiales.
El 7 de enero de 2007, el joven quiteño Paúl Guañuna, de 17 años, fue encontrado muerto al fondo de la quebrada de Zámbiza. Al momento de ser hallado, su cadáver mostraba señales de tortura. De acuerdo con las investigaciones efectuadas y los testimonios recogidos, Paúl, que la mañana del día anterior se dirigía a un evento deportivo, se disponía a pintar una pared con un marcador cuando él y un par de amigos fueron interceptados por un patrullero de la Policía Nacional. Sus amigos fueron liberados poco después, pero Paúl no.
Los culpables de su muerte fueron separados de las filas policiales en 2009 y condenados a nueve años de cárcel en 2010. Pero su padre nunca se sintió contento con el desarrollo del caso, cuyo proceso legal fue dilatado constantemente. Este asesinato, muy anterior a la administración de Rodas, dejó en claro, ya por entonces, la torpeza de las autoridades para lidiar con expresiones como el graffiti. Además, puso de manifiesto el peligro por el que pasan quienes hacen lo practican.
“En el graffiti es todo o nada. En el graffiti se da la vida. Esto es mucho más profundo que hablar de la técnica, el estilo o la gráfica”, afirma María Fernanda López, para quien el graffiti no constituye propiamente una forma de arte. Para la estudiosa de la cultura, esta práctica está enmarcada más bien en una dimensión política.
“Lo que sucedió en el Metro es crónica de una Metro anunciado. Si tienes una institucionalidad que está criminalizando, persiguiendo al graffiti desde las ordenanzas, entonces tienes un estallido”. -María Fernanda López.
Así, el mensaje político que puede extraerse de la palabra pintada en el vagón del Metro de Quito es claro, según Nancy Burneo. “El graffiti importa así en tanto expresión gráfica, pero, sobre todo, en tanto huella del riesgo tomado. Las culturas urbanas valoran el hecho de “poner el cuerpo” o “ponerse al límite”. Por eso el graffiti del Metro no tiene ningún empacho al momento de llamarse “vandal” a sí mismo, en letras grandes y claras”.
¿Necesita el graffiti espacios autorizados?
El debate sobre el graffiti no acaba en la violencia o en la política del momento. También tiene presente otro punto, el de los espacios que se destinan a la práctica de las artes urbanas. Una cosa que se debe tomar en cuenta es que hablar de graffiti no es lo mismo que hablar de arte urbano. Entre ambas prácticas hay una gran diferencia de lugares e intenciones. Para Paint, no funcionarán los intentos que se realicen para asimilar una expresión mucho más política como el graffiti a los espacios permitidos.
“No debemos concentrar los esfuerzos en justificarlo o atacarlo, porque son dinámicas propias de una ciudad en desarrollo, de los jóvenes, de esta cultura universal que es el graffiti. (Hay que ir) más allá de… decir que se abre las puertas para que se practique de manera legal, bajo ciertas condiciones, eso no va a pasar. El graffiti es irreverente. No obedece a imposiciones estéticas… Siento que hay necesidad de más espacio, no necesariamente para el graffiti, sino para las expresiones urbanas, que se confunden con el graffiti”, señala.
El artista urbano Conejo siente, en cambio, que lo sucedido en el Metro de Quito perjudica a mucha gente que realiza expresiones artísticas urbanas. Cree que un peligro que se avecina con ello es que se meta a todos los que pinten las calles en el mismo saco. “Quisiera que el graffiti no sea mal visto, que sea una expresión de vida. Quisiera que esto no pare y mostrar algo que tenga una buena expresión y color”, puntualiza. No obstante, no deja de criticar la falta de espacios para la expresión en Quito, así como la forma en que se asignan los pocos que existen.
Una visión distinta del tema la aporta, nuevamente, María Fernanda López. Para ella, el graffiti no necesita de legitimación alguna, ni de espacios facilitados oficialmente. “El graffiti irrumpe, porque es otra forma de estar en la ciudad. Es parte de la cultura urbana, como los skaters, el hip-hop o el punk. Son formas de habitar y co-existir en la ciudad… Los que pintaron el Metro están haciendo uso de un bien público para expresarse”, precisa.
Sea como fuere, la intervención en el Metro de Quito ha traído a colación varios de los asuntos que, por lo general, se ignoran o se minimizan. Sin estar puntualmente a favor de lo ocurrido con el vagón del Metro —condenando, no obstante, la criminalización y la persecución hacia quienes practican el graffiti—, el artista Omar Puebla resalta una parte que juzga positiva de todo el asunto:
“Estoy en contra de que nuestros barrios no sean aptos para la vida, por eso defiendo la pintada del Metro, porque nos ha permitido discutir y pensar de quién es esta ciudad, y si este acto ha hecho despertar a la comunidad y reflexionar sobre sus problemas, entonces, ¡que se pinte la ciudad entera!”
Lo que queda claro es que el graffiti no va a someterse a lo que ordene alguien más. Seguirá presente desde su lógica y desde su tiempo. Seguirá siendo una mosca en la pintura fetiche o una raya en el disco “clásico”. Seguirá incomodando a una cultura oficial ansiosa de silenciar a todos los que quieran contradecir su visión idílica de las cosas.