«Antakarana» es una palabra en sánscrito que se refiere a la conexión que existe entre el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo. Hace seis años, un grupo de chicas se adueñó de ella y decidió utilizarla para ir en búsqueda de su propio puente entre lo divino y lo mundano.
La voz es un instrumento musical. Si bien no cabe ponerse a pensar si es más o menos complicado de tocar que un violín, un piano o un tambor, sí cabe decir que, sin duda, es uno de los instrumentos más sensibles que existen. La voz es el canal por el que sale la música que uno lleva dentro, el reflejo de nuestro sonido interno.
En 2010, confluyeron juntas unas cuantas mujeres que se encontraban explorando sus voces para hacer música de esta manera, todas con ganas de ver más allá de los límites de lo que sabían cantar. Todas conectadas con la idea de usar su voz para hacer de la música una vivencia. Así nació Antakarana, un ensamble vocal femenino que durante siete años ha ido mutando mientras explora a profundidad la música de aquí y de allá, buscando cantarla a su manera.
El Origen
Antakarana surgió del encuentro de Grecia Albán, Natalia Luzuriaga, Karen Preckler y Sara Tomaselli. Las cuatro venían de un trasfondo académico de música coral. Todas muy instruidas, sentían en común el afán de explorar música distinta a la que estaban acostumbradas a interpretar. Y ese afán justamente fue el que les llevó a buscar música del mundo para adaptarla a sus propias voces.
«Empezó y todavía continua con ese primer impulso que fue el de aprender y conocer sobre la música del mundo y explorar diferentes timbres, diferente repertorio. Como ensamble vocal era como una búsqueda. Y también una búsqueda de trabajar entre mujeres», dice Grecia Albán.
El grupo tomó muchas formas. Grecia y Natalia se mantuvieron desde la primera formación, y con ellas también la esencia. Mientras, por las filas de Antakarana pasaron otras chicas, inclusive algunas de diferentes nacionalidades. Entre ellas: Jennifer Byron Juliana Pontón de Ecuador; también estuvieron Ivette Barona de Cuba y María Giesbrecht, de Canadá.
Entre una mutación y otra, en 2014 comenzó a consolidarse la que sería la formación actual del ensamble. Andrea Fierro llegó en ese año, después de recibir una llamada de Natalia. «Justo coincidió búsqueda personal», cuenta ella. «Desde el 2007 venía dando clases, y llegué a un punto en el que necesitaba hacer música». Su propia búsqueda se alineó fácilmente con la del grupo, puesto que ella también venía de un trasfondo coral clásico y se interesaba por explorar timbres distintos.
A su adición, le siguió la de Fidel Minda en 2015, como percusionista. Las chicas no vieron su entrada como una disrupción en la naturaleza del grupo. Según cuentan Grecia y Andrea, él apareció ante ellas con mucho respeto y con muchas ganas de aportar con lo que sabía, totalmente dispuesto e ilusionado con sus voces. Su integración les hizo darse cuenta de que Antakarana no es un grupo femenino por estar conformado solo por mujeres, sino porque explora la música desde un sentir femenino. Fidel, además, hace percusión con su cuerpo, lo cual lo hace aún más afín a la filosofía del grupo.
Fuera como fuera, en Antakarana la música fue un vehículo para ir de viaje. Viajar a sus adentros, a la energía femenina, a lugares lejanos del mundo. El siguiente paso, naturalmente, fue viajar buscando sonidos en lo profundo del su país.
Los cantos que están cerca
El interés de las chicas por cantar música del mundo era un motor que compartieron desde un inicio. Grecia menciona a grupos como De Boca en Boca, o a solistas como Totó la Momposina. Así, «el repertorio se fue nutriendo desde las influencias de cada una», y creció desde los sonidos afro del Caribe y el Pacífico, hasta los cantos típicos de lugares tan remotos como la India o Hungría. Parte de las partituras que llegaban a ellas, venían por los viajes que había hecho Natalia también, acota Grecia. En la música de todos estos sitios, siempre estaban las voces femeninas como un sonido potente que se sostenía por sí solo, sin más instrumentos.
No obstante, «Antakarana llegó a un punto en que tenía que moverse a otro lado» dice Andrea. Cayeron en cuenta de que estaban cantando música de las profundidades de muchos otros lados, pero casi nada de sus propias profundidades, las de Ecuador. La inquietud fue grande. En nuestro país sólo había música para un repertorio coral mixto, dice Andrea. En cambio, si buscaban partituras de cualquier lugar del mundo, el internet las escupía fácilmente, cuenta Grecia. Eso les llevó a preguntarse: «¡¿Por qué carajos no hay música ecuatoriana disponible para el mundo entero!? siendo una música hermosa, y que existe.»
En 2015 aplicaron a los Fondos Concursables para Proyectos Artísticos y Culturales del Ministerio de Cultura, y con ello se lanzaron a vivir realmente el viaje que la música vocal les representaba como grupo. Visitaron a las mujeres Waorani en Pastaza, a Las Tres Marías en el Valle del Chota y a Rosa Wila en Esmeraldas. Su intención era descubrir «cuál es el quehacer de la mujer en la música» dentro de las comunidades de nuestro país.
En el camino, también se dieron cuenta de que habían lugares en que la música de tradición oral estaba sólo en manos de los hombres, y tuvieron que incorporar eso también a su búsqueda, desde la feminidad. Tal fue el caso de Loreto, un cantón en la provincia de Orellana, donde el único referente que quedaba de la música tradicional es un hombre llamado Alfredo Alvarado.
Este encuentro les hizo reflexionar sobre el motor de su viaje, y entender mejor cómo la música que encontraban en el camino estaba dada por la cotidianidad de cada lugar. Finalmente, esto aportó a la investigación, y reforzó de alguna manera su propósito: visibilizar la música de tradición oral de nuestro país.
Durante sus visitas, entendieron también que para poder recibir la música de cada lugar, tenían que plantear un intercambio, y que esa era la forma más genuina de aprender acerca de los cantos. «Dar y dar. Randi, randi, como dicen en quichua», fue la filosofía que incorporaron a su investigación, según comenta Grecia. Esto, dado que en algunas de las comunidades que visitaron, las mujeres les pidieron que ellas también enseñaran lo que sabían, y por ende comenzaron a impartir talleres de canto en estos lugares.
Esto las sacudió, como una forma de regresar a sus bases y replantearse los procesos pedagógicos de la música, comenta Andrea. Solo así pudieron recibir los cantos de nuestro país, sin tomarlos. Recibirlos como parte de un proceso de compartir música con otra gente.
Afirman que el objetivo final de todo esto es dejar una serie de partituras de música vocal hecha a partir de la música tradicional de nuestro país, sistematizándola y difundiéndola, para que otros músicos interesados puedan aprender de ella.
Para ello, entregan la música que traen documentada de sus visitas a otros arreglistas, y luego reciben las partituras finales. En este proceso han recibido la ayuda de Alex Alvear, Andrés Noboa y Esteban Portugal, por nombrar algunas personas. Las partituras serán incorporadas al Archivo Nacional de Partituras del Ministerio de Cultura, y en el futuro próximo darán vida al primer disco del grupo.
El viaje continúa
Siete años de exploración musical no han pasado en vano, pero al mismo tiempo se sienten como pocos para todo lo que busca abarcar el proyecto. Su nombre proviene de una palabra en sánscrito que se refiere a la conexión que hay entre el espíritu y el cuerpo. «Para nosotras, Antakarana es la música», dicen siempre. Y con ello, nos hacen pensar que su música tiene para largo, que aún les queda mucho por descubrir en sus voces.
El grupo actualmente se define como un ensamble vocal. «Si una orquesta sinfónica es como un coro, un ensamble vocal viene a ser como un ensamble de cámara», dice Grecia, ensayando una definición. No obstante, ese molde no es nada rígido, y ellas lo saben. Es por eso que ahora tienen a un percusionista y que algunos de sus arreglos han sido hechos para ser interpretados con otros instrumentos a futuro, como la guitarra o el chelo.
Ahora que su búsqueda se ha visto fortalecida por las raíces de su propia identidad musical, no tienen planes de detenerse. Incluso piensan en hacer un festival con los músicos que conocieron durante su viaje por el país, para que todo el mundo sepa sobre lo que hacen, y que así se expanda el poder de la música de tradición oral.
Mientras, siguen conociéndose como familia, conectando sus cuerpos y sus espíritus a través de su voz, aprendiendo a conversar para darle un lugar a la tonalidad de cada una y cada uno. Viven acorde a una filosofía: hacer música desde lo profundo de su cuerpo. Y dentro de esa filosofía, parece ser que el camino de la música es infinito.