Guayaqueer se convirtió en un espacio icónico en el país; un espacio que tuvo las ilusiones muy altas, pero que chocaron duramente con la realidad. Este es el adiós (quizás no para siempre) a Guayaqueer.
Lo que empezó hace 5 años como una plataforma digital de artivismo queer, vio su expansión en 2021, al aperturarse como el primer centro cultural LGBTIQ+ de Guayaquil. Ahora, en el mes del orgullo, las puertas enrollables de Guayaqueer se han bajado de manera indefinida. Y no solo para poner un cierre a su espacio físico, sino también a su plataforma digital, a sus redes… a todo.
Este es nuestro último mes como espacio físico, luego tampoco estaremos en redes. Que la gente se mueva a eventos culturales de Guayaquil, no solo para comer o farrear, ha sido un verdadero reto. Sobre todo en esta ciudad donde transportarse representa un riesgo. https://t.co/ZevuqpLvXx
— Guayaqueer (@guayaqueer) May 10, 2022
Conversamos con Sara Donoso, Víctor García y Jordy de Los Milagros, quienes figuran como el corazón de este proyecto en su fase final.
Un vistazo a la ilusión inicial
“La idea siempre fue dejar algo que no tenga rostro”, dice Víctor, refiriéndose al desconocimiento de quienes estuvieron detrás de Guayaqueer por parte de su público. Para él lo importante han sido los mensajes que fueron comunicados durante todos estos años. Lo importante fue democratizar y dinamizar los conocimientos de la cultura LGBTIQ+ y sus reivindicaciones. Hacerlo accesible, vinculando el activismo con el arte.
Víctor soltó la chispa que causó un incendió. Todo empezó con sus ilustraciones, en 2017, las cuales ‘mariconeaban’ a objetos y sujetos de la cultura popular. Estas causaron revuelo nacional. Fueron códigos comunicacionales que mucha gente necesitaba, y en los que encontraron una representación queer prácticamente inexistente. Luego el proyecto se expandió hasta ser una plataforma feminista de integración cultural.
Conoce más del contexto histórico de Guayaqueer en este artículo.
“Soñábamos en un lugar distinto, que sea más que un bar gay”, dice Sara Donoso, quien se encargó del aspecto directivo y administrativo del centro cultural. A aquella ilusión la visualizaban como una edificación con varios espacios, donde convivieran la interacción nocturna, con una discoteca, áreas de aprendizaje, biblioteca y talleres. Para lograrlo se habían planteado una meta: recaudar USD 30 mil, mediante un crowdfunding.
Las barreras de la realidad
“Queríamos llegar a los USD 30 mil para poder sostener mínimo un año de alquiler del espacio”, cuenta Sara. Alcanzaron solo USD 7 mil.
Sin duda, el monto obtenido fue un golpe. Aún así, el Centro Cultural se abrió en la Av. Tomás Martínez, entre Pedro Carbo y Panamá, en el centro de Guayaquil. Desde ahí, su gestión resonó a nivel nacional en poco tiempo. Tal vez porque las barreras fueron vistas también como oportunidades. Mientras se pudo.
La ciudad y su estructura, la movilización y la inseguridad, son factores que no se pueden pasar por alto. No es desacertado decir que Guayaquil tiene falencias estructurales de primera prioridad, en donde el ámbito cultural queda en un segundo o, incluso, tercer plano.
“La ciudad tiene gran cantidad de problemas, donde incluso el sector de la cultura puede ser uno de los menos graves. El transporte público sí es quizá uno de los más graves”, explica Jordy.
En términos económicos, intentaron aplicar a fondos concursables, pero fue un proceso bastante tedioso, cuentan sus miembros. A fin de cuentas, la tramitación de financiamiento y gestión burocrática es una labor extra que se tornaba en una complicación más.
¿Esta historia habría cambiado con algún tipo de ayuda económica? Absolutamente sí, coincide la directiva. Y resulta el punto de inflexión no solo para este espacio cultural, sino para el quehacer de gestores que no obedece a lógicas mercantiles, pues la labor comunitaria, política y social es su finalidad en sí misma.
Reconocer los límites
Todo se financiaba con el capital inicial que se donó. Lo que ingresaba por ventas era mínimo. El dinero se iba acabando. Llegó la decisión de parar.
Guayaqueer nunca generó ingresos para sus miembros. De hecho, para quienes gestionaban el espacio, se tornó un proyecto con sentido comunitario que no lograba percibir la reciprocidad del trabajo.
La mayoría de actividades se ofrecían gratuitamente o con una sugerencia de aporte voluntario, procurando la mejor forma para que la gente asista y, que a la vez, pueda retribuir algo de dinero. “Siempre insistimos que consuman aquí lo que estamos vendiendo y llegaban con comida de afuera”, dice Sara.
El recurso humano era imprescindible para llevar a cabo un proyecto de estas características. Conscientes de su valía, se aspiraba a que los gestores tuvieran un sueldo. En la práctica, sin embargo, no les alcanzaba. ¿Y cómo exigir que la gente se dedique exclusivamente a una actividad que no le retribuye económicamente?
Fue necesario cuestionarse hasta dónde se estaba dispuesto a entregar tiempo y recursos personales. Y a reconocer los límites, pues “las lógicas del voluntariado no son las mejores. Las personas que estaban trabajando ahí tienen necesidades, no se puede recibir sólo la alegría de la labor voluntaria”, comenta Jordy.
El desgaste fue evidente. Con sano juicio se realizó una proyección de gastos con lo último del presupuesto para cubrir de manera justa las labores para los últimos meses. Entonces, los fondos se agotaron. Guayaqueer cerró.
Lo que nos dejan después de 5 años
Guayaqueer duró un año como espacio físico. Cinco en total, como plataforma digital.
Durante los años en que este proyecto se fue gestando, en la ciudad no existía un espacio cultural para identificarse como maricas, queer, lesbianas, trans, de género no conforme. Guayaqueer fue ese espacio.
Para Sara, el impacto visual que generó la plataforma es importante, pues de ahí se desprenden los demás factores. “Desde el nombre te llama a preguntarte qué es esto, a no entenderlo y a descubrir que existen otras realidades. Se dio un espacio para el cuestionamiento, el cual desafió a la normatividad constantemente”.
El contacto directo con la calle fue una oportunidad para convertir el espacio privado en espacio público, para borrar la franja entre ambas. Los eventos incluían la vereda y la calle, por donde además pasaba el transporte público.
“La programación ofertada permitió a muchas personas que no habían hecho algo, hacerlo por primera vez. Guayaqueer fue su primer lugar y de ahí no pararon”, comenta Jordy.
Guayaqueer fue un espacio de integración cultural, una plataforma para movilizar personas, para hacer arte, para abrir diálogo, para encontrarse con más colectivos y proponer.
“Es difícil que el activismo llegue a los círculos culturales, usualmente no lo hacen”, comenta Víctor. “Lo importante era trabajar la cultura, que a veces no se da ni en las organizaciones que hacen trabajo en derecho”.
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Este es el cierre de un espacio que se volvió icónico en el país, que tuvo las ilusiones muy altas, pero que chocaron duramente con la realidad. Un hecho que, lamentablemente, no sorprende cuando de consumo cultural, gestión pública y financiamiento se trata.
Este es el adiós a Guayaqueer. Aunque para sus gestores la lucha perdura y buscarán nuevas formas de canalizarlo. O por qué no, de darse un tiempo para valorar lo aprendido y relanzarlo con más fuerza.