¡En Quito hay un cine porno! Se trata del ya icónico “Teatro América”. ¿Cómo es estar dentro?
Quienes viven a su alrededor ya se han acostumbrado a su presencia, pero siempre miran de reojo las funciones estelares que serán proyectadas en un pequeño y desgastado cartel verde en la entrada. “Adorable profesor” y “Mis vecinos” aparentan ser parte del gran repertorio “artístico” de los próximos meses, o hasta que alguien recuerde cambiar el cartel.
El cine se encuentra junto a una pollería que presume tener “combos para toda la familia”, y un restaurante que ofrece deliciosos almuerzos por solo “dos latas”, con jugo incluido.
La fachada del cine es tan curiosa como el negocio que alberga. Es un edificio de color crema, de tres pisos, con grandes ventanales negros, sucios por el pasar de los años. La elegancia de la edificación, cuya arquitectura recuerda un Quito ya pasado, se ve interrumpida por un gran grafiti que adorna su parte frontal. Seguramente fue un gran mérito de los vándalos por haber llegado a semejante altura.
Entrar al teatro es transportarse a otro mundo, es abandonar los sonidos del comercio de la calle América, dejar a un lado el calor de la capital, para pasar a un incómodo silencio y un extraño frío.
De su techo, cuelga un pequeño candelabro, con varias luces ya quemadas. Sus paredes están apenas decoradas con unos cuantos carteles de mujeres, que en algún tiempo ya pasado fueron estrellas del cine erótico.
El suelo está decorado por una ennegrecida y desgastada cerámica, cuyo color parecería haber sido seleccionado específicamente para disimular la falta de escoba y pala. En la esencia de la piedra se puede ver el paso de los años tantos como los que cumplen aquellos que visitan la sala con mayor frecuencia, los jubilados de la capital.
“Cuando se cansan de lanzarles pan a las palomas, en la Plaza del Teatro, vienen acá”, cuenta Marco Yánez, quien lleva trabajando al lado del cine por ya casi diez años.
La mayoría acuden con camisas desgastadas y pisando las anchas bastas de sus pantalones. Ellos pagan sin ningún problema la entrada, que cuesta dos dólares. Llegan a la boletería con los “sueltos” listos, y sin vergüenza, pero casi sin hablar, hacen el intercambio. Entregan parte de su pensión a cambio de un pequeño ticket blanco, el pase que les permitirá distraerse por el tiempo que ellos deseen, ya que las funciones son de corrido.
Luego de apreciar los orgasmos, el sexo oral, el mal doblaje y los créditos finales, los clientes reponen fuerzas en los restaurantes de los alrededores, donde buscan regatear hasta el último centavo por sus almuerzos. “Para el porno tienen plata, pero para la carnecita que les hace bien no”, comenta entre risas el dueño de uno de los establecimientos.
El lugar cuenta con todas las comodidades. Si tienes hambre, o sed, dentro hay un pequeño punto de venta de snacks, que es atendido nuevamente por el encargado de la boletería. Con las pocas ventas que genera esta tienda, no es ni siquiera necesario contratar a alguien más. Otra de las comodidades son sus dos grandes baños, uno junto al otro, en donde el lugar que debió ocupar el sanitario de mujeres fue remplazado por otro con urinarios. Recordándonos que en este lugar solo pueden entrar hombres.
Para ver las películas hay que entrar a la única sala del teatro, que es separada del lobby por una ligera y chillona puerta de vidrio. Al abrirla, cientos de ojos se posan sobre quien ingresa, a los espectadores ya no les importa la doble penetración que se está proyectando, su atención ahora pesa sobre ti. Caminas por la alfombra que “decora” el lugar en busca de un asiento, toda la sala sigue viéndote, para ellos eres más importante que la joven rubia que gimiendo grita “más duro papi”. Encuentras el lugar perfecto, te sientas sobre una dura silla que es sostenida por tablones de madera, para percatarte que tu llegada hizo que unos cuantos hombres cambien de asiento, ahora están más cerca de ti.
Son pocas las personas que realmente miran la película, en todo momento están levantándose, cambiándose de asientos, echando la mirada hacia atrás en busca de algún solitario con quien pasar el rato. Hay quienes emplean el sutil arte del contrabando y meten “bielas” al lugar, quizá como parte de su estrategia de “seducción”, quizá para lidiar con la soledad.
Entre tanta oscuridad, que es cortada por un cartel de “Prohibido Fumar”, opacada por el humo del tabaco, un travesti camina, sus tacones hacen eco en la madera. Se sienta junto a los clientes, los abraza, se ríe, los hace sentir únicos, pero más importante, escuchados. Si caen en su cebo esa tarde ganará unos cuantos dólares.
La esencia del “Teatro América”, su verdadera esencia, va más allá de las cintas cuyo clímax llega exactamente en el clímax del actor que las protagoniza. Va más allá de distraer a unos cuantos jubilados. La sala de cine es un lugar seguro, donde quienes la visitan pueden ser libres, alejándose por unas cuantas horas de una sociedad que los juzga, alejándose de los “insectos con cola”, en quichua “curuchupas”, que los repudian.
La pornografía es el cebo en el que los insectos caen. Las orgías, el sexo anal, la masturbación y sobre todo la penetración son parte de la distracción. Los visitantes del “Teatro América”, el último gran cine porno de Quito, son tachados de “depravados”, “morbosos”, “desocupados”, “sinvergüenzas”, “enfermitos” y un sinfín de adjetivos más, que en esta sociedad son más aceptados que homosexuales.
El “Teatro América” es para personas bizarras, recordando que bizarro realmente significa valiente….